Por. Boris Berenzon Gorn
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Pocas palabras antiguas han cobrado tanta actualidad como el narcisismo. Heredado de la mitología griega, donde Narciso muere ahogado en la contemplación de su propia imagen, el término ha atravesado siglos para instalarse en el corazón mismo de la cultura contemporánea. Alexander Lowen, en su ya célebre obra El narcisismo: la enfermedad de nuestro tiempo, no exageraba al afirmar que esta patología se ha convertido en el molde invisible de las relaciones humanas, de la política, de la economía y hasta del lenguaje. Vivimos —nos dice— en una época en la que el yo ha sustituido al nosotros, la imagen al vínculo, y la autoidolatría a la experiencia compartida.
Desde el psicoanálisis, Freud fue quien introdujo el concepto en 1914, distinguiendo entre un narcisismo primario —natural en el desarrollo infantil— y un narcisismo secundario, que surge cuando la libido se retira del mundo y vuelve hacia el yo, impidiendo el lazo con el otro. Posteriores desarrollos teóricos, como los de Heinz Kohut, que vio el narcisismo como una estructura defensiva frente a un yo herido, o de Otto Kernberg, que diferenció el narcisismo benigno del maligno, permitieron afinar aún más la comprensión de esta condición. Pero fue Lowen quien lo contextualizó antropológicamente: el narcisismo no es solo una enfermedad psíquica, sino una forma de vida que nace del colapso de los vínculos comunitarios, de la ruptura entre el ser humano y su cuerpo, y del vaciamiento espiritual que caracteriza al mundo moderno.
Bajo esta luz, el narcisismo ya no aparece como un trastorno individual, sino como un síntoma cultural. Se refleja en el comportamiento de líderes políticos que no representan a sus pueblos, sino que los manipulan como espejos de su vanidad. El poder, cada vez más, se ejerce no como servicio, sino como espectáculo. Las democracias degeneran en teatros donde el político se transforma en celebridad, donde importa más el número de seguidores que el contenido de sus ideas. El narcisismo del poder, entonces, no es solo una problemática psicológica, sino una distorsión estructural de la ética pública. El político narcisista no gobierna; actúa. No dialoga; seduce. No responde; se exhibe. Como en una escena ritual perversa, el aplauso sustituye al consenso, y la imagen se convierte en sustancia.
El amor también ha sido invadido por esta lógica. En un mundo donde el otro es percibido sobre todo como espejo de nuestra autoestima, la capacidad de amar se reduce a la capacidad de ser admirado. Las relaciones se tornan frágiles, transaccionales, efímeras. El otro deja de ser sujeto para volverse objeto de validación, recurso emocional o escenario narcisista. En este modelo, no se ama realmente al otro, sino que se lo necesita para confirmar un yo idealizado que no tolera la soledad ni la crítica. Lo advertía Lowen con lucidez: el narcisista no siente amor, pues ha perdido contacto con su propio cuerpo y emociones; busca ser amado para no enfrentarse al vacío que lo habita. Así, el amor ya no es un encuentro entre dos libertades, sino una transacción simbólica entre dos carencias.
La educación no ha quedado al margen de esta transformación. En nombre de la autoestima, muchas pedagogías han fomentado un narcisismo precoz, evitando la frustración, el límite o la corrección. Se educa al niño como si fuera excepcional por el mero hecho de ser, sin enseñarle a confrontar su propia sombra, ni a soportar el fracaso. El elogio constante reemplaza la exigencia, y el yo infantil se infla hasta volverse frágil. De este modo, se cultivan generaciones que confunden amor propio con grandiosidad, derecho con privilegio, y libertad con desregulación emocional. Se forma al individuo no para estar con otros, sino para destacarse de ellos. Lo que parecía una defensa del valor personal, ha terminado por socavar las bases mismas de la comunidad.
En esta confusión, la autoestima —concepto sano y necesario— se ha diluido en una caricatura narcisista. La autoestima verdadera nace del reconocimiento interno de nuestro valor, mientras que el narcisismo depende de una constante confirmación externa. El primero nos fortalece; el segundo nos esclaviza. El narcisista no se ama a sí mismo: se adora para no enfrentarse al abismo de no sentirse amado. De ahí que la búsqueda de reconocimiento, cuando se convierte en adicción, no cure la herida, sino que la agranda.
