Por. Boris Berenzon Gorn
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La paradoja de la vida imperfecta: Vivimos en una época que parece demandar certezas absolutas y perfección inquebrantable. En este escenario, el error se ha convertido en un tabú, un fantasma que muchos temen enfrentar. La cultura contemporánea está marcada por un miedo silencioso a equivocarse, una ansiedad latente que regula cada gesto y palabra bajo un “deber ser” implacable. Se nos exige navegar la vida como si fuera una carrera hacia una verdad inmaculada, sacrificando la riqueza y complejidad de la experiencia humana en aras de una supuesta infalibilidad. Esta exigencia genera un ambiente donde la autenticidad se desvanece, sustituida por la presión de cumplir expectativas externas e internas que se tornan insoportables.
Desde una lectura filosófica, esta búsqueda incesante de certeza remite a las ideas de Hans-Georg Gadamer, quien nos recuerda que el conocimiento no es un absoluto final, sino un proceso hermenéutico abierto y siempre en construcción. La falibilidad no es un defecto, sino la condición necesaria para el diálogo, la comprensión y la verdad que nunca es definitiva. Reconocer que podemos equivocarnos es, entonces, un ejercicio de humildad epistemológica y vital, que nos permite abrazar la incertidumbre y el cambio como elementos constitutivos de nuestra existencia. Esta aceptación no solo es un desafío intelectual, sino una necesidad urgente para recuperar una vida auténtica, rica en sentido y en constante transformación.
Errar no es solamente tolerar un fallo, sino abrir la puerta a la creatividad, al aprendizaje y al crecimiento. Vivir bajo la tiranía del ideal inalcanzable, donde la culpa y el miedo gobiernan, condena a una existencia rígida y poco lúdica, sin espacio para la experimentación libre. La ausencia del juego —esa disposición que nos permite explorar sin miedo al juicio— convierte la vida en una experiencia angustiante, dominada por la vigilancia constante y el temor al fracaso.
El error no es solo un fallo a corregir: puede ser un punto de partida. Alexander Fleming, por ejemplo, no buscaba descubrir la penicilina cuando notó que un cultivo bacteriano se había contaminado accidentalmente con moho. Ese “accidente” salvó millones de vidas. Lo mismo ocurrió en la historia de la fotografía: Nicéphore Niépce y Louis Daguerre atravesaron múltiples fracasos técnicos antes de lograr fijar una imagen de forma permanente. Incluso en el arte, la equivocación ha dado lugar a hallazgos inesperados; en la pintura, las veladuras accidentales o las mezclas imprevistas de pigmentos han abierto caminos estéticos impensados.
En la ciencia y la tecnología, el margen de error es un laboratorio de posibilidades. Thomas Edison, cuando le preguntaron por sus múltiples intentos fallidos antes de inventar la bombilla funcional, respondió que no había fracasado, sino encontrado “mil formas que no funcionaban”. En la música, el jazz erige su belleza en la improvisación, donde un “error” en la nota puede transformarse en un nuevo motivo melódico. El error, en estos casos, no es un tropiezo a borrar, sino un acto creativo.
Pero errar no solo aporta innovación; también nos humaniza. Reconocer que podemos equivocarnos nos acerca a los demás, nos libera de la arrogancia y abre la puerta a la empatía. Un mundo donde nadie admitiese fallos sería insoportablemente rígido y egocéntrico. No se trata de glorificar la equivocación como si todo error fuera valioso: muchos son triviales o carecen de enseñanza. Pero incluso en esos casos, asumirlos sin culpa excesiva rompe el círculo de ansiedad y parálisis que impone el perfeccionismo.
En ese terreno frágil donde el pensamiento tantea la realidad, la falibilidad se revela como una virtud discreta y necesaria. Errar no es únicamente un tropiezo: es un acto que nos desnuda frente a nuestra propia vulnerabilidad y nos obliga a abandonar la ilusión de la certeza absoluta. En cada equivocación se abre la posibilidad de cultivar la humildad, la empatía y la apertura intelectual. Comprendemos, entonces, que el conocimiento no es un bloque inamovible, sino una arquitectura siempre provisional, levantada ladrillo a ladrillo con la argamasa de nuestros intentos fallidos.
Asumir esta condición nos conduce a lo que Nicolás de Cusa llamó la docta ignorancia: la conciencia lúcida de que, por vasto que sea nuestro saber, siempre habrá un horizonte que lo exceda. No se trata de una ignorancia vulgar, sino de un saber que reconoce sus propios límites y, por ello, se mantiene vivo y en movimiento. La docta ignorancia no paraliza; al contrario, impulsa a seguir buscando, pues entiende que todo conocimiento es, al mismo tiempo, un hallazgo y una invitación a seguir explorando. Reconocer nuestras fallas, entonces, no solo abre un diálogo más honesto y menos dogmático, sino que nos devuelve a la condición más profundamente humana: la de aprender sin cesar, sabiendo que el misterio nunca se agota.
