Por. Boris Berenzon Gorn
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“Yo sólo pretendo hablar con alguien,
decir y escuchar. No es gran cosa.
Con gentes distintas en apariencia
camino, trabajo todos los días;
y no me saludo con nadie: temo…”
—Rubén Bonifaz Nuño
Desde hace siglos, la humanidad se ha educado en una escuela silenciosa cuyo único maestro es el sufrimiento. Ninguna civilización, por espléndida o humilde, ha escapado a esa pedagogía de la herida. Lo sabían los trágicos griegos, que entendieron el dolor como un vínculo entre destino y conciencia; lo sabían los místicos medievales, que vieron en la prueba un puente hacia el sentido; lo sabía el barroco, que descubrió que toda existencia es una coreografía de pérdidas. Y lo sabemos nosotros, habitantes de una época que promete felicidad instantánea mientras produce angustias prolongadas.
Si algo ha sobrevivido intacto a lo largo de los siglos es la experiencia humana del sufrimiento como un espacio formativo. El dolor no es sólo una consecuencia de lo que acontece: es una forma de conocimiento. Es límite, pero también mapa; es vacío, pero también lente; es fractura, pero también origen. En contraste, nuestra época ha decretado un dogma universal: la felicidad como obligación moral. Un imperativo que, al proclamarse absoluto, se transforma en mito. El mito moderno de la felicidad, tan exigente como frágil, tan seductor como imposible de sostener.
El ser humano contemporáneo vive desgarrado entre dos fuerzas contrapuestas: por un lado, la herencia milenaria que concibe el sufrimiento como vía de aprendizaje, redención o trascendencia; por el otro, la exigencia moderna de una felicidad constante, higienizada y productiva, en la que la tristeza es vista como una falla que debe corregirse, ocultarse o medicarse. Esta tensión produce una paradoja: aunque el dolor ha sido desplazado del espacio público y patologizado por el discurso médico y del bienestar, persiste una fascinación silenciosa por él, un goce del sufrimiento que se disfraza de profundidad emocional o autenticidad. En este sentido, el dolor deja de ser solo una experiencia a evitar para convertirse en un síntoma del sistema: una especie de consumo emocional, una forma de estar en el mundo cuando todas las demás vías parecen vacías o automatizadas.
La tristeza, entonces, ya no es sólo una emoción, sino un acto de obstinación y a veces incluso de pertenencia: sufrir es, en ciertos contextos, la única manera de afirmar que se está vivo. Pero este sufrimiento, cuando no encuentra cauce en el lenguaje, se estanca o se convierte en espectáculo. Tal como intuye Bonifaz Nuño, quizás el ser humano moderno no desea tanto ser curado como ser escuchado. Hablar con alguien, compartir el dolor, convierte esa carga íntima en una posibilidad de sentido. Porque es en el diálogo, en el acto humano de decir y ser oído, donde el sufrimiento empieza a desprenderse de su inutilidad, y se transforma en experiencia compartida, en comprensión mutua.
En un mundo que niega el dolor, escucharlo —y permitir que exista— es una forma radical de humanidad.
A lo largo de la historia, ninguna cultura consideró la felicidad como un derecho inmediato. Era un destello, un relámpago que iluminaba por instantes el camino. La tradición griega llamó pathei mathos, aprendizaje a través del padecimiento; los estoicos enseñaron a gobernar la vida desde la fortaleza del carácter; las religiones monoteístas, cada una a su modo, convirtieron el sufrimiento en crisol del alma; el psicoanálisis, siglos después, lo entendió como fundamento íntimo del deseo. Lo que hoy llamamos “fracaso emocional” era, para nuestros antepasados, un tramo inevitable del camino humano.
