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Todos somos migrantes

Foto: @EROSaltLakeCity

Por. Boris Berenzon Gorn

 

 

La historia de la humanidad es, ante todo, la historia del desplazamiento. Desde las primeras migraciones prehistóricas impulsadas por la necesidad de agua, alimento o abrigo, hasta los actuales flujos humanos que desafían muros físicos y legales, el movimiento ha sido una constante en la experiencia humana.

Migrar no es una excepción, sino una pulsión esencial que ha modelado culturas, lenguajes, sociedades enteras. A lo largo del tiempo, lo que se ha transformado no es la necesidad de migrar, sino la forma en que lo comprendemos y regulamos. Migramos por necesidad, por temor, por esperanza; pero en cada paso hay una afirmación de dignidad: la búsqueda legítima de una vida mejor.

En ciudades como Los Ángeles, esa condición migrante se vuelve visible y cotidiana. Sus calles, barrios y mercados son un mosaico vivo de orígenes, lenguas y trayectorias. Sin embargo, esta ciudad, celebrada por su diversidad, ha sido también escenario de profundas contradicciones.

Durante la administración de Donald Trump, las políticas migratorias federales intensifican la persecución de comunidades vulnerables, recurriendo a redadas, detenciones arbitrarias y separaciones familiares. Bajo la consigna de una seguridad nacional endurecida, se impuso una lógica de exclusión que convirtió en amenaza a quien simplemente busca sobrevivir. En respuesta, miles de ciudadanos y ciudadanas se movilizaron en Los Ángeles y otras ciudades santuario, exigiendo que la dignidad humana no sea un privilegio condicionado por el lugar de nacimiento ni por un documento.

La reducción de personas a cifras y estatus migratorios no solo invisibiliza sus historias, sino que niega su valor intrínseco. La migración ha sido —y sigue siendo— el motor de renovación cultural, de intercambio económico y de creatividad social. Pensadores contemporáneos como Zygmunt Bauman han descrito cómo la fluidez del mundo moderno ha erosionado las certezas y reforzado la movilidad como condición estructural de la existencia global. Pero si bien las fronteras pueden ser porosas para el capital o la información, suelen volverse implacables para los cuerpos. Por eso, pensar la migración hoy implica un acto ético: reconocer que la movilidad humana no debe gestionarse desde la sospecha, sino desde la corresponsabilidad.

La filósofa Judith Butler ha subrayado la importancia de hacer visible la precariedad que compartimos como seres humanos. En quienes migran se condensa esa vulnerabilidad: el riesgo físico, la inestabilidad legal, la exposición a la violencia institucional. Tratarles como problemas o amenazas reproduce un orden social que administra el sufrimiento en lugar de enfrentarlo. En esta misma línea, Achille Mbembe denuncia las prácticas contemporáneas que establecen, con criterios de conveniencia política o económica, quién merece vivir con dignidad y quién queda relegado al margen de la existencia. La necropolítica se materializa en los centros de detención, en las deportaciones silenciosas, en la indiferencia legal.

Los Ángeles, y muchas ciudades como ella, se encuentran hoy en una encrucijada. O bien se limitan a gestionar la diversidad como un riesgo, o bien la entienden como una posibilidad transformadora. Saskia Sassen ha propuesto leer las ciudades globales como escenarios donde lo migrante no solo está presente, sino que reconfigura lo social. En estos espacios se redefine constantemente lo que entendemos por ciudadanía, por pertenencia, por comunidad. La cultura, lejos de ser una esencia inmutable, es un proceso abierto de mestizaje, de hibridación, de diálogo inacabado. Toda identidad está atravesada por el otro.

Por ello, afirmar que “todos somos migrantes” no es una metáfora vacía, sino un gesto de memoria y de verdad. Hemos migrado de territorios, de lenguas, de oficios, de creencias. La movilidad forma parte de la construcción de nuestras subjetividades y de nuestras sociedades. Recordar esto es resistir a los discursos que promueven el miedo, la pureza cultural o la exclusión sistemática. La historia de cualquier pueblo es también la historia de sus cruces, de sus intercambios, de sus desplazamientos.

Hoy, más que nunca, urge repensar nuestras políticas y nuestras narrativas. No se trata únicamente de regular flujos, sino de replantear los principios desde los cuales convivimos. La paz no es la simple ausencia de violencia: es la presencia activa de justicia, de reconocimiento mutuo, de vínculos solidarios. Una sociedad que niega derechos por razones de origen socava sus propios fundamentos éticos. Reconocer a quien migra no como un extraño, sino como parte de un destino común, es el primer paso hacia una democracia verdaderamente inclusiva.

La dignidad humana no necesita visados ni autorizaciones. No se concede desde arriba ni se negocia en tribunales: se reconoce o se vulnera. Y allí donde se vulnera, se abre una herida que compromete a toda la comunidad. La migración, lejos de ser un reto que debilita, puede ser la fuerza que renueve nuestros pactos sociales y morales. Porque al final, todos somos migrantes: de tierras, de tiempos, de ideas. Y esa condición compartida no es una amenaza, sino una promesa.

 

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