Cuando el sol se detiene - Mujer es Más -

Cuando el sol se detiene

Foto: Pixabay

Por. Boris Berenzon Gorn

“En el día más largo, hasta la luz titubea, porque toda cumbre sabe que el descenso es inevitable.”

El solsticio de verano señala el instante en que el día alcanza su máxima extensión. En México, este fenómeno sucederá este 20 de junio de 2025 a las 19:42 horas, cuando el Sol toque su punto más alto en el hemisferio norte. Pero más allá de ser un simple evento astronómico, el solsticio es un símbolo vivo, una suerte de poema que la naturaleza escribe con luz y sombra, y que habla también de la condición humana. Es un momento en que el tiempo parece dilatarse, la luz se expande con generosidad casi excesiva, y el alma se enfrenta a sus propios claroscuros.

La luz, en esta cúspide solar, no es solo un don que ilumina el mundo, sino un interrogante que desarma. Nos baña con una claridad tan intensa que nada puede esconderse. Es como si el sol, en su punto máximo, nos desnudara el alma y nos obligara a mirarnos sin máscaras. Esta iluminación plena desata un vaivén entre la alegría exuberante y una nostalgia sutil que se instala en el fondo del pecho. Es la paradoja del solsticio: la luz que nos eleva también nos confronta con nuestras propias sombras.

Así, el día más largo se convierte en un espejo gigante donde se reflejan las emociones reprimidas, los anhelos olvidados y los duelos que aún no terminan. En ese día en que la tierra parece detenerse para tomar aliento, el corazón se detiene también, como invitándonos a hacer un alto, a escuchar ese silencio que tanto tememos. Porque en la cima de la luz está la promesa oculta de la caída, el conocimiento ancestral de que todo lo que sube debe bajar. Es la lección antigua de la impermanencia, inscrita en cada hoja, en cada río, en cada latido.

La melancolía que acompaña al solsticio no es una tristeza vana, sino una especie de duelo necesario, un rito íntimo que conecta con el ciclo eterno de la vida. Nos recuerda que la alegría desbordante solo es posible porque existe el límite, porque sabemos que la noche llegará, porque el verano se inclina inexorable hacia el otoño. La luz prolongada, entonces, se vuelve un acto de valentía, un desafío contra el miedo a la oscuridad, una celebración fugaz de la vida en todo su esplendor y fragilidad.

Esta experiencia no se vive en soledad absoluta. La luz de ese día se comparte en la comunidad, en la pareja, en el tejido humano que sostiene la existencia. En la compañía, la intensidad del sol se traduce en calor humano, en la red de miradas y gestos que nos confirman que no somos islas, sino archipiélagos conectados. La pareja, bajo la luz extensa del solsticio, es como un sistema solar en miniatura: dos cuerpos girando en órbitas que se acercan y alejan, con ciclos de calor y distancia, de proximidad y separación. En esa danza, se aprende que la pasión no es solo fuego, sino también paciencia, aceptación y complicidad con la incertidumbre.

La comunidad, a su vez, es el gran refugio donde la existencia individual encuentra sentido y pertenencia. Compartir la luz y la sombra con otros humanos es reconocer la fragilidad común y el miedo compartido a la desaparición. La muerte, ese espectro que el solsticio no puede disipar, se vuelve menos temible cuando sabemos que formamos parte de un relato mayor, un río que sigue fluyendo más allá de cada cuerpo. El solsticio nos invita a este abrazo colectivo, a celebrar juntos la vida y a sostenernos en la oscuridad que vendrá.

Desde una perspectiva psíquica, la luz máxima del solsticio revela el juego oculto de nuestras emociones más profundas. En estos momentos, lo reprimido tiende a emerger, como si la claridad intensa del día forzara a la mente a sacar a la superficie aquello que usualmente mantenemos en las sombras. La lucha interna entre el deseo y la represión, entre la esperanza y el miedo, se vuelve más visible. Es la conciencia de la finitud, la aceptación dolorosa pero necesaria de que la muerte es el límite que configura toda nuestra experiencia vital. Y es esa misma conciencia la que impulsa a la vida a desplegarse con más intensidad.

En este diálogo entre luz y sombra, cuerpo y alma, no podemos olvidar las enseñanzas de los antiguos sabios. Atanasio Kircher, aquel erudito del siglo XVII, vio en el Sol mucho más que una estrella: lo percibió como un símbolo del conocimiento y del misterio cósmico, un lenguaje que nos habla a través de la luz, pero que todavía nos cuesta descifrar plenamente. En los laberintos de sus ideas, la luz solar es una inteligencia que conecta el universo con lo humano, un faro que guía, pero también que desafía.

Por su parte, las obras de M. C. Escher, con sus escaleras infinitas y mundos que se pliegan sobre sí mismos, nos ofrecen una metáfora visual perfecta para entender el ciclo solar. El solsticio, como una litografía de Escher, nos muestra que el movimiento no es lineal, sino circular, que en cada cima está inscrito ya el descenso, que el día más largo contiene en sí mismo la semilla de la noche que viene. Vivir es, entonces, aceptar este juego paradojal, este constante fluir entre luz y sombra, vida y muerte, presencia y ausencia.

En medio de esta complejidad, la sonrisa se erige como un acto sencillo, pero profundamente humano. En ese instante de máxima luz y conciencia, sonreír es una manera de decir “aquí estoy”, de resistir la angustia con un destello de humor y ternura. La sonrisa es un puente que conecta, un lenguaje universal que afirma la vida en su misterio y en sus contradicciones.

Cuando el sol se detiene, también el alma se detiene para reconocerse vulnerable, finita, y; sin embargo, maravillosamente conectada. El solsticio no es solo un evento en el calendario; es una invitación a habitar nuestra fragilidad con coraje, a compartir la luz y la sombra con quienes nos rodean, a enfrentar el temor a la muerte desde la fuerza de la comunidad y el amor.

Y quizás, solo quizás, la respuesta no venga del lenguaje ni de la ciencia, sino de ese saber silencioso que habita el cuerpo cuando siente que ha llegado un día especial. Un día para mirar la luz sin temor, para agradecer la sombra sin culpa. Un día donde el tiempo no avanza ni retrocede, sino que simplemente… se queda.

Como el sol…

Porque, si la existencia es un equilibrio sutil entre el brillo y la oscuridad, entre la presencia y la ausencia, entre el miedo y la esperanza, ¿no es entonces curioso que sigamos perdiendo las llaves justo cuando el sol más ilumina?

 

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