El sufrimiento, lejos de ser un accidente, era parte constitutiva de la existencia. Hoy, en cambio, lo interpretamos como un error personal. Hemos querido desterrar de la vida toda herida, como si el dolor no fuera también una forma de revelación. Olvidamos que sin pérdida no hay madurez, sin quiebre no hay lucidez, sin grieta no hay profundidad. Hemos convertido al sufrimiento en un enemigo que debe ser expulsado, cuando siempre fue un maestro que debía ser escuchado.
Si el dolor ha sido escuela, el deseo ha sido su tarea interminable. El deseo nunca se deja poseer por completo; vive de lo que falta, no de lo que se obtiene. Lo inalcanzable es su alimento. Y en ese inalcanzable, reside la energía secreta de la cultura. El arte, la ciencia, la escritura, la política: todos son intentos por responder a la carencia fundamental que nos constituye.
El deseo nos empuja. El sufrimiento nos esculpe. Entre ambos se traza la narrativa íntima de la existencia. Por eso la felicidad no puede convertirse en un estado permanente sin traicionarse a sí misma. Las sociedades antiguas no la prometían; la intuían. La modernidad, en cambio, ha hecho de ella un producto. Hoy se administra, se mide, se anuncia, se vende. La felicidad es índice, mercancía, discurso. Se nos pide estar bien como si fuera un deber cívico. Y, sin embargo, vivimos en la época con más palabras sobre el bienestar y más heridas no nombradas. No porque seamos más vulnerables, sino porque se nos exige una alegría continua e irrealizable.
La felicidad perdida no es un accidente contemporáneo: es una consecuencia lógica de haber convertido un anhelo en un mandato. Cuando la felicidad se vuelve obligación, la tristeza se vuelve culpa. Y así, la humanidad que durante milenios aceptó el dolor como parte esencial del camino, ahora sufre por sufrir. Se apena de la pena. Oculta su herida.
Quizá haya que recuperar la enseñanza más antigua: la felicidad es un relámpago, no una residencia. Su fugacidad es parte de su belleza. Una vida plena no es una vida sin dolor, sino una vida que transforma ese dolor en sentido.
Si algo nos enseñan Garcilaso, Bonifaz Nuño, los trágicos, los místicos, Freud y Jung, es que la melancolía no se evita: se atraviesa. La herida, cuando se nombra, cuando se comparte, cuando se vuelve lenguaje, deja de ser amenaza y se convierte en conocimiento.
Tal vez el secreto esté en ese gesto mínimo del verso inicial: hablar con alguien. Decir y escuchar. Reconocer que la felicidad no se posee y que el sufrimiento no es enemigo; que no hay vida humana sin la tensión luminosa entre ambos. En esa oscilación —entre el deseo inalcanzable y la aceptación lúcida— reside la elegancia más profunda de estar vivos.
Manchamanteles
La cultura pop, convertida en uno de los grandes motores simbólicos del mercado, impone un tipo particular de dolor: el de la comparación constante, el de la insuficiencia fabricada, el de no estar nunca a la altura del brillo que prometen sus ídolos y pantallas. Lo que alguna vez fue juego, creatividad callejera y celebración de lo diverso, hoy opera como un sistema que vende modelos de vida y felicidad empaquetados, y en esa operación produce una herida invisible: la sensación de que siempre falta algo. Cada tendencia nace para caducar, cada estética dura lo que un clic, cada objeto promete un goce que se evapora apenas se adquiere. En esa rueda interminable, la cultura pop se vuelve un dispositivo que administra el deseo y, al mismo tiempo, fabrica el malestar: nos invita a pertenecer, pero al precio de aceptar una forma de dolor impuesto por el mercado, un vacío construido para mantenernos consumiendo. Y, aun así, entre ruinas de modas y algoritmos, late de vez en cuando una chispa auténtica, un gesto que nos recuerda que la cultura puede nacer también del desorden, de la vulnerabilidad y de la necesidad humana de decir: “no soy mercancía, soy historia que busca su propia voz.”
Narciso el obsceno
El dolor, cuando se mezcla con el narcisismo, se vuelve un goce perverso: una herida que no busca sanar, sino brillar.