Por Marisa Iglesias
Murió el 4 de diciembre, conectado a oxígeno, sufriendo dolores, con su camiseta de rockero. Murió de mañana, con su hijo mayor y compañero de parrandas. Tranquilo ya en sus últimas horas. Apagándose hasta que la rayita del aparato suspendió las pulsaciones y se puso, ya para siempre, horizontal.
El día anterior estuve ahí unas horas. Le acaricié el brazo, le di un beso en la frente manchada. Y ya no pude ver sus hermosos ojos verdes. Los ojos Aveleyra. Los que en la juventud enloquecieron a tantas mujeres. Los ojos fascinantes, demenciales, y profundamente vacíos de un hombre infeliz. “Desapegado de todo”, dijo su hija, con tristeza y sabiduría. Como uno de esos regalos con que la vida te compensa, pude reencontrarme con mis primos, Felicidad y Augusto, casi unos desconocidos.
Un par de años atrás yo lo busqué. Quise hablar con él. Quería que me diera información sobre el suicidio de mi abuelo, su padre. No nos habíamos visto en más de dos décadas y yo había heredado, de alguna manera, la animadversión de mi madre hacia él. Era la oveja negra. Un alcohólico irredento, un irresponsable, un perverso, un incurable. Lo vi de lejos, caminando despacito, canoso y jorobado. Cuando nos saludamos me dijo que me recordaba más alta y yo pensé que el que se había encogido era él. Sus ojos verdes eran igual de hermosos pero ya no brillaban. Tenían un aire de indiferencia duro, golpeador. Y nos pusimos a hablar.
Mientras él contaba cosas para mi pequeña grabadora de reportera, yo lo observaba y lo escuchaba, y los prejuicios se me iban cayendo y una enorme ternura me invadía. De pronto estaba en el café Barrio Latino de la Zona Rosa de los años 70 con mi mamá. En el escenario un rubio guapo, de ojos verdes, cantando bossa nova. Alberto Aveleyra, Dyno. Era su nombre artístico. Nunca me gustó, era como de Los Picapiedra. Yo, una niña de ocho o diez años escuchándolo hipnotizada. Me gustaba su música, me gustaba su voz, me gustaba su emoción al cantar. Pero algo no me gustaba. Algo no me gustaba de él.
Luego lo oí cantar mil veces en las fiestas de mi familia. Era muy bueno pero nunca estuvo en el mainstream. Tenía una clara vocación por la marginalidad. Y era su peor enemigo. Tuvo el éxito en las manos varias veces, y siempre lo dejó ir. Por no decir que lo reventó o lo saboteó. Ese fue su destino. O su karma.
Volverlo a ver me permitió sanar. Y creo que me permitió entenderlo, o al menos tratar. Esta noche de insomnio vuelvo a escuchar una y otra vez el video de un homenaje que le hicieron por 50 años de rocanrolero. Canta un bolero pero en la guitarra toca un suave bossa nova. Está ya viejo y canoso, su voz medio cascada, pero conserva el atractivo. Pinche viejito sexy. Y canta con mucho sentimiento. Un sentimiento triste. La saudade encarnada.
Con qué orgullo contaba de cuando a los 18 años había tocado el timbre de la casa de Tom Jobim en Río de Janeiro, con sus LP bajo el brazo. Jobim se asomó por la ventana y él le dijo que venía de México y que quería que se los firmara. Jobim le abrió la puerta, lo hizo pasar, le firmó los discos y le enseñó unos acordes de bossa. Wow…
Cuando murió, mi adorada amiga Miriam me mandó aquella entrañable canción de Serrat, Tío Alberto, un precioso vals que yo ya había olvidado. “Cató de todos los vinos, anduvo por mil caminos y atracó de puerto en puerto”. Pues así, pero sin tanta suerte como el tío de Serrat. Cuánto deseo que haya encontrado la paz.