RIZANDO EL RIZO: Espectáculo, deseo y desinformación  - Mujer es Más -

RIZANDO EL RIZO: Espectáculo, deseo y desinformación 

Por. Boris Berenzon Gorn

 

Una lágrima capturada por un teléfono móvil, transformada en contenido y reproducida miles de veces en tirabuzones digitales, ya no conmueve: entretiene. Pierde su contexto, su origen, su verdad, y se convierte en una unidad de mercado, un producto emocional con capacidad de generar tráfico. En este escenario, lo íntimo deja de pertenecer al sujeto; se vuelve público, consumible, desechable. El dolor, convertido en tendencia; la desgracia, en espectáculo. Esta dinámica no solo se ha vuelto habitual, sino también deseable. En la nueva economía del morbo, todo puede ser monetizado, especialmente el sufrimiento ajeno.

Un grito, una caída, un escándalo íntimo grabado sin consentimiento: el mapeo digital no discrimina entre tragedia y entretenimiento. Lo que ayer era dolor privado, hoy es un fragmento viral desplazado por millones de pantallas. No se pregunta por el contexto, ni por el daño, ni por la verdad incluso ni por la mentira. Lo único que importa es que entretenga, que detone reacciones, que alimente el flujo incesante de atención digital. Que se mercantilice en su más amplia acepción En esta maquinaria de visibilidad permanente, lo humano es reducido a material consumible.

La era digital no ha inventado el espectáculo, pero sí lo ha perfeccionado. En La sociedad del espectáculo (1967), es decir que así ya casi sesenta años, Guy Debord anticipaba la progresiva sustitución de la vida auténtica por su representación. Hoy, ese proceso no solo se ha consolidado, sino que se ha vuelto ubicuo. No hay ámbito que escape a la lógica de la visibilidad constante: lo político, lo afectivo, lo artístico, lo cotidiano, todo se inscribe en un escenario diseñado para ser visto, juzgado, anlizado y consumido. Las redes sociales no son simplemente plataformas de comunicación; son sistemas de exposición, economías simbólicas que recompensan lo impactante, lo superficial, lo emocionalmente rentable.

Este nuevo orden ha reconfigurado la forma en que se construye la verdad. En lugar de ser verificada, la verdad ahora se mide por su capacidad de viralizarse. Según un estudio publicado en Science (Vosoughi, Roy y Aral, 2018), las noticias falsas se diseminan mucho más rápido que las verdaderas, especialmente aquellas que apelan al miedo o a la sorpresa. Esta dinámica no es un fallo del sistema, sino su diseño funcional. La desinformación se convierte en herramienta estratégica, y en manos de actores políticos, económicos o ideológicos, se transforma en arma. Así, la esfera pública se ve invadida por ficciones disfrazadas de hechos, y el debate democrático es sustituido por el enfrentamiento emocional.

La política, contaminada por esta lógica, ya no necesita propuestas: necesita relatos eficaces. No importa tanto lo que se dice, sino cómo se siente. Los algoritmos seleccionan el contenido que refuerza creencias previas, creando cámaras de eco donde el otro se transforma en enemigo, y el diálogo en confrontación. La democracia, que exige deliberación, se vuelve cada vez más espectáculo; y el ciudadano, que debía ser sujeto crítico, se convierte en espectador indignado.

Este fenómeno no se limita a la política o los medios de comunicación. También ha alcanzado al arte y la cultura. La exhibición inmoderada, alimentada por plataformas visuales como Instagram o TikTok, ha transformado la producción artística. Ya no basta con crear: hay que producir impacto. Obras como Comedian (2019) de Maurizio Cattelan —un plátano adherido con cinta adhesiva a una pared, vendido por 120.000 dólares— ejemplifican esta lógica. No importa el contenido conceptual de la obra, sino su capacidad de circular, de ser comentada, compartida, parodiada. El arte se vuelve viral, y lo viral sustituye lo valioso o por lo menos lo pone muy en duda.

Esto no implica que todo arte contemporáneo sea vacío, ni que la viralidad invalide su relevancia. Lejos estamos de ello. Existen propuestas que desafían esta lógica. El trabajo lumínico de James Turrell, o la narrativa lenta y sensorial de Apichatpong Weerasethakul, apuestan por una experiencia estética pausada, introspectiva, silenciosa. En un universo acelerado, donde el bullicio se ha vuelto norma, este tipo de obras resisten. Su sola existencia es una forma de crítica cultural.

Pero incluso dentro del arte más consciente, el espectáculo acecha. El performance, el videoarte, las intervenciones urbanas: todo puede ser aprisionado, convertido en “contenido”, monetizado. Marina Abramović, por ejemplo, ha sido tanto elogiada como criticada por sus performances extremos, que oscilan entre la denuncia y el guiño enfático. ¿Dónde termina la crítica y dónde comienza la autopromoción? La pregunta sigue abierta, pero revela un problema más profundo: en una cultura que premia la visibilidad, todo creador está obligado a convertirse en representante de su propia imagen.