No obstante, no todos los errores son provechosos ni conducen a una lección valiosa. Hay fallos absurdos, irrelevantes o simplemente casuales, que no transforman ni enseñan nada. Aceptar esta realidad sin añadirles la carga de la culpa o la autocrítica excesiva es fundamental para romper el círculo vicioso donde ansiedad y culpa se retroalimentan, paralizando nuestras acciones y deteriorando nuestro bienestar emocional.
En este contexto, el juego se presenta como un remedio poderoso contra la rigidez del “deber ser”. Al jugar, incorporamos el error como parte del proceso creativo, nos permitimos la libertad de experimentar sin la presión del juicio externo o interno. Rescatar esta actitud es vital para contrarrestar una cultura que a menudo invisibiliza el valor del ensayo y la equivocación como motores de creatividad y renovación.
La era digital amplifica estos dilemas de manera vertiginosa. La exposición inmediata, la viralidad y la cultura del “cancelar” transforman cualquier tropiezo en un espectáculo público, elevando la ansiedad ante el error a niveles insospechados. La presión por sostener una imagen impecable, sin fisuras, restringe la expresión auténtica y fomenta una intolerancia disfrazada de virtud. De ahí brota lo que podríamos llamar un narcisismo arrogante: la soberbia del “mi criterio es la medida de todas las cosas”, una convicción rígida que se aferra a su propia exactitud como un náufrago a una tabla. Este narcisismo opera como una brújula defectuosa: asegura que el rumbo es correcto incluso cuando conduce a callejones sin salida, donde aguardan el mundo grotesco, el aislamiento y la incapacidad de aprender.
Para cambiar este panorama, es urgente replantear la manera en que educamos, trabajamos y nos relacionamos. Debemos construir espacios que valoren la falibilidad como una etapa natural y enriquecedora del aprendizaje, donde la ansiedad sea contenida y la culpa aminorada. Solo así podremos fomentar una cultura basada en el respeto intelectual, la apertura y el juego, pilares indispensables para una vida más plena, flexible y digna.
En nuestra era contemporánea, la demanda social parece inclinarse hacia la exigencia de certezas absolutas y una perfección rígida, casi inquebrantable. En este clima, el error ha pasado a ser un tema prohibido, casi una prohibición que se evita a toda costa. La cultura en la que vivimos está permeada por un miedo latente a equivocarse, un temor que se traduce en una ansiedad persistente y silenciosa, siempre al acecho. Este estado de tensión constante impone un “deber ser” riguroso que regula no solo nuestras acciones, sino también cada palabra pronunciada, como si estuviéramos participando en una carrera interminable hacia una versión inmaculada de la verdad y del yo. En ese frenético afán por alcanzar una supuesta infalibilidad, se pierde de vista la riqueza de la experiencia humana y se sacrifica la autenticidad bajo la presión de cumplir con expectativas externas e internas.
Para transformar esta realidad, es necesario replantear las formas en que educamos, trabajamos y nos relacionamos. Debemos construir entornos donde la equivocación sea vista como una etapa natural y valiosa del aprendizaje, donde la ansiedad pueda ser contenida y la culpa minimizada. Solo así será posible promover una cultura que valore la sencillez, la apertura y el juego como fundamentos para una vida más plena y digna.
Aceptar la falibilidad humana es, en última instancia, abrazar nuestra condición más profunda y verdadera: seres imperfectos que avanzan entre luces y sombras, capaces de crecer, de crear y de amar con mayor autenticidad. Reconocer que equivocarse es tan esencial como respirar es un acto de valor y libertad, una entereza contra la tiranía de la perfección y el miedo.
Reconocer el error como parte inherente del proceso vital implica, por tanto, trascender la ansiedad y la culpa que la cultura del perfeccionismo genera, para cultivar una relación más amable y flexible con nosotros mismos y con los demás. Solo así podremos construir espacios —individuales y colectivos— donde la autenticidad florezca y la búsqueda de sentido no sea esclava de la ilusión de infalibilidad.
Solo al permitirnos fallar, sin culpa ni ansiedad paralizante, podremos habitar una vida más rica, flexible y profundamente humana.
Manchamanteles
Históricamente, la ciencia y el arte están llenos de ejemplos que ilustran cómo los errores, lejos de ser fracasos, han sido pivotes fundamentales para el avance del conocimiento y la cultura. Galileo Galilei, enfrentado a la ortodoxia de su tiempo, tuvo que aceptar la falibilidad de sus propias observaciones iniciales para avanzar hacia descubrimientos revolucionarios. En el arte, Pablo Picasso supo descomponer y reinventar la representación visual, aceptando la ruptura con lo establecido y, con ello, múltiples “errores” que redefinieron la belleza y la percepción. Estos ejemplos muestran que el error no solo es un mecanismo del aprendizaje, sino un motor de transformación cultural y personal.
Narciso el obsceno
El narcisismo del ‘yo nunca me equivoco’ es como un prototipo fracturado: te hace creer que siempre tienes la razón, aunque termines perdido en el callejón sin salida del ridículo.