Mi vecina me regaló una sonrisa cargada de cinismo que contrastó con una mirada llena de ternura…
Carmen tenía uno de esos rostros que siempre son familiares, como si nos hubiéramos conocido en otra vida. Era mi vecina. A veces hablábamos y en alguna ocasión le hice el súper o surtí sus recetas médicas y ella me trajo algún pastelillo a la casa. Nos distanciamos después de que se le hizo costumbre estacionar su coche en mi lugar. Cuando se lo comenté, se sintió ofendida.
¿Por qué no se estacionaba frente a su casa como lo hacía antes de que la conociera? ¿Por qué tenía que hacerlo frente a la mía?
Dijo que porque en mi lugar había sombra y que como yo no estaba… Estaría eventualmente, le respondí, “salgo a trabajar, no es que esté muerta y mi lugar lo pueda ocupar cualquiera”.
Me regaló una sonrisa cargada de cinismo que contrastó con una mirada llena de ternura, como queriéndome decir “qué ingenua eres” y ahí terminó nuestra incipiente amistad.
Después del desencuentro, sólo la saludé de lejos cuando nuestros caminos se cruzaron. Su sonrisa era una mezcla de tristeza y amabilidad. Yo ofrecí medias sonrisas, casi podría decir, gestos expiatorios, porque me sentía culpable de nuestra separación. Éramos dos mujeres solas, y aunque a las dos nos dolía el aislamiento, siempre pensé que a ella le pesaba más.
Muchas veces me desperté sobresaltada en medio de algún sueño en el que le cedí mi espacio para que estuviera contenta. Sentada en la cama, dejaba que el temblor en el cuerpo, la sacudida del coraje que genera ser objeto de un abuso, cediera. Pero, ¿por qué tenía que soportar injusticias? Ya bastante había pasado en mi vida como para aguantar a una chantajista con cara de dulce. E inmediatamente, de tan sólo pensarlo, me sentía culpable. ¿Quién era yo para juzgar? ¿Cómo era posible que no tuviera compasión? Sí, era verdad lo que decían, me había vuelto dura, insensible, incluso cruel.
Eran noches eternas debatiéndome entre el castigo, obligándome al insomnio o perdonarme, mostrar un poco de paciencia conmigo misma y dormir, que buena falta me hacía.
¿Para qué tanto alboroto? A mí nada me costaba estacionar mi coche unos metros adelante, yo sí tenía las dos piernas, y a ella le era más difícil manejar y caminar con los bastones.
Dejé de encontrármela. De vez en cuando me dio curiosidad saber si seguía viva, pero al minuto la olvidaba, ocupada en mis quehaceres cotidianos.
Volví a ver que la puerta de su casa se abrió cuando llegó su hermana, Fabiola. A veces venía de visita. Vivía en África y Carmen la adoraba. Era una mujer de andar firme, risueña, pero con el ceño permanentemente fruncido. Era práctica y más de una vez ayudó a Carmen a salir de sus eternas depresiones. Sentí un poco de alivio al saber que no estaría tan sola, al menos por un tiempo.
Durante tres días, las vi entrar y salir.
Sentada sobre la escalinata frente a la puerta de mi casa, por las noches, cuando me entretenía observando las estrellas, también escuché sus risas. No podía evitar la nostalgia, incluso llegué a envidiarlas. Las imaginé juntas, compartiendo tazas de café; Fabiola, gran fumadora, con un cigarrillo en la boca y a Carmen, siempre más miedosa, comiendo chocolates de manera compulsiva. Llegué a inventar –no sabía por qué me parecían tan reales– escenas en las que peleaban. Fabiola, desesperada, intentando que Carmen entendiera que la vida seguía sin importar lo que hubiera pasado y mi vecina, terca, o quizá impotente, sin poder ver más allá de sus cada vez más numerosas arrugas, que le recordaban igual cantidad de fracasos.
La cuarta noche fue diferente. Las había visto llegar, no tan sonrientes, quizá cansadas. Después, sólo silencio. Estuve atenta para ver si escuchaba algo, pero después se me olvidó y me fugué de nuevo con las estrellas, cerré los ojos, como de costumbre me tumbé sobre el pasto y dejé que mi piel sintiera el frío intenso colándose hasta los huesos.
Al día siguiente vi que abrieron la puerta para sacar un féretro. La sangre se me bajó a los pies. Fabiola me dirigió una mirada de desprecio. Me acerqué con torpeza a preguntar qué había sucedido.
—¿Qué, no se nota?— respondió furiosa.
—Lo siento, de verdad.
Ya no dijo nada. Subió al auto de la funeraria y así, sola, enterró a su hermana.
Toda la tarde sentí miedo. Una angustia de lejos. Quizá era la culpa por no haber comprendido bien a Carmen en vida, por no haberle cedido mi lugar y haberla hecho pasar malos ratos. Quizá era recordarla siempre triste y lamentar que no tuvo tiempo de cambiar nada. La sangre corrió helada dentro de mi cuerpo. La muerte que pone punto final. La muerte, rotunda, sin segundas oportunidades.