Este mandato de visibilidad perpetua ha institucionalizado una forma tenue pero poderosa de narcisismo cultural. No se trata del narcisismo individual, como trastorno psíquico, sino de una estructura colectiva que moldea el deseo. En ella, el reconocimiento social —medido en seguidores, “me gusta”, reproducciones— se convierte en el criterio fundamental de valor. El yo se proyecta estratégicamente al espacio público, en una búsqueda constante de validación. El arte, la opinión, incluso la intimidad, se transforman en instrumentos para fortificar esa imagen. En este contexto, la creación cultural tiende a volverse autorreferencial, más interesada en exhibirse que en interpelar.

Esta forma de narcisismo no es necesariamente vanidad, sino un síntoma estructural. Como sugiere Byung-Chul Han en La sociedad de la transparencia, la necesidad de exponerse responde a una lógica de vigilancia voluntaria. El sujeto ya no es vigilado desde afuera, como en el panóptico de Foucault, sino que se expone en su totalidad, sin recato, ni autocritica: se comunica por sí mismo y con todos se explota. En esta dinámica, la libertad se vuelve simulacro, y la expresión personal, mercancía.

El espectáculo ha re/configurado nuestra relación con el sufrimiento. La exposición masiva de escenas de violencia, desgracia o humillación no genera compasión, sino morbo. En lugar de construir empatía, banaliza el dolor. Este fenómeno se observa en la viralización de linchamientos digitales, filtraciones íntimas, tragedias grabadas en tiempo real. La compasión se transforma en consumo emocional. Como advirtió Susan Sontag en Regarding the Pain of Others (2003), existe un punto en el que mirar el sufrimiento no nos acerca al otro, sino que nos anestesia frente a él. 

Frente a esta situación, cabría preguntarse: ¿es posible recuperar un espacio público que no esté sometido a la lógica del espectáculo? ¿Puede el arte, la política, las emociones, la vida cotidiana o la cultura resistir al mandato de la visibilidad instantánea? La respuesta no está en una nostalgia por el pasado ni en una censura autoritaria, sino en la creación de alternativas que pongan en el centro la reflexión, el silencio, la complejidad. Revalorizar la palabra lenta, el pensamiento crítico, el encuentro no mediado por cifras.

La transformación requiere también de políticas públicas: transparencia algorítmica, educación mediática desde etapas tempranas, apoyo a medios de calidad y a prácticas artísticas no comerciales. Pero sobre todo exige un compromiso ético de la ciudadanía. No basta con resistir al espectáculo desde la queja: es necesario asumir la responsabilidad de no replicar su lógica, de no legitimar con la atención lo que degrada el lenguaje, el pensamiento y la humanidad.

El escándalo, en este marco, opera como estrategia de visibilidad. Lo obsceno, lo grotesco o lo políticamente incorrecto no son disrupciones, sino mecanismos calculados para captar atención. Y como el narcisismo se alimenta de ser visto, el escándalo se vuelve combustible. La provocación se desliga del pensamiento, y se transforma en pose. Así, el ruido sustituye a la reflexión, y la furia momentánea, al compromiso sostenido.

Este ecosistema —donde convergen plataformas digitales, medios de comunicación y discursos políticos— no funciona sobre la base de la información, sino sobre la estimulación. Se premia lo breve, lo emocional, lo indignante. Las fake news no son un fallo del sistema, sino una consecuencia lógica de un entorno donde lo que importa no es la veracidad, sino la capacidad de circular. El clic, no la comprobación, es la unidad de medida del discurso. En este terreno, la desinformación no sólo confunde: organiza el pensamiento colectivo.

Porque el espectáculo, aunque lo parezca, no es inevitable. Es una construcción cultural, y como tal, puede ser cuestionada, modificada, desactivada. Pero ello exige una mirada lúcida, una voluntad colectiva y un compromiso con aquello que, en medio del ruido, aún puede sostenernos: la verdad, la dignidad, el otro.

Ilustración. Diana Olvera

Manchamanteles 

Arte y periodismo, aunque distintos, comparten una misión crítica: revelar lo oculto y cuestionar lo normalizado. En un contexto dominado por el espectáculo, ambos enfrentan la tensión entre la profundidad y la inmediatez. El periodismo lucha contra el sensacionalismo, y el arte, para mantenerse visible, recurre a veces a la espectacularización. Quizá, cuando se encuentran —en el arte documental, el fotoperiodismo comprometido o instalaciones con archivos periodísticos— generan formas de verdad y conciencia imposibles de alcanzar por separado. En esa intersección, el arte da forma a lo que el periodismo revela, y el periodismo aporta contexto a lo que el arte conmueve. El reto es reconstruir una esfera pública donde la verdad tenga un lugar más allá del escándalo.

Narciso el obsceno

En las redes sociales, el “yo” es un proyecto del mercado, una narrativa cuidadosamente curada. Se produce identidad como quien produce “contenido”, esperando aprobación, validación, viralidad. En la creación cultural, esta lógica narcisista convierte muchas obras en espejos: no buscan interpelar al otro, sino confirmar una imagen de uno mismo.

 

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