sábado 27 abril, 2024
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COLUMNAS POLÍTICA DE LO COTIDIANO

POLÍTICA DE LO COTIDIANO  #8M: Pintarrajear la academia

Por. Guadalupe Salmorán y Adriana Segovia

 

Una de las primeras luchas de las mujeres por la igualdad fue lograr el derecho a la educación. Después de aquellos primeros planteamientos de las mujeres en la Revolución Francesa, han tenido que converger muchos siglos, muchas luchas feministas más, muchos cambios en políticas públicas, así como un gran número de batallas culturales cotidianas a nivel social, individual, familiar y en instituciones educativas de todos los niveles, para que se vaya perfilando una igualdad sustantiva en materia de educación en nuestros días y nuestras universidades.

Quienes se dejen llevar por las realidades formales creerán que desde hace muchos años no se cuestiona en el medio urbano mexicano el acceso de niñas y niños por igual a la educación. Sin embargo, la mirada más aguda y sensible a las desigualdades “sutiles” del género podrá hacer un recuento muy frecuente de las veces que las mujeres se tienen que topar con las puertas cerradas, los micrófonos cerrados, los lugares ocupados o simplemente la interrupción y el arrebato de la palabra, o el texto, en los ámbitos escolares y académicos, por parte de los hombres y sus privilegios, a los que a veces se suman privilegios de clase, edad, o “alcurnia” familiar.

Mientras más se eleva el nivel académico, más se va cerrando el pasillo por el que pueden pasar con naturalidad las mujeres. Cómo pasamos de ser casi mitad y mitad de niñas y niños en la secundaria o en la prepa, a la disminución drástica del número de mujeres, dependiendo de la carrera, en la licenciatura y todavía más en los posgrados. 

Una de mis consultantes en el último año de su prepa, con muchas ganas de estudiar Medicina y contando con el promedio para su pase automático en la UNAM, se cuestionaba si debía elegir esa carrera, ya que varios de sus familiares la estaban desanimando para que no lo hiciera. “¿Pero cuáles son sus argumentos?”, le pregunté. “Pues que no me ven ahí, que es muy difícil, que no voy a aguantar, que mejor estudie Nutrición, que no voy a poder atender a mis hijos”. Ni uno solo de los argumentos tenía que ver con su excelente desempeño académico, apuntaban más bien, muy sutilmente, a su ser mujer y la expectativa familiar de que fuera madre y subordinada económica. 

Son esas “casi imperceptibles” cerraduras de género para las que muchas mujeres hemos desarrollado una sensibilidad de percepción para reconocer cuando nos están dando un codazo metafórico para decirnos que ahí no cabemos. Y desafortunadamente, así como por mucho tiempo la violencia de género era más fácil de cuantificar de acuerdo a la visibilidad y duración de un golpe, y tuvieron que irse agudizando las formas de reconocer las violencias psicológicas y simbólicas, las discriminaciones en el ámbito académico han tenido que ir siendo peleadas con gritos desesperados y pintarrajeadas simbólicas después de tanta invisibilización de estas discriminaciones. Me toca en el ámbito clínico apoyar a muchas mujeres a mirarlas. Ellas y otras se preparan, se empoderan y toman valor para librar esas batallas cotidianas, y se tranquilizan a veces cuando se dan cuenta que un malestar, una depresión, un enojo que no sabían de dónde venía, tiene su fuente en muchas formas “sutiles” de la discriminación y la violencia simbólica de la vida académica, que incluyen el no ser vistas, escuchadas ni consideradas. Y que cuando toman conciencia tienen que pelearse “a gritos” o “abrirse camino a codazos”. Es una lucha que no avanza con las formas no enojadas, no indignadas y en voz baja que la cultura patriarcal quisiera que guardáramos en los ámbitos académicos. Difícilmente los privilegiados van a abrir el paso gozosa, automática y voluntariamente. Se necesita librar todos los días esa batalla cultural para que estos hombres se sumen a la conciencia de la discriminación y a la construcción de la igualdad. Habremos avanzado cuando no sea necesario gritar ni pintarrajear, ni en Reforma ni en la academia. Afecta nuestras relaciones. Es cansado.

He dialogado sobre estos malestares con muchas consultantes y amigas. Cedo la palabra a mi amiga Guadalupe, y le agradezco su honesto y valiente viaje a su corazón académico para compartirnos su reflexión:

Antes de continuar quiero aclarar dos cosas. Primero, que no está escribiendo una “víctima de sus circunstancias y sus emociones”. Creo que colocarse ahí en vez de hacer oír la propia voz, la debilita. Segundo, no quiero escribir en primera persona, porque no se trata sólo de mí. Asumiendo los riesgos que implica toda generalización, me atrevería a sostener que cualquier mujer académica en México ha sufrido los efectos de al menos una de las prácticas “veladas”, igualmente normalizadas que aquí señalo. Soy partidaria de los diálogos entre todxs –he aprendido que interpelar a las complicidades es urgente y necesario– pero hoy les hablo a ellas. 

