Por. Boris Berenzon Gorn
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Detrás de cada cuento que nos arrulló en la infancia se oculta una cicatriz silenciosa: huellas de la memoria colectiva que revelan no solo quiénes fuimos, sino también a qué le temía nuestra cultura. Son relatos que, bajo la forma de fábulas y fantasías, resguardan un patrimonio vivo, heredado entre susurros y silencios.
Desde tiempos remotos, la humanidad ha depositado sus temores, deseos, ideales y frustraciones en relatos que han viajado de generación en generación bajo la forma de cuentos, leyendas, mitos y proverbios. Estas narraciones, lejos de ser simples entretenimientos, constituyen verdaderos archivos del alma colectiva, donde el inconsciente individual se entrelaza con el inconsciente social. Como afirmó Erich Fromm, “la felicidad es una palabra que enorgullece a todo nuestro patrimonio cultural”, y es precisamente en estos relatos donde esa búsqueda, junto con sus sombras, se manifiesta simbólicamente. Aquí se propone una aproximación al universo simbólico de los cuentos populares a partir del psicoanálisis, para explorar cómo estas formas narrativas se inscriben en el vasto campo del patrimonio intangible y configuran identidades, memorias y formas de vida.
El psicoanálisis, desde sus inicios, ha mostrado una singular sensibilidad hacia la estructura simbólica del relato. Freud ya encontraba en los sueños una arquitectura narrativa comparable a los mitos; más adelante, pensadores como Jung, Lacan y Zizek desarrollaron nuevas formas de lectura de lo simbólico, reconociendo en los cuentos tradicionales un territorio fértil para explorar los arquetipos del inconsciente. Lejos de ser meras ficciones ingenuas, los cuentos populares operan como metáforas sucintas del conflicto humano, configurando escenarios en los que la subjetividad puede elaborar —de forma indirecta, pero poderosa— sus experiencias más complejas. En diálogo con disciplinas como la antropología y la historia, el psicoanálisis se convierte también en una vía para comprender las llamadas culturas vivas y el patrimonio intangible, al revelar cómo estas narraciones reflejan, transforman y transmiten modos de vida, creencias y memorias colectivas.
Una de las contribuciones más influyentes en esta línea proviene de Bruno Bettelheim, quien en Psicoanálisis de los cuentos de hadas propuso que las narraciones infantiles operan como recursos terapéuticos simbólicos. Para Bettelheim, los cuentos clásicos —Leñador, Hansel y Gretel, Blancanieves— permiten al niño proyectar sus temores y deseos en personajes arquetípicos, facilitando una resolución simbólica de las tensiones internas propias del crecimiento. A través del relato, el niño no sólo se entretiene, sino que también ensaya, a nivel inconsciente, estrategias de supervivencia emocional frente al abandono, la rivalidad, la muerte y el deseo.
Surge entonces una pregunta esencial: ¿qué hace que ciertos relatos sobrevivan en la memoria mientras otros se desvanecen? ¿Es la intensidad afectiva, la forma poética, el contexto de recepción o la figura de quien narra lo que determina su huella? La memoria no responde únicamente al contenido de la experiencia, sino también a su forma y al entorno en que fue vivida. El inconsciente retiene no sólo lo traumático o lo placentero, sino también lo ambiguo, lo perturbador, lo inacabado. Los relatos populares, al concentrar este tipo de elementos en imágenes potentes —una bruja, un bosque, una transformación mágica—, logran fijarse en la memoria colectiva con una fuerza casi ritual.
El reconocimiento de los cuentos y leyendas como patrimonio cultural inmaterial permite comprender que no se trata únicamente de formas literarias, sino de modos de transmisión de saberes no racionales. El inconsciente colectivo, según Jung, se estructura a partir de imágenes primordiales que se replican y transforman a través de las culturas. Esas imágenes encuentran en la oralidad un vehículo ideal: maleable, relacional, vivo. Lo intangible de este patrimonio no reside sólo en su forma narrativa, sino en su capacidad de resonar con estructuras psíquicas profundas que atraviesan generaciones.
