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RIZANDO EL RIZO: ‘La historia prodigiosa’

Por. Boris Berenzon Gorn

X: @bberenzon

 

En cada nación existen días marcados no solo en el calendario, sino en el tejido más íntimo de la identidad colectiva. Las fiestas patrias son más que conmemoraciones anuales: son escenarios simbólicos donde una sociedad se reencuentra consigo misma, donde el pasado se invoca no como nostalgia, sino como principio activo. Frente a las recientes celebraciones, no faltaron críticas estériles y superfluas que redujeron la discusión a la forma y no al fondo. Se puede disentir sobre las interpretaciones, pero lo cierto es que hubo seriedad y un trasfondo histórico que, más allá de las pasiones, permite vislumbrar el centro mismo del sentido de nación. Celebrarlas sin memoria ni reflexión equivaldría a degradarlas en espectáculo vacío. Y es que la memoria —como todo lo vivo— está siempre bajo el riesgo de desgastarse, de ser manipulada o de hundirse en el olvido.

Gabriel García Márquez, con la melancolía de quien ha visto desvanecerse lo esencial, lo expresó con dolorosa lucidez: con el tiempo, incluso lo inolvidable puede volverse olvido. Nada regresa igual: ni el amor, ni las personas, ni la vida. Lo imprescindible puede llegar a sobrar. Por ello, hoy más que nunca, urge repensar la memoria no como un depósito de hechos, sino como una responsabilidad viva que sostiene a la historia y le da sentido al presente.

La memoria colectiva no es simplemente una suma de recuerdos personales; es una construcción social compleja, moldeada por relatos, símbolos, silencios y selecciones. En ella se articula la identidad de un pueblo: quiénes fuimos, qué elegimos recordar y, sobre todo, por qué. Las fiestas patrias se erigen como rituales que reafirman esos vínculos con el pasado. Pero, el modo en que se narra la historia influye directamente en cómo se vive el presente.

La memoria romantizada tiende a embellecer los hechos, idealiza a los héroes, transforma la lucha en epopeya. Ha sido útil para formar una conciencia nacional, especialmente en momentos fundacionales. Pero su peligro radica en ocultar las fisuras, los conflictos, las voces disidentes. En cambio, la memoria irónica —como la llama el historiador Peter Gay — se permite debatir los relatos dominantes, rescatar lo marginal, mostrar los matices. No es negacionista, sino crítica: busca comprender la historia en toda su complejidad.

Ambas formas deben coexistir. La memoria sin orgullo se convierte en vergüenza paralizante; la memoria sin crítica es propaganda. Solo en el equilibrio entre la exaltación y la duda puede surgir una conciencia histórica auténtica, una que no se limite a conmemorar, sino que permita reinterpretar. Recordar, entonces, no es un acto pasivo. Es un gesto de libertad y, a la vez, de compromiso.

Si la memoria es una construcción colectiva, también ha requerido, a lo largo del tiempo, de mediadores: figuras que custodien, documenten y transmitan lo vivido. México, como muchas civilizaciones, ha contado con hombres y mujeres que han asumido esa tarea con herramientas diversas: la pluma, la imagen, la palabra oral. Ellos han sido los guardianes del recuerdo.

El escribano, personaje humilde pero esencial en la historia social de nuestro país, representa una forma de memoria cotidiana. A cambio de unas monedas, ponía por escrito lo que otros no podían expresar por no saber leer ni escribir. Cartas de amor, solicitudes de trabajo, quejas al gobierno o simples recados familiares pasaban por su mano. Su papel era discreto, pero su función crucial: convirtió lo efímero en permanencia. Actuaba también como fedatario emocional, testigo de vidas anónimas que, gracias a él, quedaban registradas.

Mucho antes de él, los tlacuilos —nombre que en náhuatl significa “los que escriben pintando”— eran los encargados de plasmar en códices, muros o cerámicas la historia, la religión y la cosmovisión de los pueblos originarios. Sus trazos eran más que ornamentos: eran escritura viva. En ausencia de la palabra escrita en alfabeto latino, el símbolo pictográfico era la memoria del mundo. Al llegar los evangelizadores, muchos tlacuilos se transformaron en “evangelistas”, pero siguieron siendo depositarios de una herencia visual que resistió la conquista.

En otro plano se encuentran los cronistas, herederos de la tradición occidental de registrar el acontecer. Desde Bernal Díaz del Castillo hasta los cronistas de barrios y pueblos actuales, su labor ha sido preservar el presente como historia futura. Interpretan, jerarquizan, opinan. No son meros transcriptores, sino constructores del relato. Su visión puede consolidar una narrativa oficial o abrir espacios para la memoria alternativa.

Así, entre los escribanos del pueblo, los tlacuilos del México antiguo y los cronistas de todas las épocas, se teje un hilo de resistencia contra el olvido. Son ellos quienes permiten que la historia no se pierda en la bruma del tiempo ni se transforme en fábula domesticada.

