RIZANDO EL RIZO  Pensar sin permiso: el estoicismo hoy - Mujer es Más -

RIZANDO EL RIZO  Pensar sin permiso: el estoicismo hoy

Por. Boris Berenzon Gorn

 

En medio de un mundo que confunde ruido con pensamiento y velocidad con inteligencia, el retorno del estoicismo no es una moda ni un capricho académico: es un síntoma. Un síntoma de que algo se ha roto en nuestra relación con el tiempo, con los otros y con nosotros mismos. La modernidad tardía —esa era de hiperconexión, fatiga emocional y culto al rendimiento— ha convertido la vida en un ejercicio de supervivencia psicológica, y en ese paisaje la antigua filosofía nacida bajo el pórtico ateniense aparece como un recurso insospechado: un refugio, sí, pero también una denuncia.

Zenón de Citio, naufragado de fortuna, pero afortunado en pensamiento, fundó el estoicismo no en una academia aislada, sino en un espacio público atravesado por el bullicio de la ciudad. Allí enseñó que la virtud pesa más que el éxito, que la coherencia interior es más valiosa que la aprobación externa y que la libertad no consiste en controlar el mundo, sino en gobernar la propia vida. La filosofía estoica nació, por tanto, para ser practicada entre personas reales, en comunidades reales, en sociedades turbulentas. Y no hay época que necesite más esa lucidez que la nuestra.

La distinción central entre lo que depende de nosotros y lo que no es hoy una herramienta casi subversiva. Vivimos atrapados en la obsesión por controlar aquello que, por definición, escapa de nuestro alcance: la opinión pública, la volatilidad económica, la política global, los algoritmos que nos clasifican y vigilan. Mientras tanto, descuidamos lo esencial: el juicio, las acciones, la integridad personal. Esta confusión permanente no es casualidad: es rentable. Sociedades alimentadas por la ansiedad y la indignación son más manejables que sociedades reflexivas.

Aquí el estoicismo adquiere un filo inesperado. No propone anestesiar las emociones, sino comprenderlas; no pretende crear sujetos indiferentes, sino sujetos libres del chantaje emocional que estructura buena parte de la vida contemporánea. La serenidad, en este contexto, no es evasión; es resistencia. Un sujeto que piensa sin permiso, sin dejarse arrastrar por la tempestad de estímulos, es un peligro para cualquier forma de poder que se nutra de la distracción y del miedo.

Pero el estoicismo no se agota en el individuo. Los antiguos estoicos sabían que la virtud se ejercita en la polis, no en el aislamiento. La responsabilidad, la justicia y el cuidado mutuo eran parte esencial de su filosofía. Esa dimensión comunitaria adquiere una urgencia particular en una época donde la ciudadanía se ha degradado en trámite burocrático, donde la política se disfraza de espectáculo y donde la pertenencia ha sido sustituida por identidades consumibles, intercambiables, rentables.

La cultura tampoco escapa a esta crisis. Lo que debería ser un espacio de significado y pensamiento se convierte, demasiadas veces, en un escenario dominado por métricas, patrocinadores y algoritmos. La creación se mide por alcance; la reflexión, por rendimiento; la experiencia estética, por reproducibilidad. En este paisaje, el estoicismo recuerda que el valor de una obra no reside en su viralidad, sino en su verdad; que el pensamiento no necesita trending topics para existir; que la integridad es una forma de belleza.

El riesgo, sin embargo, es convertir al estoicismo en un refugio complaciente. Mal interpretado, puede transformarse en resignación, en una invitación a aceptar lo intolerable con una serenidad que raya en la indiferencia. Esa lectura empobrece la filosofía y la vuelve cómplice de aquello que pretendía combatir. El estoicismo exige lucidez, no sumisión; discernimiento, no fatalismo. No nos pide tolerar injusticias, sino enfrentarlas sin resentimiento, sin odio, sin perder el alma en el intento.

Leído con cuidado, el estoicismo no propone renunciar al mundo, sino participar en él con dignidad. Ofrece una ética para gestionar la confusión, un método para pensar en medio del ruido, una pedagogía para no quedar atrapados en la velocidad ajena. Invita a una vida donde la virtud no es un ideal abstracto, sino una práctica cotidiana: ordenar el pensamiento, reconocer lo esencial, actuar con responsabilidad, resistir sin espectacularidad.

En tiempos de crisis acumuladas —sanitarias, climáticas, económicas, culturales— la filosofía de la Stoa se vuelve un mapa alternativo. No un camino fácil, sino uno claro. No una solución instantánea, sino una orientación duradera. Su propuesta sigue siendo radical: vivir conforme a la razón en una época que celebra la impulsividad; ser justos en un tiempo que premia la astucia; ser sobrios en un mundo obsesionado con el exceso; pensar sin pedir permiso.

Quizá por eso incomoda: porque exige carácter, en un tiempo que prefiere la comodidad; porque pide coherencia, en una época adicta a la apariencia; porque exige libertad interior, en un sistema construido sobre la dependencia emocional. Pensar sin permiso —el gesto estoico por excelencia— es hoy una forma de resistencia cultural.

Tal vez, en medio de este vértigo global, el mayor acto de rebeldía ya no sea gritar, sino pensar. No reaccionar, sino discernir. No acumular ruido, sino construir sentido. El pórtico que imaginó Zenón sigue abierto: no como ruina, sino como posibilidad. Y en tiempos donde todo parece desorientado, volver a él no es un gesto arcaico, sino una forma de recuperar el futuro.

Ilustración. Diana Olvera

Manchamanteles 

El estoicismo ha sido, desde la Antigüedad, una de las fuentes más discretas, pero más constantes de la literatura. No solo porque sus figuras —Séneca, Epicteto, Marco Aurelio— escribieron obras que desbordan reflexión moral y precisión poética, sino porque su mirada sobre el mundo ha modelado una tradición narrativa que entiende la existencia como una lucha interior, una conversación con uno mismo. En la literatura moderna, el eco estoico se percibe en personajes que resisten sin estridencia, que enfrentan la adversidad con lucidez más que con heroísmo, que descubren en la serenidad un acto de rebeldía contra un mundo caótico. Desde los diarios íntimos hasta la novela psicológica, desde el ensayo filosófico hasta la poesía del despojo, el estoicismo ha dado forma a una sensibilidad literaria que privilegia el discernimiento sobre la teatralidad, la precisión emocional sobre el sentimentalismo, la dignidad sobre el dramatismo. La literatura que respira estoicismo es aquella que no busca consolar, sino despertar; que no adoctrina, sino afina el carácter; que no anestesia, sino ilumina. En ella, pensar se convierte en estilo, y la lucidez —sin excesos, sin ruidos, sin adornos— es la forma más profunda de belleza.

Narciso el obsceno

El estoicismo ordena el mundo interior; el narcisismo lo deforma hasta convertirlo en vitrina.

 

P.D. Tomaremos un descanso invernal hasta la segunda semana del próximo año, así que deseo a mis  lectores unas felices fiestas y un generoso 2026.

Related posts

EL ARCÓN DE HIPATIA Violencia contra la mujer… desde el oficialismo

COLUMNA INVITADA Si llega una, ¿de verdad llegamos todas?

COLUMNA INVITADA  La tolerancia que deja de ser virtud