RIZANDO EL RIZO: Denegar la guerra, sostener la violencia - Mujer es Más -

RIZANDO EL RIZO: Denegar la guerra, sostener la violencia

Por. Boris Berenzon Gorn

 

La guerra, al igual que el trauma, no siempre aparece como un acto. A menudo se manifiesta como un silencio, una interrupción en el discurso, una figura ausente en el horizonte del pensamiento. No siempre se grita. No siempre se denuncia. A veces se oculta bajo un barniz de tecnicismos, se disuelve entre cifras, o se enuncia con la voz opaca de la diplomacia. Pero negar la guerra no la borra: sólo la vuelve más feroz, más profunda, más difícil de detener.

Entre Israel e Irán, se libra una guerra que no siempre se nombra. Los titulares hablan de “respuesta estratégica”, “ataques quirúrgicos”, “contención regional”. La narrativa del poder ha logrado lo que la censura jamás pudo: hacer de la violencia un concepto higiénico, aséptico, sin sangre ni víctimas. En ese acto de camuflaje opera una forma profunda de denegación. Freud nos enseñó que no basta con que el sujeto diga “eso no es mi deseo” para que el deseo desaparezca; al contrario, en esa negación se revela el rastro de lo reprimido. La cultura, en su forma actual, hace lo mismo con la guerra: la niega mientras la sostiene.

Freud abordó este mecanismo en su ensayo de 1925 sobre la Verneinung, donde señala que el inconsciente puede permitir la emergencia de lo reprimido a condición de que se niegue su realidad. Así, cuando un paciente dice “esto no es un sueño erótico”, en realidad está confesando su contenido más íntimo. La cultura contemporánea, por su parte, dice “esto no es una guerra” para autorizar su continuidad. Lo que se niega no se elimina; se mantiene activo, operando bajo la superficie. La guerra se convierte en una política, en una economía, en un régimen afectivo.

Desde El malestar en la cultura, Freud anticipó que la represión de las pulsiones destructivas no suprime su fuerza. La agresividad, desplazada y disfrazada, encuentra siempre una vía de retorno. ¿Y qué es la guerra sino el escenario donde las pulsiones de muerte se ejercen con legitimidad política? La guerra desborda las instituciones que pretenden regularla. En ese exceso se muestra no sólo el fracaso de la cultura, sino también su núcleo estructural: la imposibilidad de abolir del todo la violencia.

La prensa, en tanto mediadora simbólica de lo real, cumple una función decisiva en esta bolsa del encubrimiento. Ya no basta con censurar las imágenes; basta con traducirlas a una lengua que las neutralice. Las bombas “impactan objetivos”, los civiles “fallecen”, las ofensivas “persiguen intereses estratégicos”. El agente desaparece. La gramática absuelve. La sintaxis actúa como un operador de denegación colectiva: evita la atribución de culpa, diluye el sentido de responsabilidad, alivia la incomodidad moral del espectador.

Pero esta operación no es inocente. Es una forma activa de reproducción de la violencia. Cada vez que una redacción opta por el eufemismo, cada vez que una muerte se convierte en un dato, la guerra avanza sin resistencia simbólica. Y lo más preocupante es que esta denegación no necesita de la mentira: se nutre del tecnicismo, del relativismo, de la falsa imparcialidad que pone en simetría lo asimétrico.

En La marcha de la locura, Barbara Tuchman demostró que la historia está atravesada por decisiones políticas suicidas que los actores ejecutan aun sabiendo sus consecuencias. Esa locura no es ausencia de razón, sino su corrupción. Es la razón puesta al servicio del desastre. En el caso de la guerra, la locura no está en quien dispara, sino en quien justifica el disparo. Quien habla en nombre del equilibrio, del derecho a la defensa o del realismo geopolítico, contribuye —quizá sin saberlo— a la prolongación del conflicto.

No puede analizarse esta denegación sin mencionar el papel central de las potencias mundiales. Estados Unidos, Europa, China y Rusia ejercen su influencia no sólo con armas, sino con relatos. El silencio ante ciertos crímenes, la condena selectiva, el doble estándar diplomático, son también formas de participación activa. Estados Unidos, en particular, juega a ser árbitro mientras actúa como jugador. Financia, arma, protege o condena según sus intereses estratégicos, pero rara vez asume el papel de parte. En esta lógica imperial, la guerra se convierte en instrumento de gestión del orden global. Su negación, entonces, no es ignorancia: es estrategia.

En esta marcha hacia el abismo, la denegación actúa como un lubricante ideológico. Permite que la maquinaria bélica se mantenga sin fricciones internas. No hay preguntas, no hay juicios, no hay incomodidad. Todo ha sido cubierto por la pantalla del discurso: una imagen que no muestra, una palabra que no dice, un silencio que consiente.

Pero si algo nos enseña la historia —y el psicoanálisis— es que lo reprimido siempre retorna. Lo negado exige ser dicho. Las guerras no resueltas no desaparecen; se heredan. Lo que no se nombra hoy se convertirá en el trauma de mañana. El lenguaje tiene entonces una responsabilidad ineludible: no sólo describir el mundo, sino producirlo. Por eso, la forma de hablar de la guerra no es un asunto de estilo: es un tema ético.

Nombrar la guerra como tal es recuperar el valor de lo intolerable. Es negarse a la complicidad. Es asumir que hay vidas que no pueden reducirse a “daños colaterales”, que hay agresiones que no pueden justificarse como estrategias. Es recordar que cada palabra importa, porque cada palabra puede proteger o exponer una vida.

Tal vez la función de quien opina, en este presente saturado de ruido, sea justamente la de restaurar el sentido: resistir la denegación, recuperar el espesor moral del lenguaje, decir lo que otros prefieren no decir. No se trata de opinar, sino de recordar. No se trata de señalar culpables, sino de restituir la dimensión humana del conflicto. Porque cuando todo tiende a la simplificación, al automatismo, al olvido, nombrar con precisión es un acto de resistencia.

Denegar la guerra es sostenerla. Decirla, con todas sus letras, puede ser el primer paso para interrumpir su marcha. Y esa interrupción —aunque mínima, aunque tardía— es siempre una posibilidad de humanidad.

Ilustración. Diana Olvera

Manchamanteles 

La denegación de la guerra se infiltra también en los dominios donde, paradójicamente, más se la ha nombrado: la cultura, la música, la literatura. En esos territorios simbólicos, la guerra ha sido cantada, narrada, representada con crudeza o lirismo, como si el arte tuviera la misión de redimir lo irredimible.  En la actualidad, asistimos a una forma más sutil de negación: la estetización del conflicto, su conversión en espectáculo o fondo emocional despolitizado. La música que habla de guerras ya no incomoda; se transforma en consumo melancólico. La literatura bélica, en muchas ocasiones, cae en la nostalgia heroica o el artificio narrativo. La cultura, que alguna vez gritó contra el horror, parece hoy adaptarse a él, narrándolo sin urgencia, armonizándolo hasta volverlo tolerable. 

En este desplazamiento, lo simbólico no confronta al poder, sino que corre el riesgo de convertirse en su máscara, participando —desde la forma más bella— en la denegación de lo intolerable.

Narciso el obsceno

La denegación de la guerra es, en muchos casos, un acto de narcisismo colectivo: una necesidad de preservar una imagen moral de sí mismo incluso a costa de ignorar el sufrimiento que se perpetra en nombre de esa imagen.

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