jueves 21 noviembre, 2024
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«SEXTO SENTIDO»: ¡A celebrar la vida!

Si Juan Rulfo viviera, seguramente escribiría la historia de Vicente Benavides, oriundo de la comunidad de Los Camichines, en el municipio de San Gabriel, Jalisco. Lo haría muy al estilo de su cuento Anacleto Morones o de los hermanos Torrico en La cuesta de las comadres,  hasta podría ser una segunda parte del cuento Diles que no me maten. Él narraría a la perfección los sentimientos que vive un hombre sentenciado a muerte por el gobierno norteamericano, acusado de un crimen que no cometió y sufrir preso durante casi tres décadas, mientras se le consumía media vida. También destacaría los esfuerzos de todo un pueblo para poder demostrar su inocencia y salvarle la vida a su hijo ausente.

Con su lenguaje pulcro, encontraría las palabras precisas para expresar la hazaña de salir victorioso al final. Y la mezcla de sentimientos encontrados de aquel hombre, que regresa a su tierra 27 años después.

“Los latidos de su corazón le retumbaban en los oídos, al ir bajando las curvas de la Sierra del Tigre y vislumbrar el gran llano”, quizás plasmaría. No imagino cómo pintaría ese momento en que Vicente, antes que nada, visita en el panteón, la tumba de sus padres María y Alberto -a quienes no logró ver jamás-, y derrama su corazón, intentando eliminar la rabia y frustración por la injusticia que le robó la posibilidad de despedirse de ellos y enterrarlos.

Rulfo comprendería cabalmente el festín de todo el pueblo al recibir a su hijo ausente. Los aplausos y vítores espontáneos entre la multitud. El sonido del estallido de cohetones, la banda de viento que seguía a Vicente por las calles principales de San Gabriel, mientras éste se reencuentra con sus familiares e intenta reconocer a sus amigos de infancia que muestran los estragos del tiempo en su rostros arrugados y quemados por el sol, o sus manos sosteniendo bastones para ayudarse a sostener las piernas temblorosas. Otros amigos, de plano ya no vivieron para constatar su retorno.

Después, el literato jalisciense resaltaría la inquebrantable fe del hombre alto, robusto, chapeteado, encanecido, que al ingresar en el templo del Señor de la Misericordia de Amula, empapado de sudor por el sofocante calor, se postra, llora y agradece el milagro. Todo el pueblo se siente feliz, comparte la victoria, no puede creer que el sueño del hijo ausente se haya cumplido. Más de uno pensó por muchos años que “lo campanearían”.

Seguramente don Juan habría podido identificar qué tan grande era la felicidad que motivó a la gente -que suele ser de pocas palabras y muchos pensamientos reflexivos-, a tomar el micrófono con manos temblorosas por los nervios y externar en discursos, la bienvenida a Vicente Benavides. Ahí en el patio central de la Presidencia Municipal, recordaron las experiencias de infancia, los aprendizajes de juventud, los sueños frustrados, las bendiciones recibidas, la fraternidad que logra un pueblo frente a la adversidad.

Sobre todo, Rulfo sabría expresar con gran sabiduría que nunca es tarde para volver a empezar una vida nueva, con la frente en alto, libre de culpa, con la inocencia probada.

Sí, al momento de cubrir como reportera el regreso de Vicente Benavides a San Gabriel, Jalisco, la tierra donde también nació y creció nuestro cuentista por excelencia, anhelé que estuviera vivo para que nos deleitara con esa historia de vida en la que el protagonista expresa a todos, su conmoción al ver el cariño por su regreso, constatar la fe que nunca menguó, su agradecimiento por “las oraciones que llegaron al cielo” y bajaron para guardarse en su corazón.

Al ver a Vicente Benavides queriendo contener sus sentimientos, pero ser vencido por la emoción y ese nudo en la garganta que le impidieron continuar hablando, un largo silencio que solo fue interrumpido por estruendosos aplausos y gritos: “¡Bienvenido Vicente. Estás en casa”, “Viva Vicente”, “Viva San Gabriel!”, mi mente aturdida de tanta admiración, cariño e ilusión, solo dejaba un pensamiento claro: la vida es para celebrarse.

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