RIZANDO EL RIZO: "George Orwell, 75 años después" - Mujer es Más -

RIZANDO EL RIZO: “George Orwell, 75 años después”

Por. Boris Berenzon Gorn

En 2025 se cruzan dos efemérides que invitan a la reflexión: setenta y cinco años de la muerte de George Orwell y ochenta de la publicación de Rebelión en la granja. No es casual que el calendario nos convoque a volver a él: la vigencia de su obra no descansa en la nostalgia única de la conmemoración, sino en la lucidez con que descifró los engranajes del poder y las trampas de la ideología. Orwell pasó de ser un escritor incómodo, perseguido y controvertido, a convertirse en un clásico de la crítica cultural y política.

Lo admirable es que los textos de Orwell no se leen como piezas olvidadas en un archivo, sino como campanas que siguen resonando en el presente. Paradójicamente, su figura ha sido apropiada por corrientes ideológicas enfrentadas —la izquierda y la derecha, el liberalismo y el socialismo—, y a la vez invocada por la academia, el periodismo y hasta por ese activismo y gestión cultural que buscan legitimarse en su sombra.

En Orwell caben los discursos más diversos, como si cada corriente encontrara en él un espejo para sus propias tensiones. Esa apropiación múltiple no diluye su mensaje, sino que confirma la incomodidad radical de un autor que, incluso muerto, se resiste a ser domesticado, recordándonos que la verdadera literatura no sirve al poder, sino que lo incomoda.

Eric Arthur Blair, nacido en 1903 en la India británica, adoptó el nombre de George Orwell como quien elige un escudo y una declaración de principios: una manera de marcar distancia con un mundo al que nunca quiso pertenecer del todo. Formado en la rigidez de la educación inglesa, pronto sintió un rechazo visceral por las jerarquías sociales que determinaban el destino de cada individuo.

Lejos de buscar una carrera convencional, convirtió su vida en un laboratorio de experiencias: ofició como policía imperial en Birmania, descubriendo desde adentro los mecanismos del colonialismo; eligió la pobreza en París y Londres para comprender la humillación de los desposeídos; y combatió en la Guerra Civil Española en defensa de la República, donde las balas y las traiciones estalinistas lo marcaron para siempre. De esas vivencias nacieron páginas que son más que recuerdos personales: Sin blanca en París y Londres (1933) y Homenaje a Cataluña (1938) son radiografías de la injusticia, del desencanto y de la manipulación ideológica. No se trata de memorias íntimas, sino de testamentos políticos que muestran la valentía de alguien que no escribió desde la torre de marfil, sino desde la periferia, la zanja y el hambre.

Para Orwell, escribir era resistir. Sus ensayos, sus crónicas y su periodismo muestran que la literatura podía ser un arma contra la mentira y la opresión. Rebelión en la granja (1945) satirizó la degeneración de las revoluciones, mostrando cómo el poder termina devorando a sus propios hijos. Años después, 1984 (1949) llevó esa reflexión al extremo: un mundo vigilado por un ojo omnipresente, donde el lenguaje mismo se convierte en jaula. “El pensamiento corrompe el lenguaje y el lenguaje también puede corromper el pensamiento”, escribió Orwell, y en esa sentencia condensó el núcleo de su obra: la convicción de que la palabra no es neutra, que su manipulación puede esclavizar conciencias. El lenguaje reducido, el pensamiento contradictorio y la figura del Gran Hermano dejaron de ser simples recursos narrativos para convertirse en parte del léxico político con el que interpretamos nuestro presente.

El centro de su crítica estaba en la manipulación. Orwell advirtió que la propaganda no solo impone verdades oficiales, sino que fabrica realidades enteras. “El lenguaje político está diseñado para que las mentiras parezcan verdades, el asesinato una acción respetable y para dar al viento apariencia de solidez”, escribió en 1946, y esa frase sigue siendo una brújula para entender nuestro tiempo. En su mirada se anticipa el modo en que el capitalismo aprendió a venderse como mercancía, programando mentes a través de la ingeniería del consenso y de la repetición mediática. La verdad, convertida en territorio en disputa, se diluye entre eufemismos y narrativas prefabricadas. El parentesco con nuestro presente es inquietante: algoritmos que vigilan y predicen, redes sociales que trivializan lo público, discursos diseñados para ocultar más que para revelar.

