Por. Boris Berenzon Gorn
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Este 24 de octubre de 2025, en el Teatro Campoamor de Oviedo, el Museo Nacional de Antropología (MNA) de México recibirá el Premio Princesa de Asturias de la Concordia, un reconocimiento que no sólo honra la historia institucional de un museo, sino también la vigencia simbólica de un país que se piensa desde su raíz más profunda: la civilización.
La presencia del MNA en esta edición de los premios, junto con la de Graciela Iturbide en la categoría de las Artes, ha dado un marcado acento mexicano a la ceremonia. Durante la Semana de la Premiación, una serie de encuentros y actividades culturales organizadas en la capital asturiana, Antonio Saborit, director del museo y representante oficial en la entrega, ofreció la primera rueda de prensa. Con claridad y profundidad, el también ensayista e historiador abordó el sentido más amplio de este reconocimiento.
“El MNA es un museo único en su tipo. Reúne en sus salas permanentes y en sus acervos la cultura material de las civilizaciones que florecieron en lo que conocemos como la América Media o Mesoamérica. Es un museo asentado precisamente en el lugar donde floreció la última de esas civilizaciones. Ese largo periodo remite a las culturas originales del continente hasta el siglo XVI, y eso es lo que hace excepcional a este espacio”, afirmó.
A diferencia de otros discursos institucionales que repiten fórmulas diplomáticas, Saborit recordó que “ahora hablamos poco de las civilizaciones; la voz civilización ha entrado en un extraño desuso”. Frente a ello, subrayó que “hace 61 años que abrió sus puertas este museo, y entonces esa voz era aún una presencia en el mundo occidental. A ese conjunto de civilizaciones mesoamericanas es a las que debe su sentido el MNA”.
Este reconocimiento no le pertenece sólo al museo ni al Estado. Según Saborit, se trata de “un premio al trabajo colectivo y continuo por acercar al público las culturas originarias del país”, y añadió que el museo “es una obra en constante transformación”, en donde la presencia del visitante y su relación con el acervo resignifican la experiencia todos los días. “Este galardón no representa un cierre, sino una puerta que se abre”, concluyó.
Al ser cuestionado por la prensa internacional sobre si el rey Felipe VI debería pedir perdón a los pueblos originarios de México por el periodo colonial, Saborit respondió con elegancia: “Es una pregunta que me supera por mucho en mi ámbito como director del MNA. Mi profesión es la historia. Me he formado como historiador, y mis preocupaciones han ido en otro sentido. El énfasis que pondría está en el museo como una de las mayores instituciones de cultura que nos hemos sabido dar en Occidente”.
Y entonces, con una de sus reflexiones más claras, añadió: “Decía un antropólogo mexicano que es una institución aún más democrática que el aula, porque para ingresar no te pide un grado; y aún más democrática que la biblioteca, porque ni siquiera pide tu identidad. Acudir al museo es un acto de voluntad, un deseo de conocer, de entender, de mirar mejor nuestras raíces, nuestro pasado, y lo que ese pasado nos marca, nos destina y nos desafía como sociedad”.
Esa raíz —la más profunda, viva y vibrante— está anclada en los pueblos originarios de México, quienes no son pasado, sino presente activo, constructor de saberes, lenguas, medicina, resistencia y visión del mundo. El museo no los representa como objetos etnográficos, sino como sujetos históricos que han sido fundamentales para sostener la cultura mexicana frente a siglos de marginación. En un país donde aún se lucha por el reconocimiento pleno de esas voces, el MNA ofrece un espacio de visibilidad y dignidad.
El MNA no ha sido —ni debe ser— un espacio congelado. Su vocación como institución no es la de embalsamar el tiempo, sino activarlo. En sus vitrinas no sólo hay objetos: hay relatos, cosmologías, tensiones no resueltas. En sus pasillos conviven el esplendor artístico, la violencia colonial, la persistencia de las lenguas originarias, y la dignidad de los pueblos que resisten más allá del discurso oficial.
