La imaginación y la historia: leer entre líneas, recuperar lo silenciado - Mujer es Más -

La imaginación y la historia: leer entre líneas, recuperar lo silenciado

Por. Boris Berenzon Gorn

 

En México y América Latina, el pasado no es un conjunto cerrado de certezas ni una línea recta que conduzca al presente. Es, más bien, una trama abierta, entrecortada, disputada. En él conviven las voces que lograron inscribirse en los grandes relatos nacionales, y aquellas que apenas dejaron rastros —huellas fragmentarias, susurros atrapados en archivos judiciales, relatos rotos por la censura o por el miedo. Habitar esa tensión entre lo que se recuerda y lo que se borra exige algo más que acumulación de datos: demanda una mirada sensible, capaz de leer más allá de las palabras. En 1987, la historiadora Natalie Zemon Davis propuso precisamente eso: una forma de hacer historia que incluyera la imaginación como instrumento interpretativo, sin renunciar al rigor. En su ensayo Ficción en los archivos, ofreció una lección que, décadas después, sigue interpelando con fuerza a quienes buscamos comprender los pliegues más profundos del pasado.

Davis se adentró en un tipo de documento peculiar: las llamadas “cartas de remisión”, producidas en la Francia del siglo XVI por personas acusadas de crímenes. Se trataba de relatos que los acusados —muchos de ellos campesinos, artesanos, mujeres sin poder— dirigían al rey con la esperanza de obtener su perdón. A primera vista, estos textos podrían parecer simples versiones interesadas de los hechos. Pero Davis los leyó de otro modo: no como distorsiones o mentiras, sino como actos narrativos cargados de sentido. En ellos, quienes carecían de poder político o jurídico ponían en juego una forma de agencia: contaban una historia no solo para defenderse, sino para afirmar su pertenencia a una comunidad, para reinsertarse en un orden moral compartido, para recuperar dignidad.

Estos documentos no pretendían ofrecer una verdad objetiva, sino construir una narrativa creíble, ajustada a los valores de la época. En muchos casos, el acusado se presentaba como alguien que actuó movido por el honor, por la necesidad de proteger a su familia o por la injusticia sufrida a manos de otro. En esa construcción narrativa había algo más que estrategia jurídica: se revelaban los códigos sociales, las jerarquías emocionales, las formas colectivas de pensar la justicia. Davis comprendió que estas cartas, aunque formalmente dirigidas a una figura de autoridad, estaban escritas también para un lector implícito: la comunidad, la memoria colectiva, el imaginario compartido.

De allí su afirmación, tan provocadora como luminosa: “La imaginación no es el enemigo de la historia; es la herramienta que nos permite llenar los vacíos sin traicionar la evidencia.” No se trata de inventar, sino de interpretar con cuidado lo que no se dice, de reconstruir los contextos culturales que rodean a una palabra, de atender a los silencios tanto como a las declaraciones. La imaginación, en este sentido, no es un recurso literario, sino una forma de escucha. Escuchar a quienes no pudieron hablar del todo, o cuyas palabras nos llegan mediadas por la sospecha, por la censura o por la desesperación.

Esta propuesta metodológica, influida por la antropología interpretativa y por la historia cultural, adquiere una resonancia particular en el presente latinoamericano. Nuestros archivos están atravesados por las huellas del poder, pero también por los intentos de quienes, desde abajo, buscaron decir algo, dejar constancia, defenderse. Desde las cartas coloniales de indígenas que apelaban a la Corona para denunciar abusos, hasta los testimonios de sobrevivientes de dictaduras, los diarios íntimos de mujeres silenciadas o los expedientes de desapariciones forzadas, lo que encontramos no son verdades simples, sino relatos marcados por el miedo, la estrategia, el deseo de ser escuchados. Relatos que exigen, más que una lectura técnica, una lectura ética.

Hoy, en un México sacudido por la violencia estructural, por la impunidad, por la constante disputa sobre el derecho a la memoria, esta forma de mirar la historia no es solo pertinente: es urgente. Leer entre líneas es también resistir a las narrativas que buscan clausurar el pasado, que convierten la historia en monumento o en arma. Imaginación histórica es preguntarse qué no se dijo, quién no pudo hablar, cómo una comunidad intentó reconstruirse a pesar del daño.

