Uno de los valores que más aprecio es el del respeto. Es quizá la base más importante de la convivencia en cualquier ámbito. He platicado con amigas y colegas sobre cómo éste a veces puede ser más importante que el amor o la amistad. Para trabajar con otros, por ejemplo, no se necesita ser amiga o amigo de ellos, se necesita una disposición a la tarea y un reconocimiento y consideración a lo que cada quien es capaz de aportar. Si además nacen amistades del trabajo, es un bonito agregado, pero no un requisito.
Una pareja puede declararse constantemente su amor y ser sinceros al respecto, pero al mismo tiempo ofenderse o agredirse constantemente, lo que desgasta la relación, por mucho amor que se tengan o expresen.
Aunque al leer este texto no creo que alguien esté en desacuerdo con la importancia del respeto para la convivencia, sí creo que tengamos opiniones diferentes sobre lo que es el respeto, si reflexionamos sobre una serie de prácticas generalizadas en el trato hacia los otros. He pensado por ahora en dos visiones del respeto.
La primera, desde una concepción autoritaria y clasista, que entiende el respeto como aquel que solo deben profesar “los de abajo por los de arriba”: los menores por los mayores; los subordinado/as por los jefe/as; los empleado/as por los clientes; los alumno/as por los maestro/as; los hijos e hijas por los padres y madres; la familia por el “jefe de familia”. A esta convicción de respeto corresponden frases como “porque soy tu padre (o tu madre)”; “porque lo mando yo”; “porque soy el mayor”; “porque para eso te pago”; “porque tú quién eres”; “dale su lugar porque es tu padre”.
Si estas frases les parecieron bruscas, pensemos en las sutilezas de quien se dirige de “tú” al que atiende en cualquier lugar, como parte de su trabajo, y se siente con este derecho, aunque sea mayor que él, porque al “servirle” es en automático un “inferior”. No se necesita representar una grotesca escena de “lord” o “lady” insultando a un servidor o haciendo alarde de una superioridad económica o social, los “microclasismos” están en los desplantes más tenues.
La segunda concepción de respeto parte de una convicción genuina de que cualquier otro merece mi respeto, y el mismo trato que profeso al mayor o al menor, al conocido o al desconocido, al subordinado o al jefe. Sí, a cualquiera. Como dicen los letreros de los establecimientos, ordenados por el Consejo Para Prevenir la Discriminación-COPRED CDMX, sin importar su “origen nacional, lengua, sexo, género, edad, discapacidad, condición social, identidad indígena, identidad de género, apariencia física, condiciones de salud, religión, formas de pensar, orientación o preferencia sexual, por tener tatuajes o cualquier otra razón”. Y este trato igual a los diferentes es algo que no suelen enseñarnos, la educación tradicional hace un gran énfasis en el trato diferenciado.
Esta concepción de respeto, en una que sociedad clasista, racista y discriminadora como la nuestra, sí requiere de una educación y una conciencia cívica y ética desarrollada, que resista a esta cultura dominante en la que el clasismo está normalizado en una enorme cantidad de prácticas extendidas como la de asumir que las personas “tienen una muchacha” y no que emplean a una persona para el servicio doméstico. Esta distinción, entre otras, no es una corrección política. No se trata de hacer un catálogo de “se dice”, “se debe decir” (ay, pues en una de esa ayuda…), sino de una invitación para revisar cómo nos posicionamos frente al otro en general.
Adriana Segovia. Socióloga por la UNAM y terapeuta familiar por el ILEF.