jueves 16 mayo, 2024
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«TENGO ALGO QUE DECIRTE»: Cien años

“Ve a buscar a tu padre para decirle que está invitado a la boda de su hija… a ver si se quiere aparecer y entregarla en la iglesia.”

“Madre… mi papá está muerto…”

“No mijito… está más vivito que nada… desde que nació, no ha dejado de estarlo. Toma. Aquí está su dirección. Ve y búscalo.”

Tenía 14 años. Hacían cinco que él había desaparecido. Pensándolo bien en ese momento, no se nos dijo que había muerto, pero se sacaron sus cosas del ropero como si lo hubiera estado y nunca más se volvió a mencionar su nombre.

Cuando muy chico vivíamos en una casita pequeña. Mis tres hermanos y yo podíamos ir a una escuela pública que quedaba a unos minutos de camino. Él y otros obreros de la fábrica donde trabajaba compraron un billete de lotería. Para nuestra sorpresa, ganaron el premio mayor y de un día para otro, nos mudamos a una casa grande con jardín, nos inscribieron en una escuela privada y mi padre había comprado un coche. Sólo sé que él se había hecho socio de unos amigos en un negocio en el que les había ido muy bien. Fueron pocos años que gozamos de esos cambios y privilegios. Él se fue y dejó a mi madre no sólo con alfileres en el corazón, sino con deudas y señores que venían a tratar de cobrarse cosas que ni ella sabía.

Nos fuimos a una casita pequeña de nuevo en un barrio más lejano. Mi madre no tenía estudios, no sabía leer ni escribir. Entendía que ella debía asumir la vida de sus cuatro hijos y que tenía que empezar de cero. Así lo hizo. Se sabía que la cocina era su magia y con esa iniciativa que sólo las madres tienen, salió a la calle a vender tacos y tortas, paseaba por las diferentes escuelas del Instituto Politécnico dando alegría a través de los estómagos llenos.  Le ofrecieron hacerse cargo de una pequeña cafetería y sin miedo alguno, aceptó de inmediato. Mis hermanos y yo, debíamos ir a la escuela y después pasar a ayudarle a atender mesas, limpiar platos, barrer y hacer que ese espacio se fuera llenando de confianza y disfrute culinario.

Mi hermana mayor se casaría en unas semanas. Nunca imaginé el encargo de mi madre. Me dispuse a tomar camino con el corazón brincando a cada paso sin saber qué decirle en cuanto lo viera frente a mí. No vivía tan lejos de casa. Estaba en una vecindad de esas que tienen un pasillo largo al que salen puertas, ventanas y vecinos que quieren enterarse de todo. Toqué tres veces en la cuarta puerta a la derecha. Escuché la voz femenina decir “abre la puerta, escuincle.” Frente a mí, un niño de casi 5 años me pregunta qué quiero y al contestarle, me da la espalda gritando, “papá, te busca un señor”. Alcancé a verlo a lo lejos sentado en una silla de lámina. Se acercó a paso lento y me reconoció, cosa que no era recíproco en mi cabeza.

-“Hola hijo, ¿qué sucede?”

De todas las palabras que se habían acumulado en el camino, los reclamos silenciosos de abandono, de no saberlo vivo,  las ganas de ese abrazo y tiempo compartido, sólo pude darle el mensaje de mi madre, tal y como me lo dijo, darme la vuelta e irme a mi mundo, del que él no era parte.  El alivio llegaba a mi de manera creciente conforme me acercaba a casa, a ese hogar que mi madre nos había otorgado.

Pronto mi madre cumple 100 años. Ella estudió la primaria nocturna y al mismo tiempo trabajó en la cafetería, cosa que hizo por más de 50 años. A sus hijos nos regaló la posibilidad de estudiar y lograr tener licenciaturas y trabajar, nos enseñó a vivir en el presente y dejar atrás lo que duele. 


Citlalli Berruecos. Tiene estudios de Sociología en la UNAM y la Universidad Complutense de Madrid, España. Licenciatura en Lengua y Literatura Inglesa, UNAM. Maestría en Educación con especialidad en Educación a Distancia, Universidad de Athabasca, Canadá.

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