¿Dolor o entretenimiento? La tragedia como formato - Mujer es Más -

¿Dolor o entretenimiento? La tragedia como formato

Foto: Pixabay

Por. Boris Berenzon Gorn

 

Entre quienes nacimos con la televisión en todo su fulgor y crecimos en medio del esplendor de los medios masivos, aún quedamos algunos que —con todo y las críticas— seguimos teniendo cierto afecto por lo que Carlos Monsiváis llamó irónicamente “la caja idiota”. Ese aparato que nos informaba, nos entretenía, y a veces, hasta pretendía educarnos. Pero esa misma pantalla, hoy multiplicada en miles de formatos y plataformas, se ha convertido también en vitrina del horror. Vivimos en una era donde la violencia no solo ocurre: se transmite, se comparte, se multiplica. Está en los noticieros, en los titulares, en las redes, en los memes. La muerte violenta, el crimen brutal, la catástrofe natural, la masacre escolar, el abuso policial… todo puede convertirse en contenido de alta rotación. La tragedia, ahora, es parte del feed, una mercancía más en el escaparate del consumo emocional inmediato. Lo cierto es que cada vez estamos más atrapados entre el espectáculo de la tragedia y las falsas noticias o fake news y el negocio del terror. La exacerbación de la realidad. la vulgaridad del miedo todos los días son la nota. Y ya basta.

No es casualidad. Desde hace casi un siglo, los medios de comunicación han sido objeto de estudio no solo por su capacidad para informar, sino por su inmenso poder para influir y moldear la opinión pública. A partir de la década de 1930, con la noción de “masas” entendida como la pérdida del individualismo y la homogeneización del pensamiento, surgió un nuevo campo de investigación que buscaba comprender cómo los medios podían manipular a la sociedad. Fue en ese contexto, y con el recuerdo aún fresco del uso propagandístico del nazismo —que exaltaba el patriotismo y la guerra como deber supremo—, que se formuló la primera gran teoría de la comunicación: la teoría de la aguja hipodérmica.

Propuesta por Harold Lasswell, esta visión entendía la propaganda como una inyección directa de ideas en una audiencia pasiva, casi indefensa, ante símbolos, discursos o imágenes que buscaban imponer una forma de pensar. Hoy, esa lógica no ha desaparecido: solo ha cambiado de envoltorio. Los medios saben que lo que duele, vende. Que lo que asusta, atrae clics. Y que, en un mercado saturado de estímulos, lo que impacta tiene más valor que lo que explica. Así se reinstala una forma moderna de manipulación emocional: el horror como espectáculo, el sufrimiento como mercancía. No se trata de informar, sino de impresionar.

En la economía de la atención, la violencia es un recurso rentable. Las imágenes de cuerpos, sangre y caos no solo generan morbo; generan tráfico. Cada clic se monetiza, cada compartido suma valor. En esta ecuación, la víctima se convierte en producto, y la audiencia, en consumidor pasivo de desgracias.

¿Quién gana con esto? Las grandes plataformas digitales, los conglomerados mediáticos, los operadores políticos que utilizan el miedo como capital. Porque cuando el terror es constante, el ciudadano reacciona menos, debate menos, y acepta más. Más control, más represión, más vigilancia. Todo en nombre de la “seguridad”.

El bombardeo de violencia no es solo un signo de nuestra época: es una herramienta. El miedo bien dosificado puede legitimar discursos autoritarios, endurecer políticas, dividir sociedades. La criminalización de la pobreza, la estigmatización de minorías, el “todos contra todos” son narrativas que se alimentan de esta sobreexposición. Mostrar el peligro una y otra vez instala la idea de que el mundo es hostil, incontrolable, enemigo. Y así, cuando la violencia se naturaliza, ya no nos moviliza. Nos anestesia.

Las juventudes, principales consumidoras de contenido digital, crecen en un entorno donde la violencia ya no sorprende: entretiene, se imita, se banaliza. No se trata solo de recibir pasivamente el horror, sino de interactuar con él. Videos de peleas en colegios, asesinatos en tiempo real, retos virales con consecuencias letales: la agresión ha adquirido nuevas formas, muchas de ellas alimentadas desde las pantallas.

Estudios advierten que la exposición constante a la violencia mediática puede fomentar actitudes agresivas o generar insensibilidad ante el sufrimiento ajeno. Y en un entorno donde todo se convierte en contenido, incluso el dolor ajeno se vuelve un espectáculo más.

El filósofo italiano Gianni Vattimo ya advertía en el año 2000 que la irrupción de los medios de comunicación social había disuelto la idea de una historia unificada. Ya no existe una verdad única, sino múltiples relatos que compiten entre sí. Lejos de ver esto como un deterioro, Vattimo propone que este caos informativo puede ser una oportunidad: en la multiplicidad, en la fragmentación, reside también la posibilidad de emanciparnos.

Pero para que esa emancipación ocurra, necesitamos desarrollar una conciencia crítica. No basta con “ver” lo que ocurre. Hay que entenderlo, contextualizarlo, confrontarlo. Preguntarnos por qué se muestra lo que se muestra, y quién se beneficia de ello.

No se trata de censurar la violencia real. El periodismo debe seguir cumpliendo su rol de denunciar, visibilizar, investigar. Pero también debe preguntarse por su propia responsabilidad. Mostrar no es lo mismo que explotar. Informar no es lo mismo que alimentar el miedo.

Es urgente recuperar un periodismo que busque la verdad, no solo el impacto. Que respete a las víctimas, que eduque a las audiencias, que proponga una mirada ética. Y es igualmente urgente formar ciudadanos críticos, capaces de distinguir entre el dato y la manipulación, entre la información y el show.

Porque si todo se vuelve espectáculo, corremos el riesgo de perder nuestra capacidad de indignarnos, de actuar, de transformar. Y eso, en última instancia, es lo que el sistema espera: que miremos, pero no hagamos nada.

La violencia vende. Pero también desgasta, distorsiona, y nos convierte en espectadores impotentes de nuestra propia sociedad. Hoy más que nunca, necesitamos medios valientes, ciudadanos críticos y un compromiso ético con la verdad. Porque si no recuperamos el sentido común frente al espectáculo del horror, quizá la próxima catástrofe no sea una noticia… sino nuestra forma de vivir.

El verdadero peligro no está solo en la violencia que ocurre, sino en cómo decidimos mostrarla, consumirla y resignificarla. Cuando los medios transforman el dolor humano en un producto de alta rotación, perdemos algo esencial: la capacidad de distinguir entre información y espectáculo, entre empatía y consumo. La saturación de imágenes violentas no nos hace más conscientes, nos vuelve más indiferentes. Y cuando la tragedia se vuelve rutina, ya no nos moviliza; nos adormece.

Frente a este panorama, urge replantear el papel del periodismo y nuestra propia responsabilidad como audiencias. No basta con denunciar los excesos: necesitamos construir una nueva alianza ética entre quienes comunican y quienes reciben. La violencia no puede seguir siendo el centro del relato porque lo que ponemos en el centro define lo que somos como sociedad. Informar no debe ser sinónimo de explotar el dolor ajeno. Porque si seguimos mirando sin pensar, compartiendo sin poner en duda y normalizando lo intolerable, quizás la próxima noticia no será un hecho aislado, sino el reflejo de lo que hemos dejado de defender: nuestra humanidad.

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