Quise esperar a que Fabiola regresara para ofrecerle algo de comer, pero me quedé dormida.
Por la noche escuché su voz detrás de mi puerta. Repetía mi nombre en medio de un llanto desconsolado. Ofreció una disculpa por su actitud. Me pidió que la entendiera y me explicó su situación. Debía regresar a su trabajo. Había arreglado el papeleo, pero no tendría tiempo de vaciar la casa. ¿Podría yo cuidarla mientras ella la ponía a la venta?
—Por lo que alguna vez nos unió—imploró y su voz sonó lejana, como un eco.
Se me partió el corazón. En nuestros escasos encuentros, Carmen me habló tanto de ella que hasta la llegué a estimar. Por eso acepté. Era una oportunidad para lavar mis culpas. Me dejó las llaves y se despidió sin consuelo. No supe decirle cuánto lo sentía, hubiera querido abrazarla pero me quedé inmóvil, observando su partida.
Me refugié algunos días en mis pensamientos y quehaceres. Llegaba todas las noches rendida, sintiendo el cuerpo muy pesado, me recostaba y no sabía más de mi hasta el día siguiente, cuando la culpa me volvía a despertar.
Una tarde en la que hurgué dentro de mi bolsa en busca de servilletas o algo con qué limpiarme tanto llanto, encontré las llaves de Carmen. Había pasado una semana y pensé que era el momento de entrar a su casa, un tanto por curiosidad y otro tanto para ver en qué estado la habían dejado. No quería reclamaciones injustas.
El pasto todavía tenía algunos tonos verdes, pero estaba en franca agonía. Las hojas secas se acumularon al pie de la puerta. Abrí con un dejo de asco porque en el fondo era una obsesiva de la limpieza.
Estaba a oscuras. Olía a polvo, a humedad que de inmediato asocié con exceso de lágrimas. El aire, denso, guardaba algo de dulzura, aroma de un perfume conocido que flotaba y se enredaba en mi cuerpo.
Caminé por el pasillo de la entrada, rozando las paredes con las palmas de mis manos, sintiendo la textura porosa fundiéndose con mi piel, casi dictándome el color gris, antes blanco, que tenían los muros. De pies a cabeza me recorrió un escalofrío. Tardé un poco en recuperar el ritmo de la respiración que se había agitado y el latido de mi corazón, aprisa, inundaba todo el espacio.
Logré calmarme y pensar. Como en todas las construcciones del barrio, el apagador debía estar al fondo. Encendí las luces.
Otra vez la respiración comenzó a acelerarse, pero ya no la detuve. Giré primero hacia la izquierda para ir a la recámara. La vista se clavó sobre el buró. Encima había uno de mis libros favoritos y un diario. Las manos me temblaron. ¿Quién era Carmen? ¿Por qué tenía eso ahí? Abrí el cuadernillo y comencé a leer una letra manuscrita que se parecía a la mía. Lo cerré de golpe. Alcé la vista y miré alrededor. La decoración era igual a la de mi casa.
Salí de ahí y regresé al pasillo central, atónita, casi sin aire, tiritando de miedo. Sentí los ojos desorbitados y los latidos violentos del corazón. Decidí hacer lo que nunca hice en mi vida: me hinqué y recé.
Un sudor frío perló mi frente y mis manos. Me puse en pie tambaleándome. Tenía que saber y fui directo a la mesa que dividía a la sala del comedor. Ahí estaban. Una decena de portarretratos con fotos de mi infancia, de mi juventud, abrazando a mis padres, jugueteando con mi hermana y una más, la de mi cumpleaños número 45, antes del accidente que nos dejó huérfanas, y a mí, inválida.
El tiempo se detuvo. Caí sobre la alfombra que me regaló la última ilusión de mi vida, de nombre Gerardo. Ilusión que se esfumó cinco años atrás cuando descubrió que el accidente no sólo había mutilado mis extremidades sino mi voluntad, mi ánimo, mi alegría. Lloré sin cesar hasta que no quedaron lágrimas, hasta sentir las cuencas de los ojos vacías, secas, la boca agrietada, los músculos rígidos, el corazón hecho piedra.
Las piernas, como aquella tarde, ya no respondieron. No me pude levantar. Me arrastré hasta la sala. Creo que fue mi hermana quien dejó los bastones recargados sobre un sillón. Esos bastones que ella misma me mandó hacer a la medida antes de que me dieran de alta en el hospital, antes de que ella se fuera porque era insoportable verme, ser el recordatorio permanente de la desgracia.
Los tomé y caminé hasta el baño para enjuagarme la cara. Pero el rictus no desapareció.
Pobre hermanita mía, pobre Fabiola. Quizá la tristeza y el asco le impidieron limpiar el tiradero salpicado de rojo que dejé en la regadera, cuando decidí que valía más convertirme de una vez en una sombra, que vivir fingiendo ser una.
Diana Teresa Pérez. Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica. *Ilustración: Chepe.