Pero la memoria no es únicamente un hecho social o histórico. Es también un arte, una disciplina que ha sido explorada con profundidad por filósofos, poetas y científicos. En El arte de la memoria, la historiadora británica Frances Yates traza un fascinante recorrido por las técnicas mnemotécnicas desarrolladas desde la Grecia clásica hasta el Renacimiento. Lo que para muchos es un ejercicio natural —recordar— fue, para pensadores como Simónides de Ceos, Giordano Bruno o Giulio Camillo, un sistema complejo que implicaba el uso de imágenes mentales, espacios arquitectónicos simbólicos y una profunda conexión emocional.

En este contexto, recordar no es un simple acto de archivo mental, sino una operación intelectual y creativa. La memoria se potencia mediante las imágenes agentes, es decir, imágenes cargadas de significado afectivo que permiten fijar el contenido. Esto no solo facilitaba el aprendizaje, sino que ayudaba a estructurar el pensamiento y a desarrollar la prudencia, entendida como virtud intelectual ligada al buen juicio y al conocimiento de la experiencia pasada.

Hoy, en un mundo saturado de datos, imágenes y estímulos fugaces, la práctica de la memoria ha sido desplazada por la externalización de la información: ya no memorizamos, buscamos. Pero en ese proceso, algo se pierde: el vínculo íntimo con el conocimiento, la interiorización profunda de los relatos. Recuperar el arte de la memoria es recuperar también una forma de autonomía cultural y personal.

Celebrar las fiestas patrias no debería ser un acto repetitivo ni un ritual vacío. Es una interpelación: ¿cómo estamos recordando nuestra historia?, ¿a quiénes estamos incluyendo y a quiénes estamos olvidando?, ¿qué papel juegan hoy los nuevos escribanos —los periodistas, los documentalistas, los archivistas digitales— en la construcción del relato nacional?

En un tiempo donde la historia se simplifica, se politiza o se banaliza, defender una memoria crítica, plural y consciente es un acto de responsabilidad ética. La memoria no debe ser un museo de glorias intocables ni una herida sin cicatrizar, sino un espacio vivo de diálogo, de reconocimiento, de transformación.

Cuando el recuerdo se convierte en mito sin pensamiento crítico, la historia deja de enseñar: se vuelve un eco sin contenido, una ceremonia sin conciencia. Y cuando el olvido se instala, la identidad se erosiona lentamente, como una escritura expuesta al viento. Por eso, cuidar la memoria no es un gesto melancólico, sino una urgencia cívica. Debemos protegerla como se cuidan las raíces de un árbol: invisibles, sí, pero esenciales para que el tronco no se desplome.

En estos tiempos de tanto ruido, de opiniones divididas y de apatía creciente, ejercer la memoria con claridad es casi un acto rebelde. Porque solo recordando con conciencia podemos evitar que lo inolvidable se diluya, que lo verdaderamente importante nos empiece a estorbar y que la historia, en lugar de inspirar, termine convertida en una figura inmóvil, olvidada en algún rincón.

El título La historia prodigiosa no es casual. Así como en la obra de Adolfo Bioy Casares la historia es moldeada por la memoria, el deseo y los caprichos del destino, también nosotros, como sociedad, participamos en la narración de nuestro pasado. La historia es prodigiosa no porque esté hecha de hazañas extraordinarias, sino porque es el tejido frágil y fascinante donde el recuerdo se encuentra con la interpretación. Solo si asumimos ese carácter prodigioso —incierto, complejo, profundamente humano— podremos mantener viva una memoria que ilumine, interpele y transforme.

Ilustración. Diana Olvera

 

Manchamanteles

Publicada originalmente por Adolfo Bioy Casares en México en 1956, La historia prodigiosa es una joya dentro de su obra cuentística, acaso la más refinada en su equilibrio entre lo fantástico, lo erótico y lo metafísico. El volumen reúne seis relatos escritos entre 1949 y 1955, todos marcados por una sensibilidad cosmopolita y una inteligencia narrativa que deslumbra sin estridencias. Más que hablar del amor, Bioy se adentra en los laberintos imprevisibles del deseo; más que coquetear con lo fantástico, explora los pliegues enigmáticos de la causalidad y del destino.

El cuento que abre la colección —y que le da título— es un prodigio de sutileza narrativa: en él, el narrador se muestra cautivado no tanto por las ideas filosóficas del carismático Rolando de Lancker como por la irresistible presencia de Olivia, su enigmática discípula. En ese triángulo de pasiones, seducción e intelectualidad, se configura un desenlace tan preciso como inquietante, que dialoga con la atmósfera onírica y determinista de El sueño de los héroes, escrita por Bioy en la misma época.

Con piezas que van desde la intensidad breve de Las vísperas de Fausto hasta relatos de desarrollo más amplio, el libro despliega una elegancia contenida y una ironía sutil que lo vuelven ineludible. Cada cuento parece escrito con bisturí: sin excesos, sin ornamentos superfluos, pero con una mirada lúcida y delicadamente feroz sobre los giros ocultos de la vida.

Narciso el obsceno 

El narcisismo distorsiona la memoria como un cristal deformante: no conserva lo que fue, sino lo que favorece su propia imagen.

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