México no es solo un país con pasado glorioso, es una cultura en presente continuo. La vitalidad de su identidad no nace de una idea uniforme de nación, sino de su diversidad profunda. Desde los rituales otomíes hasta los textiles mayas, desde la poesía zapoteca hasta las danzas huicholas, la cultura mexicana late con fuerza en la pluralidad. El MNA encarna esa complejidad: es un espejo que no muestra una sola cara, sino una constelación de mundos que comparten un territorio, una historia y un destino.
Hoy, el museo funciona también como un espejo que incomoda. La narrativa museográfica ha evolucionado hacia la crítica, incluyendo temas como la migración, el cambio climático desde la mirada indígena, la desaparición de saberes, y el papel político de la cultura. Es un museo que ya no habla sobre los pueblos originarios, sino cada vez más con ellos.
Este premio, otorgado desde el corazón de Europa, no borra las asimetrías históricas, pero las ilumina desde otro ángulo. Al otorgar el galardón al MNA, el jurado ha puesto en valor no sólo su arquitectura, su acervo o su prestigio internacional, sino su capacidad de ser un espacio de reflexión y de concordia, como bien lo definió su director. En un mundo fracturado por discursos polarizantes, el museo se reafirma como territorio común donde la mirada crítica no es un obstáculo, sino una forma de verdad.
La cultura no siempre es cómoda. La historia, menos aún. Pero hay instituciones que, como el Museo Nacional de Antropología, asumen su papel con seriedad y sensibilidad. Su vigencia no se mide por la cantidad de visitantes, sino por su capacidad de seguir diciendo algo nuevo cada vez que se cruza su umbral.
Quizá por eso, puede imaginarse la escena como una alegoría: una niña de maíz, hilada con los hilos del tiempo y la lengua zapoteca, avanza en silencio por el recinto. Frente a ella, una piedra arde sin fuego: la Piedra del Sol, no como reliquia, sino como espejo. No la mira con nostalgia, sino con reconocimiento. No la contempla como ajena, sino como parte. Extiende la mano. No la toca. La reclama. Y sin decir palabra, su gesto dice lo necesario: “Soy yo quien la sostiene”.
En esa imagen se condensa el sentido más hondo de este museo. No es propiedad del Estado. No es vitrina ni ruina. Es una forma de recordarnos quiénes somos, qué resistencias nos han traído hasta aquí, y por qué la memoria no es pasado, sino posibilidad. ¡En sus piedras hay palabra! ¡En su palabra, hay futuro!
Manchamanteles
En el corazón del museo, la Piedra del Sol no yace: respira. No es ruina ni monumento, sino un sol tallado que aún gira en la memoria del mundo. Su rostro calendárico no mide horas, sino destinos. Allí, donde el tiempo no es línea sino círculo, la piedra canta su antiguo canto de fuego, maíz y silencio. Octavio Paz la entendió no como objeto arqueológico, sino como símbolo del tiempo humano: un reloj de sangre, un amor en espiral, una conciencia que arde sin consumirse. En su poema Piedra de sol, escribió que “la historia es un reloj de sangre” y que “la piedra se despierta, canta y rueda”. Así también el museo: más que contenedor de pasados, es un espacio donde lo ancestral se vuelve presente. Tal vez por eso, cuando un niño o una niña se detiene frente a esa piedra inmensa, no pregunta qué es. Dice, sin miedo ni duda: “es mía”. Porque esa piedra no le pertenece a nadie, y por eso nos pertenece a todos. Porque gira, como el poema, como el tiempo, como la vida misma.
Narciso el obsceno
El Museo Nacional de Antropología es un acto de narcisismo justo: no se mira para admirarse, sino para reconocerse; se contempla no como vanidad, sino como necesidad de saberse múltiple, antiguo y todavía vivo