Los cuentos no sólo narran aventuras fantásticas: también enseñan lo que debe ser temido y lo que debe ser deseado. En sus tramas se esconde una ética de la comunidad, a menudo implícita, que orienta la conducta colectiva. Castigan la codicia, premian la astucia, exaltan la solidaridad, censuran la transgresión de ciertos límites. En ese sentido, funcionan como pedagogías afectivas que legitiman ciertas formas de vida y excluyen otras. Lo fascinante es que, incluso cuando desobedecen la norma, lo hacen para señalarla.
Contar y escuchar cuentos produce sentido de pertenencia. Las palabras heredadas de los abuelos, los giros lingüísticos de una región, los relatos que sólo se entienden dentro de una cultura específica, constituyen una forma de arraigo. La tradición oral opera como una cartografía afectiva de los pueblos. Cada relato es una forma de habitar el mundo: quien comparte un mito comparte también una visión de la existencia.
La historia de las mentalidades, tal como la propusieron Aries y Duby, permite vincular el relato popular con los climas psíquicos de una época. En este cruce, el psicoanálisis ofrece claves interpretativas para entender cómo las emociones colectivas —miedo, esperanza, represión, deseo— se cifran en los relatos. La literatura popular no debe ser leída sólo como una fuente etnográfica, sino como una expresión de la vida psíquica de los pueblos. En este sentido, los cuentos populares mexicanos recopilados por Morábito o Traven son auténticas radiografías del espíritu nacional, atravesadas por el humor, la fatalidad, el ingenio y la violencia estructural.
Hoy, en la era digital, los relatos no han desaparecido: se han transformado. Circulan en redes sociales, videojuegos, series de streaming. Los arquetipos persisten, pero reconfigurados. La princesa ya no espera ser rescatada, el lobo puede ser víctima y el bosque se vuelve espacio de reinvención. Sin embargo, el núcleo simbólico permanece: seguimos necesitando relatos que den forma a lo indecible. En un mundo saturado de información, los cuentos siguen ofreciendo algo que la estadística no puede dar: sentido.
Los cuentos populares no pertenecen al pasado: son materia viva, en constante transformación. Su estudio desde el psicoanálisis permite reconocer en ellos algo más que entretenimiento o folclore: una forma de conocimiento sensible, una pedagogía emocional, un archivo de lo no dicho. Escuchar un cuento es también escuchar a quienes nos precedieron, a sus miedos, sus sueños, sus límites y sus pasiones. En cada relato antiguo que vuelve a contarse, resuena el eco de lo colectivo, lo ancestral y lo profundamente humano.
Manchamanteles
Las rondas infantiles, lejos de ser simples juegos cantados, actúan como dispositivos culturales donde el inconsciente colectivo se transmite con sorprendente eficacia desde la infancia. Su estructura rítmica, la repetición casi ritual y el contenido aparentemente inofensivo permiten al niño experimentar —sin mediación racional— situaciones de pérdida, exclusión, persecución o transformación. Ejemplos como “Estaba la pájara pinta sentada en su verde limón”, donde una figura ambigua es llamada y eventualmente desaparece, o “Los esqueletos salen de la tumba”, que introduce la noción de muerte bajo la forma de juego y humor, revelan cómo lo siniestro puede disfrazarse de diversión. En “Doña Blanca está cubierta de pilares de oro y plata”, la figura de una dama sitiada, vigilada y finalmente atrapada por un personaje amenazante, evoca tensiones entre protección y encierro, entre deseo y peligro. Estas imágenes, alojadas en el canto grupal, generan una experiencia afectiva que queda grabada en la memoria sin necesidad de ser completamente comprendida. Así, las rondas no solo socializan: simbolizan. Permiten a la psique infantil ensayar, en clave lúdica, el tránsito por emociones y situaciones fundamentales de la vida humana, haciendo del juego un puente entre el cuerpo, el lenguaje y la cultura.
Narciso el obsceno
El narcisismo, en los cuentos infantiles, aparece disfrazado de espejos mágicos, princesas perfectas y héroes invulnerables, como una necesidad profunda del yo de ser visto, admirado y validado, aun a costa de perderse en su propia imagen encantada.