RIZANDO EL RIZO La cultura entre lo solemne y lo trivial - Mujer es Más -

RIZANDO EL RIZO La cultura entre lo solemne y lo trivial

Por. Boris Berenzon Gorn

 

¿Qué sucede con una sociedad cuando deja de mirar hacia lo sagrado, lo simbólico, lo profundo?

Vivimos tiempos en que lo inmediato devora lo importante y lo superficial suplanta lo significativo con una velocidad vertiginosa. La solemnidad —esa antigua forma de detener el tiempo, de darle peso a los gestos y densidad a las palabras— parece haber sido desterrada por una cultura que confunde la liviandad con libertad, la prisa con progreso y la ironía con pensamiento. En esta huida constante hacia lo efímero, no solo se diluyen los ritos y las formas ceremoniales: se desvanece también la posibilidad de reconocernos en aquello que nos trasciende. Lo que está en juego no es una etiqueta de otro tiempo, sino el alma misma de la cultura: su capacidad de dotar de sentido a la existencia, de tejer memoria, de crear duración en medio del vértigo.

La solemnidad ha sido históricamente una de las expresiones más altas de la cultura humana. No es solo una cuestión de protocolo o estética, sino una forma de marcar lo que merece ser recordado, celebrado o llorado. Es el gesto compartido por una comunidad que se detiene a reconocer el valor de ciertos momentos y símbolos: un funeral, una jura de bandera, una ceremonia religiosa, una boda, una procesión o un día patrio. En todos esos actos, hay una puesta en escena que no busca espectáculo, sino sentido. La solemnidad es la expresión cultural del respeto, y a la vez, una afirmación de continuidad: dice que no todo es igual, que hay cosas que merecen ser tratadas con cuidado, con silencio, con presencia.

Sin embargo, nuestra época ha visto cómo estas formas van quedando marginadas o son transformadas en simulacros vacíos. Lo solemne ha comenzado a verse como algo rígido, aburrido, incluso impostado, y ha sido sustituido por una estética de lo ligero, lo espontáneo, lo irónico. El entretenimiento —esa maquinaria omnipresente que produce contenido para mantenernos distraídos— ha colonizado incluso los espacios más íntimos y sagrados. Hoy, celebraciones que antes implicaban recogimiento y respeto son diseñadas para su potencial viral. Hay bodas pensadas para Instagram antes que, para la pareja, funerales convertidos en transmisiones en vivo, juramentos cívicos reducidos a formalidades sin eco emocional. Todo se vuelve imagen, todo se vuelve fugaz.

Este fenómeno revela una transformación profunda en nuestra sensibilidad cultural. La ironía ha sustituido al respeto, la velocidad a la reflexión, la risa a la pausa. Vivimos en un entorno simbólico donde lo solemne es sistemáticamente desactivado mediante mecanismos de distanciamiento emocional. El resultado es una generación que muchas veces no sabe cómo habitar el silencio, cómo enfrentar el dolor con dignidad, cómo celebrar el amor sin convertirlo en contenido. Esta trivialización de los ritos y las emociones no solo empobrece nuestras experiencias, sino que debilita nuestros lazos sociales. La comunidad necesita momentos de solemnidad para reconocerse como tal, para recordar lo que la une, para reconciliarse con su historia. Cuando todo es liviano, nada pesa; cuando todo se trivializa, nada permanece.

A esta erosión simbólica se suma la pérdida del compromiso. La solemnidad exige presencia y responsabilidad: no se asiste a un rito solemne como espectador pasivo, sino como participante consciente. Por eso, cuando desaparece la solemnidad, también lo hace, en buena medida, el compromiso. La cultura actual favorece una emocionalidad volátil y un vínculo frágil con lo colectivo. Nos relacionamos con los otros desde la comodidad de la distancia digital, desde la fugacidad del like y el scroll. El resultado es una creciente desvinculación: nos sentimos parte de menos cosas, creemos en menos causas, defendemos menos ideales. La comunidad ya no se construye en torno a símbolos compartidos, sino en torno a tendencias pasajeras. La palabra dada ha perdido su peso; el acto de pertenecer, su fuerza.

