jueves 02 mayo, 2024
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«EL RELATO»: Silencio

Ilustración Chepe

Por DIANA TERESA PÉREZ

Ya no respondió. Era increíble. Cecilia se quedó muda hasta las lágrimas. ¿Qué pudo haber pasado? Los primeros días pensó que quizá era un malentendido. Quizá se sintió vigilado. Pero todo había sido una casualidad. Ella llegó mucho tiempo antes de la cita no porque quisiera sorprenderlo sino porque no tenía caso ir y volver hasta su casa. Era mejor merodear por ahí, perder el tiempo divagando en una vida juntos mientras observaba escaparates, mientras pedía un capuchino y se sentaba a escribir versos sueltos, palabras que intentaran rozar aquello sin nombre que la hacía temblar por dentro y que creyó olvidado.

Nunca imaginó encontrarlo ahí, sentado a dos mesas de la suya. No cabía duda: la vida se empeñaba en acercarla a ese hombre. No era necesaria la insistencia, habían quedado de verse media hora más tarde, a la entrada del teatro. Era una obra que comentaron muchas veces, habría mucho que compartir después de verla, en una cena, o mientras reían y sudaban al ritmo de los cubanos que tocaban en ese bar del cual, desde hacía un mes, eran clientes asiduos.

Sonrió y la cara se le iluminó. Sintió vergüenza. No quería que la viera tan ansiosa, aunque fuera evidente, porque ya habiendo sentido la piel, escuchado la voz temblorosa al oído, las risas cómplices, el calor de la respiración cercana, el secreto estaba más que descubierto.

Tomó su taza y estuvo a punto de ponerse en pie cuando él se levantó. Creyó que se acercaría. Dio los primeros pasos y luego salió de la cafetería. La sonrisa no se desvaneció. Era un hombre alegre, tendiente al jugueteo. Esperó, impaciente y alegre, el regreso. De hecho, imaginó escenarios: había ido a comprarle algo… no, a menos que fuera un libro, que era lo único que a ella le gustaba recibir; tal vez había ido a cambiarse de ropa, su casa no estaba muy lejos y francamente esa playera desgastada y los huaraches rotos nunca habían sido prendas que él llevara a una cita…

Faltaban cinco minutos para que empezara la obra. ¡Ah! Seguro era eso. Había jugado a irse y ya la estaría esperando en el lugar y hora acordados. Dejó la propina en la mesa y salió casi corriendo. Al dar vuelta a la esquina, antes de llegar al teatro, relajó el paso, se acomodó la blusa, respiró profundo y caminó hasta la enorme fila que ya se había formado a la entrada. Caminó con lentitud a lado de cada uno de los asistentes. Haría como que no lo había visto, pasaría de largo y cuando sintiera la mano firme que la había sujetado y alejado del abismo en esas semanas, daría fin a la búsqueda con un beso temeroso en la mejilla. Iba contando, como si fuera la taquillera, a cada persona: uno, dos… diez…quince… treinta… ¿dónde se metió?

Aceleró el paso para llegar al final de la fila, ya sin contar. No estaba. La sonrisa empezó a desvanecerse, pero no perdió la esperanza en las pupilas. Ni cuando le asignaron la butaca y repartía la mirada entre los actores y el sillón vacío a su lado; ni cuando la gente, de pie, aplaudió y ella se quedó inmóvil, sentada, como negándose a aceptar que la obra había terminado. Y no lo hizo ni siquiera cuando tomó el metro de regreso a casa, se sirvió un tequila a media luz y decidió llamarlo sin obtener respuesta, ni esa noche ni cada uno de los siete días siguientes, ni de las dos semanas después.

Ya no respondió. Revisó minuto a minuto la historia, desde el comienzo, desde esa tarde de octubre en que cruzaron las miradas, pasando por el primer café, el primer baile, aquella noche en compañía después de años de soledad, los guisos a cuatro manos, los pies enlazados en verdaderas tardes de película, la cabeza recargada, por fin, en el hombro firme… el descanso… el asombro.

¿Qué pasó? Analizó como juez endurecido cada uno de sus actos, reprobó muchos de ellos, se calificó de ridícula, cobarde, tonta; sin embargo, nada parecía tan grave como para merecer el castigo terrible del silencio.

Luego llevó el análisis hacia él: ¿sería casado? No, ella fue a su casa y no respiró aromas ajenos. No se atrevió a ir, ni se acordaba de la dirección y barajó la posibilidad de ser rechazada. No se expondría a una segunda humillación. Y, ¿si se hubiera accidentado? Se volvió a regañar por tarada, por no haber pensado eso antes y desconfiar… Ni la policía ni los servicios de salud registraron el ingreso de un hombre con sus características.

Apagó y encendió su celular varias veces, revisó cada mensaje, cada llamada, se peleó con la señorita de la compañía, los acusó de ineptos. Fue entonces que se quedó muda.

No hay mayor angustia que la incertidumbre, las preguntas sin respuesta, los secretos no revelados. Las mejillas, antes encendidas y redondeadas se alargan, se agrietan y poco a poco resecan los labios hasta sangrarlos.

Ya no pudo contarle de su agonía. Los médicos, como ella, pasaron de la sorpresa a la resignación. Creyeron que la paciente se había curado, había mostrado una mejoría significativa en el último mes y de pronto, de un día para otro, el cáncer se mostró más agresivo que nunca, como si de pronto se hubieran abierto las compuertas, invitándolo a invadirlo todo, a acabar de una vez y para siempre con cualquier esperanza.

Silencio que penetró a través de cada poro hasta acallarlo todo en el interior, hasta el último latido.

Fue un diciembre distinto. Los noticieros dijeron que había sido uno de los más fríos. Él quizá lo resintió y, en esa búsqueda de calor, envió un tímido mensaje queriendo derretir un poco el hielo. El teléfono apagado ya no recibió el mensaje.

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