Desde una mirada antropológica, puede verse cómo el narcisismo crece donde las estructuras colectivas se disuelven. En sociedades tradicionales, la identidad del individuo estaba tejida por vínculos familiares, tribales o religiosos. La pertenencia era más importante que la imagen. El sujeto era, ante todo, parte de un grupo, de una historia, de una responsabilidad común. En cambio, las sociedades modernas, marcadas por el individualismo, han desplazado la identidad hacia el consumo, la competencia y la autoexposición. Se ha sustituido el rito compartido por la performance individual. El sujeto ya no se define por su lugar en una red de sentido, sino por su visibilidad. El “yo” se convierte en una marca, en un producto que debe venderse bien en redes sociales, en plataformas, en la vida misma. Esta mutación cultural ha generalizado lo que antes era una excepción clínica: el narcisismo como patrón de existencia.
Esta forma de vida se manifiesta con especial claridad en el uso que hacemos de la tecnología. Las redes sociales, lejos de ser simples herramientas, son verdaderas fábricas de narcisismo: nos impulsan a mostrar en lugar de vivir, a hablar más que a escuchar, a seducir más que a conectar. La vida se convierte en escaparate, la intimidad en contenido, y la emoción en mercancía. Como advertía Byung-Chul Han, vivimos en la “sociedad de la transparencia”, donde todo debe ser expuesto, registrado, validado. No hay lugar para la sombra, el silencio o el misterio. Y sin ellos, el yo se disuelve en una imagen vacía que necesita renovarse cada día.
La historia ha conocido líderes narcisistas, épocas narcisistas. Pero nunca como ahora el narcisismo ha sido tan difundido, tan aplaudido, tan deseado. Lo que antes era patología, hoy es norma. Lo que antes era advertencia, hoy es aspiración. Ya no son solo los poderosos quienes encarnan este trastorno: todos, en mayor o menor medida, participamos de él. Todos buscamos, en algún momento, ese reflejo que nos devuelva la ilusión de ser únicos, admirables, invulnerables. Pero detrás de esa ilusión, como en el mito, siempre se esconde el riesgo de ahogarnos en nosotros mismos.
Frente a este panorama, cabe preguntarse hacia dónde vamos. ¿Puede sobrevivir una sociedad que ha hecho del yo su religión y del otro un medio para su afirmación? ¿Es sostenible una cultura que ha reemplazado la comunidad por la competencia, el cuerpo por la imagen, la experiencia por el espectáculo? Las respuestas no son fáciles, pero la dirección necesaria es clara: debemos reaprender a mirar, a escuchar, a sentir. Reencontrar el valor del rostro frente al espejo. Educar en el límite y la empatía. Recuperar la experiencia del cuerpo, del silencio, del dolor como parte constitutiva de la vida humana.
El narcisismo no se cura con más narcisismo, sino con humildad con autocritica y principio de realidad. No se supera inflando el ego, sino reconociendo su fragilidad. Como advertía Freud, el equilibrio psíquico se funda en la capacidad de amar y de trabajar. Como insistía Lowen, el camino de regreso empieza por el cuerpo, por el otro, por el coraje de ser sin necesidad de parecer.
Tal vez no sea el odio ni la guerra, ni siquiera la pobreza, lo que destruya al ser humano moderno. Tal vez sea su ceguera frente al otro. Su incapacidad de amar a nadie más que a su propio reflejo.
Manchamanteles
En la cultura pop actual, el narcisismo no solo está presente: se ha convertido en su columna vertebral. Celebridades, influencers y figuras públicas ya no son admiradas por lo que crean, sino por cómo se muestran; la autenticidad ha sido reemplazada por la estética de lo espectacular. La lógica narcisista atraviesa desde los videoclips hasta los realities, desde Instagram hasta TikTok: lo importante no es vivir, sino documentar que se vive, y hacerlo de forma atractiva, deseable, viral. Esta cultura produce ídolos que se autoproclaman “marcas personales” y enseñan a sus seguidores no a ser, sino a parecer. El narcisismo, en este contexto, no es visto como una patología, sino como una estrategia de éxito. El “yo” se convierte en producto, y el mundo en un escaparate. Pero en esa sobreexposición constante, lo que se pierde es precisamente la experiencia vital, el vínculo real, el silencio necesario para existir fuera del espectáculo. La cultura pop narcisista no solo refleja la sociedad; la educa, la moldea y la acelera en su deriva hacia el vacío.
Narciso el obsceno
No es vanidad, suele decir; es amor propio. Pero con luces, cámara y edición profesional.