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La fragilidad de la paz ante los fantasmas del ideal

Por. Boris Berenzon Gorn

X: @bberenzon

 

En el presente convulso, escribir sobre la paz implica una tensión inevitable entre lo deseable y lo posible. La humanidad atraviesa una de esas coyunturas históricas donde las heridas abiertas del siglo XX conviven con los nuevos antagonismos del XXI. Guerras locales con efectos globales, líderes que encarnan la violencia del poder como espectáculo, y una economía que no busca la equidad sino la perpetuación de la desigualdad estructural, configuran un paisaje que exige una reflexión serena y crítica. Pero también, y quizá, sobre todo, un esfuerzo por repensar qué significa la paz cuando el lenguaje mismo se encuentra colonizado por ideologías que disfrazan la guerra de orden y la opresión de libertad.

Slavoj Žižek, en El sublime objeto de la ideología, recuerda que los sistemas políticos no funcionan solamente por medio de la represión, sino porque se sostienen en fantasmas colectivos, en significantes vacíos que logran movilizar pasiones y adhesiones. La paz, paradójicamente, es uno de esos significantes. Invocada por gobernantes, instituciones internacionales y movimientos ciudadanos, no siempre significa lo mismo. Para unos, es la estabilidad impuesta por la fuerza; para otros, es la búsqueda de la justicia; y para muchos más, es simplemente la ilusión de un mundo que nunca llega a existir.

Hoy, el mundo se encuentra atrapado entre esa retórica de la paz y la crudeza de la violencia. Ucrania, Palestina, Siria, Yemen, Sudán, son nombres que condensan la persistencia de guerras que las potencias deciden leer como oportunidades geopolíticas. En esos conflictos se juega no solo la supervivencia de pueblos enteros, sino también el dominio de rutas comerciales, de recursos energéticos y de tecnologías estratégicas. La paz se convierte, en este contexto, en un bien de lujo, una promesa que nunca logra concretarse porque el engranaje económico de la guerra es demasiado rentable para quienes lo controlan.

El presente escenario internacional está marcado por la irrupción de liderazgos populistas que encarnan, con diferentes matices, el retorno de una política donde la ideología opera bajo el disfraz del sentido común. Donald Trump, desde Estados Unidos, y Vladimir Putin, desde Rusia, representan versiones distintas de una misma lógica: la exaltación de la fuerza como criterio de legitimidad. Trump, con su estilo estridente y su nacionalismo económico, convirtió la política en espectáculo, apelando a un lenguaje que promete devolver la grandeza perdida a costa de expulsar, dividir y construir muros. Putin, en cambio, se erige como el defensor de una Rusia eterna, con una narrativa imperial que justifica la invasión de territorios vecinos en nombre de la seguridad y la tradición.

Ambos coinciden en algo esencial: desplazan la noción de paz hacia un discurso de poder. La paz, en sus bocas, no significa conciliación o justicia, sino control, hegemonía, imposición. Aquí aparece, una vez más, el análisis de Žižek: los sujetos no actúan porque crean en un ideal racional, sino porque están atrapados en fantasmas que les otorgan sentido. El fantasma de la “América grande” o de la “Madre Rusia” moviliza pasiones colectivas que normalizan la violencia y legitiman la dominación.

No puede comprenderse este estado del mundo sin atender al juego de intereses económicos que lo sostiene. La guerra, en términos capitalistas, es una inversión: industria armamentista, reconstrucción de países devastados, control de recursos energéticos, redes de migración forzada que alimentan economías precarias en el Sur global. Pero este juego no es solo económico. Está atravesado por la ideología, por un relato que naturaliza la guerra como inevitable, que convierte la precariedad social en responsabilidad individual y que presenta la desigualdad como consecuencia del mérito o el fracaso personal.

La paz, así, queda atrapada en una lógica contradictoria: todos la invocan, pero pocos están dispuestos a transformar las condiciones que hacen imposible su realización. Una paz que no cuestiona el capitalismo financiero, que no desmantela los dispositivos de control político y tecnológico, que no atiende a las desigualdades de género, raza y clase, no es más que un simulacro.

Žižek nos alerta sobre los mecanismos por los cuales la ideología funciona no solo como un engaño, sino como una estructura que organiza nuestra realidad misma. La paz, en este sentido, se ha convertido en una pantalla. Las instituciones internacionales emiten comunicados solemnes, las potencias firman acuerdos estratégicos, los gobiernos hablan de diálogo, pero en la práctica los ejércitos siguen avanzando, los drones siguen bombardeando, los desplazados siguen multiplicándose.

El simulacro de la paz es más peligroso que la guerra abierta porque anestesia la capacidad crítica. Nos hace creer que estamos en un proceso de resolución mientras la violencia continúa. Es lo que Žižek llamaría el “goce” oculto en la ideología: una parte de nosotros necesita creer en esa paz, aunque sepamos que no existe, porque la alternativa —reconocer la crudeza del sistema— sería insoportable.

Llegados a este punto, cabe preguntarse: ¿qué es la paz? Reducirla a la ausencia de guerra es insuficiente. La paz debe ser entendida como un proyecto de justicia social, de dignidad compartida, de reconocimiento de las diferencias y de cuidado del planeta. Una paz que no integra el desarrollo sostenible, la cultura y el patrimonio está destinada a ser frágil. Una paz que no pone en duda la lógica del consumo desmedido, de la explotación de recursos y de la marginación de comunidades enteras, solo será un intermedio entre guerras.

El verdadero desafío está en articular una cultura de paz que no se limite a los discursos diplomáticos, sino que se materialice en la vida cotidiana: en la distribución equitativa de la riqueza, en el acceso universal a la educación y la salud, en la construcción de espacios públicos donde la memoria y el patrimonio puedan ser compartidos como bienes comunes.

El mundo necesita una crítica radical de los fantasmas que lo gobiernan. El fantasma de la grandeza nacional, el de la seguridad absoluta, el del progreso ilimitado, son espejismos que han costado demasiadas vidas. Recuperar la paz implica desarmar esos relatos, abrir grietas en la ideología dominante y apostar por una ética del cuidado, de la solidaridad y de la responsabilidad colectiva.

Žižek nos invita a mirar donde no queremos mirar: al goce oculto en la violencia, al deseo inconsciente que sostiene la ideología. Solo al reconocer esos fantasmas podremos empezar a construir una paz distinta, no como simulacro, sino como posibilidad real.

El tiempo presente exige un pensamiento que se atreva a imaginar otro horizonte, que entienda que la paz no es una dádiva de los poderosos ni una tregua entre guerras, sino un proyecto civilizatorio que se construye en cada gesto cotidiano y en cada lucha por la justicia. En la encrucijada actual, con Trump y Putin como símbolos de una política que exalta la fuerza y desprecia la pluralidad, recordar este horizonte no es un lujo académico, sino una urgencia vital.

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