RIZANDO EL RIZO: Quién merece el mundo en los tiempos del Nobel - Mujer es Más -

RIZANDO EL RIZO: Quién merece el mundo en los tiempos del Nobel

Por. Boris Berenzon Gorn

Cada octubre, el mundo vuelve los ojos hacia Estocolmo y Oslo para celebrar a los nuevos laureados con el Premio Nobel. Entre discursos solemnes, flashes mediáticos y cifras astronómicas, los galardones parecen condensar una idea poderosa: la humanidad reconociéndose a sí misma en su mejor versión. Pero detrás de la gloria hay también un espejo incómodo donde se reflejan las desigualdades del conocimiento, los intereses del poder y las fronteras invisibles del prestigio.

Desde su fundación a inicios del siglo XX, los premios Nobel han ocupado un lugar único en la imaginación global. Nacidos del testamento de Alfred Nobel en 1895, aquellos galardones que debían recompensar a quienes aportaran “el mayor beneficio a la humanidad” se convirtieron, con el tiempo, en una institución moral del mundo moderno. En torno a ellos se construyó una narrativa de excelencia que mezcla ciencia, arte y ética en una ceremonia de fe laica: la fe en el progreso. Sin embargo, más de un siglo después, el mito Nobel revela también sus fisuras. En su fulgor conviven la celebración del talento con la reproducción de jerarquías históricas; el impulso universalista con la lógica del mercado; la búsqueda del “bien común” y no necesariamente la mejoría o el bienestar de las mayorías con la geopolítica del reconocimiento.

Y como ocurre con todos los premios, su brillo corre el riesgo de confundirse con el reflejo del narcisismo: esa ilusión de grandeza que transforma el mérito en espectáculo y el reconocimiento en un espejo que deslumbra más de lo que ilumina. Alrededor de ellos gravitan grupos de poder que reproducen el statu quo cultural y económico, manteniendo las mismas estructuras que definen quién merece ser visible y quién permanece al margen. Esto sucede en todos los niveles —desde las academias internacionales hasta los certámenes locales— donde las redes de influencia, la política institucional y la conveniencia simbólica suelen pesar tanto como el talento mismo.

El Nobel es, en su esencia, una metáfora del siglo XX: una época que creyó que todo podía medirse, clasificarse y premiarse. Pero la idea de universalidad, cuando se institucionaliza, corre el riesgo de volverse excluyente. Los comités que eligen a los ganadores no son tribunales neutrales de sabiduría, sino órganos culturales insertos en contextos políticos y sociales concretos. Cada decisión es un gesto, una declaración ideológica. El Nobel, más que un reconocimiento, es también una forma de narrar el mundo y de determinar qué voces merecen ser escuchadas. En ese sentido, todo premio es una escritura del poder.

En las ciencias, la distribución de los laureados dibuja un mapa elocuente. Estados Unidos, Alemania, Reino Unido, Francia y Suecia concentran la mayor parte de los premios en Física, Química y Medicina. No es casualidad: detrás de cada medalla hay una economía sólida, un sistema universitario bien financiado, redes internacionales de colaboración y una infraestructura científica capaz de sostener la investigación de frontera. Los Nobel en ciencia no solo distinguen a individuos; confirman la hegemonía de naciones que convirtieron el conocimiento en política de Estado. La correlación entre riqueza nacional y producción científica se mantiene casi intacta desde 1901. Los países del Sur Global, en cambio, apenas aparecen como excepciones heroicas, como si la genialidad fuera un lujo reservado a los territorios con laboratorios y becas.

La literatura y la paz, en apariencia más libres, tampoco escapan a esas tensiones. El Nobel literario, más que ningún otro, ha sido termómetro del canon occidental. El inglés, el francés y el alemán dominan el palmarés, mientras que las lenguas periféricas —el árabe, el swahili, el bengalí, el quechua— apenas asoman. Las otras literaturas entran en escena a menudo bajo el signo del exotismo: se premia la diferencia, pero no siempre se comprende. Los escritores que no forman parte de grandes circuitos editoriales o que publican en idiomas minoritarios siguen dependiendo de intermediarios —traductores, agentes, críticos— para acceder al radar sueco. En ese tránsito, la obra se vuelve traducción cultural y, a veces, trofeo diplomático.

Por otro lado, la lista de los “no Nobel” es tan reveladora como la de los laureados. Kafka, Proust, Joyce, Borges, Pessoa, Virginia Woolf o Cortázar no necesitaron de una medalla para alcanzar la inmortalidad literaria. Su ausencia recuerda que la historia del arte no siempre coincide con la historia de los premios. A menudo, el Nobel llega tarde: cuando la obra ya ha cumplido su ciclo de renovación o cuando la figura elegida funciona como símbolo de corrección política más que como apuesta estética. En ese terreno, la frontera entre justicia poética y gesto ideológico se vuelve difusa.

En el campo del Nobel de la Paz, la controversia es casi inherente. Desde Theodore Roosevelt hasta Barack Obama, pasando por la Unión Europea o Henry Kissinger, las decisiones han estado marcadas por la paradoja: premiar a quienes representan estructuras de poder que, al mismo tiempo, han sostenido guerras, invasiones o políticas contradictorias. No se trata de negar sus méritos parciales, sino de recordar que la paz, como concepto político, no puede desligarse de la historia y del dolor de los pueblos. Cuando el galardón se entrega como mensaje diplomático más que como reconocimiento ético, el ideal de Nobel se vacía de sentido y se vuelve propaganda.