Porque allí donde los otros imponen el olvido, la imaginación crítica se vuelve acto de memoria. No como consuelo, sino como gesto de reparación. Escuchar a quienes quedaron fuera de las crónicas oficiales —las madres que buscan a sus hijos, los pueblos desplazados, las mujeres que dejaron cartas como último testimonio— es una forma de decir que la historia no ha terminado, que sigue abierta en cada cuerpo ausente, en cada archivo incompleto, en cada palabra que no pudo escribirse. Rosario Castellanos lo supo desde la raíz cuando escribió: “Porque somos el silencio mismo, y el grito que lo rompe.” Y desde otro lugar del continente, Eduardo Galeano también nos advirtió: “La historia nunca dice adiós. Lo que dice siempre es: hasta luego.”

Es en ese “hasta luego” donde se instala la tarea del historiador, del lector sensible, del ciudadano que se rehúsa a olvidar. En un continente lleno de cicatrices y memorias disputadas, imaginar con rigor es también sembrar otra posibilidad de comunidad: una que no tema mirar de frente el horror, pero que tampoco renuncie a la ternura, a la justicia, a la reconstrucción. La historia, cuando se escribe desde abajo, desde los márgenes y con los oídos bien abiertos, no es una ciencia muerta: es una forma de cuidado. De sostener con palabras lo que la violencia quiso arrancar. De recordar, no para vengar, sino para no repetir.

Davis no nos invita a romantizar el archivo, ni a sustituir la investigación por la conjetura. Su propuesta es más exigente: nos llama a imaginar con responsabilidad, a asumir que el relato histórico no es transparente, y que el acto de narrar el pasado —sobre todo cuando se trata de vidas silenciadas— es un ejercicio delicado de interpretación, de escucha profunda, de empatía crítica.

En última instancia, se trata de devolverle densidad humana a quienes la historia oficial redujo a cifras, a expedientes, a notas al pie. Y en ello se juega también nuestra capacidad de construir un presente más justo. Porque la historia, bien entendida, no es un santuario del pasado. Es una forma de pensar quiénes fuimos, quiénes somos, y cómo elegimos recordar.

Recuperar esa densidad —esa voz entrecortada que se niega a desaparecer del todo— es también una manera de imaginar una comunidad distinta: una donde la justicia no sea solo legal, sino también narrativa; una donde la historia no oculte el dolor, sino que lo vuelva visible, pensable, compartible.

En última instancia, imaginar la historia con rigor es más que una estrategia académica; es un acto de resistencia frente a la violencia del olvido y la fragmentación. Es abrir espacios para que las voces que la historia oficial ha silenciado vuelvan a habitar el presente, reclamando reconocimiento y dignidad. En México y América Latina, donde la memoria colectiva se encuentra en constante tensión con el poder y la injusticia, esta forma de hacer historia nos invita a reconstruir comunidades desde la empatía y la escucha activa. Porque recordar no es solo rescatar el pasado, sino también imaginar futuros posibles que honren las complejidades de quienes nos precedieron. Así, la historia se convierte en un puente vivo entre lo que fuimos, lo que somos y lo que aún podemos llegar a ser.

En el vasto tejido de México y América Latina, la historia se despliega como un río que no cesa de fluir entre piedras y arenas movedizas, llevando en sus aguas las voces apagadas y los susurros de quienes resistieron el olvido. Cada archivo es una orilla donde se anclan fragmentos de memoria, y la imaginación del historiador es el puente que une lo visible con lo invisible, lo dicho con lo silenciado. Como el maíz que brota en tierras ásperas, la verdad histórica germina en medio de la incertidumbre, alimentando raíces profundas de identidad y pertenencia. Recordar, entonces, es sembrar con cuidado, entre la fragilidad y la fuerza, un relato que sea a la vez refugio y desafío, un acto de amor que convoque a las comunidades a reconocerse en su pasado para imaginar, con valentía, futuros posibles.


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