Un cuarto que concentraba todo, hasta un vacío seductor.
Se vendió el departamento, así que regresé para recoger algunas cosas y dejarlo listo para la entrega. Apenas puse un pie dentro, me invadió una conocida tristeza que creí olvidada.
Hacía ya dos años del adiós y al parecer, ni la yoga ni los nuevos amigos, ni el cambio de colonia, pudieron aliviar esa punzada a mitad del pecho que he querido adjudicar a fuerza a dolores propios del tabaquismo.
Caminé despacio, por el lugar ya vacío, como pidiendo permiso a los fantasmas. El piso de madera oscura que pulimos tantas veces y que ahora tenía polvo encima, me dio la bienvenida con pequeños rechinidos cada vez que sentía mi pisada. Los muros blancos y amarillos, parecieron iluminarse cuando posé mi mirada sobre ellos, como si se alegraran de verme otra vez ahí.
Me detuve a mitad de lo que era la sala y el comedor y casi sin quererlo, como si fuera el ritual que se esperaba, me dispuse, mansa, a la tortura.
Con lujo de detalle, recordé cada mueble, el lugar en dónde los compramos, los pleitos por ver en dónde quedarían mejor, la discusión por el color que pusimos en las paredes. Sonreí.
Mis pies me condujeron directo a una de las recámaras, la “nuestra” –para mí siempre lo será– y por un momento me sorprendí de no vernos. Me dejé resbalar por una de las paredes hasta quedar sentada sobre el piso con las piernas cruzadas.
Alerta. No podía ver nada ya. Quizá podría escuchar. Sí. Pláticas, risas, llantos. Este cuarto concentraba todo. Recuperé tu olor a tabaco y cítricos, casi sentí tu abrazo, la piel se erizó y quizá la impaciencia por envolverme de nuevo en ti, provocó que en el último instante la imagen se evaporara.
Me puse en pie de golpe. No me dejaría caer de nuevo en ese vacío seductor en el que habité tanto tiempo. Había hecho un enorme esfuerzo por acallar tu voz en mi mente, para levantarme día tras día y más aún para conciliar el sueño. Las únicas veces que lo logré fue cuando me atraganté de pastillitas o de enormes pasteles, hasta quedar abotagada, fuera de mí, sólo así, no teniendo registro de mi propio cuerpo, podía soñar.
Basta. Fui hacia el estudio, abrí el clóset y ya sin pensar, saqué una a una las cajas llenas de fotos, libros, papeles que quedaron ahí olvidados.
Pero mi tristeza no me dejaría ir tan fácilmente. Entre caja y caja se coló por mis ojos, haciéndolos de agua. Paré la labor y concedí cinco minutos más a la nostalgia que, entusiasta, sugirió que husmeara un poco entre el papelerío.
Rasgué la cinta canela y como un mago metí la mano dentro de una caja de cartón. Lo primero que sentí fue la textura porosa de una hoja de papel grueso. A tientas, llegué a su borde y al querer levantarla con el dedo medio, me di cuenta de que no saldría sola. Era una especie de cuadernillo y al salir de la oscuridad en la que estuvo por meses, lo reconocí de inmediato: el manual para armar el escritorio que te regalé de cumpleaños.
Me senté en el suelo, como esa misma tarde, con el librito en las manos. Aquella vez, como una niña emocionada estaba lista para seguir las instrucciones, olvidándome del festejado, convertido en otro niño furioso, paralizado bajo el dintel de la puerta, queriendo asesinarme con la mirada.
Tu figura alta y gruesa casi abarcando la totalidad del marco. Tus ojos verdes se hicieron aún más grandes detrás de los lentes que casi nunca te quitabas y metiste las manos en los bolsillos del pantalón, quizá para no utilizarlas sobre mi garganta. Yo te veía de reojo, concentrada en armar el regalo que me apropié. Como siempre, tu cariño por mí te venció. Suavizaste la mirada, me sonreíste con ternura y te sentaste a mi lado, dispuesto a ayudarme.
No pude contener el llanto y no sé por qué, mientras mojaba la portada del manual, recordé esa canción que a veces cantábamos a dos voces en la tina: “uno vuelve siempre, a los viejos sitios donde amó la vida…”. Nos sumergíamos en el agua y ahí hundidos hasta el cuello, sólo dejando las caras al aire, cantábamos y nos corregíamos los tonos.
En un susurro apenas audible, tararé la canción mientras sentía como si una mano grande, como la tuya, me fuera oprimiendo el pecho cada vez más y más, exprimiendo todas las notas que quedaban. ¿Habrás sentido tú así? Creo que ni siquiera puedo imaginar lo que viviste esa mañana. Debió haber sido un dolor infinito, la gran mano del destino, porque ya no regresaste.
La canción seguía retumbando: “Por eso muchacha, no partas ahora, soñando el regreso”. Un pequeño sonido se entrometió en la melodía, uno que no había escuchado como parte de ella. Vacilé unos segundos. Era el timbre.
El joven que me ayudaría a sacar las cajas había llegado. Le entregué el manual y le di algunas indicaciones. Dejé la puerta abierta y me fui.
Diana Teresa Pérez. Impulsiva, incoherente, terca, insomne. Recuerda que nació en el antes DF, hoy Ciudad de México (aunque siempre está perdida). Cree que la comunicación es fundamental para crear, recrear y dejar testimonio del paso del ser humano en este mundo. Ha trabajado para los periódicos Crónica y Excélsior y para la revista Expansión. Ha publicado varios cuentos en revistas y antologías literarias. Actualmente imparte talleres de escritura autobiográfica. *Ilustración: Chepe.