Su nombre, convertido en adjetivo —“orwelliano”—, señala hoy cualquier distorsión de la libertad. “Si quien controla el pasado controla el futuro, ¿quién controla el presente controla el pasado?”, dejó escrito en 1984, y la frase resuena en la era de la llamada “posverdad”, donde la historia se reescribe según la conveniencia del poder. Su legado trasciende los géneros: en la literatura, consolidó la distopía como espacio de reflexión ética y política; en la cultura, dejó la advertencia de que la memoria y la imaginación son trincheras; en la política, mostró que ningún poder está a salvo de corromperse; en la sociedad contemporánea, su vigencia se mide en cada noticia falsa, en cada acto de vigilancia invisible, en cada frontera que se desdibuja entre hecho y opinión.

A setenta y cinco años de su muerte, cabe preguntarse qué nos dice Orwell en este presente saturado de pantallas, posverdad y espectáculo. Tal vez lo resumió en otra sentencia inquietante: “Los mejores libros son los que nos dicen lo que ya sabemos”. Leerlo hoy es redescubrir, en sus palabras, lo que intuimos, pero preferimos callar. Nos recuerda que la libertad exige una ciudadanía crítica, capaz de desenmascarar la propaganda y de resistir la colonización de la mente. Y también, en un tono más íntimo, que “cuando se amaba a alguien, se le amaba por él mismo, y si no había nada más que darle, siempre se le podía dar amor”: incluso en el mundo más vigilado, la humanidad resiste en sus afectos.

Orwell no fue un profeta, pero sí un intérprete implacable de los mecanismos del poder. Hoy sus preguntas siguen abiertas: ¿somos libres en la era digital? ¿Quién controla el lenguaje, controla también nuestra percepción del mundo? Releerlo no es rendir homenaje a un monumento literario, sino aceptar la invitación a incomodarnos con él, a discutir lo que parece evidente, a defender la libertad de pensamiento como la más esencial de las resistencias.

Ilustración. Diana Olvera

 

Manchamanteles

Podría afirmarse que la cultura orwelliana no es únicamente una etiqueta para describir los excesos del poder, sino una atmósfera imperceptible en la que el lenguaje se deforma, la vigilancia se naturaliza y la verdad se diluye hasta confundirse con la ficción. La propaganda, en este paisaje, no necesita máscara: se exhibe sin pudor. Así, aquella invención de un idioma reducido y manipulado en 1984 deja de parecer una fantasía distópica para asemejarse inquietantemente a los actuales modos de administrar el discurso público: eufemismos que suavizan lo áspero, fórmulas correctas que evaden lo esencial, mensajes digitales que reacomodan la realidad a la medida de quien la enuncia. Allí donde las palabras pierden espesor, también la libertad se desgasta, sin estrépito, como un murmullo que se apaga.

Pero la cultura orwelliana no se limita a la sombra opresiva del Gran Hermano. También puede entenderse como el gesto de conciencia que emerge cuando logramos descifrar esos engranajes de control. En el vocabulario contemporáneo, lo “orwelliano” se ha convertido en una señal de alarma: advertencia frente a la manipulación mediática, a las verdades enlatadas, al escrutinio silencioso de la datofrenia que vigila cada encuentro con la tecnología. De este modo, se configura como un fenómeno de doble rostro: amenaza que adormece y herencia crítica que despierta. Es, simultáneamente, advertencia y resistencia; un espejo incómodo donde se refleja lo que tememos, pero también aquello que aún estamos a tiempo de defender, lejos de romanticismos ingenuos o exaltaciones efímeras.

Narciso el obsceno

El narcisismo es la cárcel brillante donde el deseo de ser visto sustituye a la posibilidad de ser.

 

Related posts

EL ARCÓN DE HIPATIA ¿Y el abuso sexual en Tabasco?: “Una nota más…”

RETROVISOR: Norma Piña: misoginia y calumnia

ENTRE LÍNEAS Y LETRAS: Necesitamos un núcleo unificador