“Cinco horas en la cocina y un dolor de espalda que no se lo desearía a nadie”.
Estaba enrollando unos tacos de pollo cuando llegó Luis:
¾¿Qué crees? Vienen unos amigos a cenar, ¿por qué no también haces un guacamole?
Y por quinto día consecutivo partí aguacates, lloré con la cebolla, piqué el chile y me pregunté por qué mi piel tenía cada vez más impregnado el olor a cocina aún cuando me tallaba con el estropajo más duro que encontré.
¾Ni modo que nada más les demos tacos, ¿cómo ves una sopita?¾ sugirió durante su visita de inspección alrededor de la estufa, luego de perfumarse y arreglarse para recibir a sus invitados.
También hizo falta arroz y como sus amigos son de buen apetito, mariné unos bisteces para que no se quedaran con hambre. Total: cinco horas en la cocina y un dolor de espalda que no se lo desearía a nadie.
Casi me quedo dormida bajo la regadera. El grito de Luis me espabiló.
¾¡A ver a qué hora, Carmen! Ya están llegando los invitados.
Serví y recibí elogios de manera indirecta: “¡Qué bien atendido estás, Luis!”, “el guacamole está delicioso”, “¡cómo te consienten!”.
Lavé los platos mientras los amigos se acomodaron en la sala. “Ahora sí me tomo una cervecita y me uno a la plática”, pensé.
¾Ay, Luis, igualito que siempre. Como cuando éramos novios¾ dijo Laura y dio unas palmaditas cariñosas al muslo de mi marido.
¾¿Una copita, Lau?¾preguntó él huyendo de la escena.
¾Sí.
¾¿Tú estás bien, Julián?
–Sí.
Me pregunté a mí misma si quería una. Acepté mi oferta y cuando regresé de la barra, el círculo estaba cerrado. De cualquier modo me acerqué. Quizá en algún momento me integraría.
¾Ya hace hambre otra vez ¿no? ¿Dónde estás, Carmen? ¡Ah! Aquí andas. Oye, mi vida, ¿calientas la sopita que te quedó tan buena?
¾¡Ay, Carmen, hazte para allá! Apestas a aguacate.
Yo dormía en una orilla y él hasta el otro extremo, como temiendo que lo arrastrara al centro. Pero ya no me interesaba el papel de acosadora sexual o de oso de peluche. Mejor así, porque el dolor de espalda…
Al día siguiente, en el súper, me enteré por Laura que me iba de vacaciones a Huatulco. Recomendó que aprovechara la playa porque de regreso habría tanto quehacer que no quería estar en mi lugar. Entonces supe que a mi cuñado lo había abandonado su esposa con todo y niños y mi marido ya les había ofrecido hospedaje.
¾Luis es un amor¾ consideró Lau.
¾¿Sí, verdad?
Cuando llegué a casa estaba hecho una furia porque no había preparado mis maletas y volvió a enojarse cuando pregunté cómo estaba ese asunto de su hermano.
¾No le negarás ayuda a mi familia o, ¿sí?¾ me regañó y dio por terminada la discusión.
No pude ir al mercado a comer mole negro porque le dolía el estómago; tampoco bajamos al bar porque justo esa noche –y sólo esa–, decidió que ya no bebería; el mar sólo lo vi desde la alberca del hotel porque estaba “asqueroso”, según uno de sus compañeros de trabajo con quien se la pasó hablando todo el fin de semana en el celular. Sin esos detalles, el viaje estuvo padrísimo.
Viernes por la noche. Preparé algo sencillo que el horno terminaría y esperé en la terraza tratando de entender por qué no se me quitaba el olor a cilantro. Sólo quería silencio.
Había sido una semana agotadora. Los niños, de cinco y seis años, requerían mucha atención y cuidados. Alimentarlos, bañarlos; me convertí en el réferi de sus peleas y guardián de mis cuadros y adornos para que no se rompieran en una de sus corretizas y aun no entiendo por qué mi cuñado dejaba rastros de barba por todo el baño.
¾¡Qué! ¿Estás loca?
Por poco tiro la cerveza que acababa de abrir del susto que me dio. Luis entró en pánico cuando me encontró con los pies hacia arriba, el cabello suelto y abriendo la lata de “¡alcohol!”.
¾¿Así cuidas a los niños? ¡Qué barbaridad!
Mi cuñado, amablemente, rompió con la tensión:
¾¡Qué rico huele!, ¿qué preparaste?
Regresé a mi destino, la cocina. Luis, se olvidó de mí hasta que antes de irse de fiesta, recomendó que me bañara porque era una “enchilada ambulante”.
Así lo hice y aunque no había querido tomar la medicina que el doctor me recetó, esta vez, el dolor de espalda era insoportable.
Me senté en la cama y me llevé una pastilla a la boca. ¡Qué distinta era mi vida a como me la había imaginado! Un traguito de tinto. Cómo me reía cuando iba en la universidad y ¡cuánto hablaba! Mejor me tomo esa pastilla de una vez. Ya me tengo que pintar las canas. ¿Cuántas pastillas dijo que me tomara? Creo que una más. Uy, y cuántos planes. ¡Ah, chispas! Se me fueron dos. Estas botellas no duran nada. Al menos no estoy tan arrugada como Laura. ¿Ya me tomé la pastilla? Vamos a ver, yo lo que quería era… No me acuerdo… ¡Qué frío! ¿Cómo era?
¾¡Ay, Laura! Digo, Carmen, ¡hazte para allá! No te bañaste. ¡Carajo! Como si fuera la primera vez que voy al bar. ¡Ya! Muévete. Ahora sorda. ¡Ah caray! Estás helada. ¿Carmen?
Luis me sacude con fuerza y aunque intento responder no me salen las palabras. Cada vez lo escucho más lejos… ¿qué era eso que quería?
Diana Teresa Pérez. Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica. *Ilustración: Chepe.