Esta falta de compromiso no es solo una elección individual, sino una consecuencia lógica de una cultura que ha roto sus vínculos con la profundidad. Lo profundo requiere tiempo, exige lentitud, maduración, repetición. Es incompatible con la lógica de lo inmediato. Pero lo profundo también cura, vincula, transforma. Es en la profundidad donde se arraigan las experiencias que realmente nos constituyen. Sin ella, todo se reduce a estímulos: múltiples, veloces, sin dirección. Nos hemos acostumbrado a vivir en la superficie, a reaccionar más que a pensar, a compartir más que a comprender. Lo profundo incomoda, porque obliga a detenerse, a habitar la duda, a sostener el dolor, a mirar de frente lo que no tiene respuestas fáciles.

En este marco, la fractura de lo profundo no es una metáfora, sino una realidad palpable. Se expresa en la incapacidad de vivir experiencias con densidad simbólica, en la dificultad para nombrar el sufrimiento, en la renuencia a sostener el duelo o el amor sin necesidad de convertirlo en espectáculo. Y, sin embargo, lo profundo sigue siendo una necesidad. No hay cultura posible sin profundidad, sin silencio, sin símbolos vivos. No hay comunidad duradera sin rituales que nos recuerden quiénes somos y qué valoramos.

Recomponer lo profundo no significa rechazar lo moderno. No se trata de nostalgia ni de regresión. Se trata de aprender a habitar el presente con más conciencia. Recuperar la solemnidad no implica negar la espontaneidad, sino integrarla dentro de una narrativa mayor. Revalorizar los ritos no es aferrarse al pasado, sino encontrar en ellos una forma de enraizarnos en medio de un mundo que cambia sin cesar. Se trata de crear espacios donde lo simbólico pueda florecer de nuevo, donde el compromiso no sea una carga, sino una elección libre y sentida.

Necesitamos redescubrir el valor del silencio, del respeto, de la pausa. Necesitamos volver a confiar en el poder de la palabra pronunciada con intención, en el gesto que no busca el aplauso, en la ceremonia que no necesita cámaras. Recuperar lo profundo es un acto de resistencia cultural frente a la dispersión, una forma de cuidar lo que importa, de preservar lo que nos humaniza. Porque sin solemnidad, la cultura se convierte en ruido; sin compromiso, en humo.

Ilustración. Diana Olvera

Manchamanteles 

El amor, en su forma más auténtica, exige una dimensión de solemnidad que lo sustraiga de la banalidad dominante y lo reinstale en el territorio de lo verdaderamente significativo. No se trata solo de emoción pasajera ni de impulso espontáneo, sino de un acto que reclama presencia, respeto y compromiso. Sin embargo, en la cultura contemporánea —marcada por el consumo rápido de vínculos, las narrativas románticas prefabricadas y la constante exposición pública de lo íntimo— el amor ha sido despojado de su carácter solemne. Se ha vuelto un producto visual, una serie de gestos performativos destinados más al aplauso digital que a la construcción profunda de una relación. Esta trivialización erosiona el espesor simbólico del amor, lo convierte en entretenimiento y lo desvincula de toda noción de duración. Amar con solemnidad, entonces, no solo es una elección estética o moral, sino un acto de resistencia crítica: implica recuperar el silencio frente a lo sagrado, la palabra comprometida frente al ruido y la fidelidad frente a la dispersión emocional que impera. Reivindicar la solemnidad en el amor es afirmar que no todo puede —ni debe— ser reducido a juego o a contenido.

Narciso el obsceno 

La solemnidad exige olvido de sí y apertura al otro, mientras que el narcisismo convierte cada gesto en modelo, vaciando de sentido todo lo que no alimenta la propia imagen.

 

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