Sin embargo, una crítica lúcida no puede reducirlo todo al desencanto. El Nobel sigue siendo, pese a todo, un espacio de consagración genuina. En sus mejores momentos ha visibilizado descubrimientos que transformaron la medicina, teorías que revolucionaron la física, o voces literarias que ampliaron el horizonte de la sensibilidad humana. El problema no es el premio en sí, sino las condiciones desiguales para alcanzarlo. Si el conocimiento se concentra, el reconocimiento también lo hace. La verdadera tarea no es abolir los premios, sino democratizar las oportunidades.

La economía del conocimiento sigue siendo el principal filtro. Un país con universidades desfinanciadas, con investigadores precarizados o con bibliotecas sin recursos tiene pocas posibilidades de producir ciencia o literatura de impacto global. La desigualdad material se traduce en desigualdad simbólica. La ausencia de políticas científicas y culturales sostenidas en el tiempo convierte a los países periféricos en espectadores de un juego ajeno. En ese contexto, el Nobel se vuelve una brújula del privilegio: señala el norte, pero ignora el resto del mapa.

También pesa la mercadotecnia. En las últimas décadas, las campañas discretas de universidades, editoriales y gobiernos para promover a sus candidatos se han vuelto parte del ritual. Se construyen “carreras hacia el Nobel”, se publican dossiers, se organizan conferencias internacionales, se traducen obras estratégicamente. En un mundo donde la visibilidad es capital, los premios se han convertido en instrumentos de diplomacia cultural. El laurel es un pasaporte simbólico, un modo de reafirmar prestigios nacionales y corporativos. Pero cuando el marketing sustituye al mérito, el reconocimiento pierde su aura.

No es menor tampoco la dimensión emocional de los premios. La gloria del Nobel puede convertirse en una forma de soledad. Algunos laureados lo han descrito como una carga insoportable: la expectativa de estar siempre a la altura del mito, la presión mediática, la reducción de una vida entera a un instante de fama. En literatura, varios escritores confesaron sentir que, tras el premio, la libertad creativa se les escapaba. El galardón, más que una consagración, puede convertirse en una jaula dorada. La vanidad del éxito, mal entendida, se confunde con el vacío de la desolación. 

Quizá por ello conviene mantener una mirada crítica sin dejarse arrastrar por el resentimiento. La indignación puede ser necesaria, pero el rencor paraliza. Lo que se requiere es una inteligencia histórica capaz de comprender los mecanismos del reconocimiento y transformarlos desde dentro. Urge ampliar la conversación, diversificar las voces, fortalecer las instituciones culturales y científicas del mundo apostando por lo heterogéneo sobre lo homogéneo, por la pluralidad sobre la uniformidad. Fomentar las traducciones, las becas, la cooperación y los intercambios que permitan que el mérito no dependa del azar ni del pasaporte. Solo así la excelencia dejará de ser el patrimonio de unos cuantos para convertirse en una expresión compartida del talento humano.

Cada año, cuando se pronuncian los nombres de los nuevos laureados, el mundo escucha algo más que un anuncio: escucha un relato sobre sí mismo. En ese relato, todavía dominado por Occidente, se cuelan las ansias de legitimidad, los mitos de la meritocracia, las nostalgias del progreso y las promesas incumplidas de la equidad. Pero también hay destellos de esperanza. Los Nobel, con todo y sus limitaciones, siguen recordando que el conocimiento, la literatura y la paz importan. Que el pensamiento y la imaginación aún pueden ser motivo de celebración.

El desafío, hoy, es hacer que esa celebración no sea el privilegio de unos pocos. Que el premio deje de ser una cima inalcanzable y se convierta en un horizonte compartido. Que reconozcamos no solo a quienes llegan al podio, sino a quienes, desde los márgenes, sostienen la posibilidad misma de la cultura. Solo entonces el espejo Nobel dejará de reflejar desigualdades para convertirse en lo que su fundador soñó: una luz común para toda la humanidad.

Ilustración. Diana Olvera

Manchamanteles

Los discursos de aceptación del Premio Nobel son mucho más que ceremonias protocolarias: son declaraciones de sentido, pequeñas síntesis del mundo tal como lo imaginan sus autores. En ellos, la ciencia o la literatura se traducen en ética, memoria y responsabilidad. Entre todos, pocos han alcanzado la fuerza simbólica del pronunciado por Gabriel García Márquez en 1982, La soledad de América Latina, donde el escritor colombiano transformó la ocasión en un acto de descolonización cultural. Frente a la mirada europea, reclamó un continente real y mágico, desgarrado y vital, donde la imaginación es una forma de resistencia. Su discurso no fue un agradecimiento, sino una advertencia: mientras el mundo no entienda la realidad latinoamericana —su violencia, su ternura, su prodigio—, seguirá repitiendo los errores del poder y del olvido. Fue, y sigue siendo, una de las más poderosas defensas de la dignidad narrativa del otro en la historia de los Nobel. Cerró con una frase que aún resuena como un manifiesto de esperanza: “Frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos, han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte.”

Narciso el obsceno 

El Nobel, cuando se confunde con el ego, revela su paradoja más humana: la frontera tenue entre el reconocimiento legítimo y el espejismo del narcisismo.

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