Las prácticas para marginar, desautorizar y cancelar las voces de las mujeres en la academia son múltiples, pero casi siempre las mismas. Hoy quiero señalarlas, nombrarlas y arrojar luz sobre ellas. En general, entre colegas no solemos hablar mucho de los “retos y obstáculos” que las que nos dedicamos a la academia afrontamos todos los días en tanto que mujeres. Aunque enredada, la frase anterior me deja puntualizar que primero somos académicas y después mujeres. Con ello invierto de forma deliberada el orden que “los otros” nos asignan, en ocasiones, impensadamente. Para muchos somos primero mujeres y luego académicas. Una de las formas más efectivas para recordártelo es decirte que te invitan a sus eventos (y si tienes suerte, a sus publicaciones), no por tu experiencia, tus conocimientos o tus méritos, sino porque “les hacen falta mujeres”. 

Es impresionante cómo “lo políticamente correcto” puede traer los resultados más paradójicos. Sigo con los ejemplos. Algunos no tienen ningún empacho en insinuar que “te incluyen” a sus seminarios porque no había de otra; porque lo mandó la jefa (otra mujer). Hay otros que no hacen alusión a tu condición de “mujer”, pero te incorporan a sus eventos como moderadora, para cumplir con las formalidades. Algo similar sucede en los comités de tutores, las invitaciones como “suplente 4” no faltan, si eso ayuda a disimular que no se trata de una discusión más entre varones. Ni te atrevas a cuestionarlo, “las cosas siempre han sido así” (léase: un sistema de jerarquías en el que quienes comandan son ellos). Ni hablar de los colegas que no te invitan a sus eventos, no importa si eres experta en la materia; antes preferirán invitar al improvisado de turno a “washawashear” sobre el tema, su “prestigiado” nombre le abrirá camino en muchos espacios, aunque no sean de su especialidad.

No es raro que siendo mujer recibas comentarios sobre tu apariencia (tu cuerpo o tu ropa o las dos) o se dirijan a ti por tu nombre de pila (en diminutivo siempre que se pueda) o con otros sobrenombres como “señorita”, “jovencita”, “chica”, “niña” o “señora” (esta última especialmente cuando están enojados) en lugar de “Doctora”, como hacen ellos con sus pares. Tampoco es inusual que tus opiniones o sugerencias sean ignoradas o pasadas por alto en un conversatorio. Junto a otras más agresivas como ser interrumpida mientras estás hablando, señalarte con el dedo y alzar la voz en los casos más extremos. Sin olvidar aquellas otras prácticas que contribuyen a minimizar tus logros, aplicando, por ejemplo, estándares diferentes o más estrictos cuando tu quehacer es contrastado con el de un hombre.

El repertorio es realmente amplio. Siguen publicándose y (peor todavía) seguimos consumiendo libros, capítulos de libros, artículos y ensayos enteros escritos por hombres (y también por mujeres) que citan puros hombres casi por completo ¿te has fijado? El sesgo es tan aceptado que se asume como un criterio universal de pertinencia y relevancia de incuestionable moralidad profesional. No se dan cuenta que al hacerlo siguen reproduciendo (¿y perpetuando?) la exclusión y asimetría de poder que desde milenios ha existido entre hombres y mujeres en beneficio de ellos mismos.  

¿Qué cómo se siente eso? Tengo una respuesta simplona pero franca: “de la chingada”. Las disparidades de rendimiento académico (y mucho menos la violencia de género) entre hombres y mujeres no se debe a que a las mujeres “nos haga falta trabajar en nuestra autoestima”, como dijo el año pasado un prominente colega de la UNAM. ¿Cómo te sentirías en un espacio de trabajo donde tu voz es constantemente desautorizada, marginada, descalificada y/o borrada? Insisto, de la chingada. Traducción: constantemente mal, frustrada, agüitada, molesta y cansada. Todo al mismo tiempo.

No quiero lidiar con esto compitiendo de la forma en la que ellos están acostumbrados. No quiero imitarlos. Tampoco me interesa convertirme en una “abeja reina”. No quiero aprender a aguantarme con una actitud estoica como hacen mis mayores. Lo que quiero es respeto e igual dignidad de trato en lo que hago. Ni más ni menos.

Hoy escribo esto como desahogo, en eso que quiso tomar la forma de un llamado a mis compañeras. Estoy convencida de que es un paso necesario para la acción. Porque no pienso quedarme callada, ni cruzarme de brazos a ver cómo las cosas nos siguen sucediendo. Por ahora, nos vemos en las calles.

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