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RIZANDO EL RIZO  La Movida no fue una fiesta: fue un síntoma

Por. Boris Berenzon Gorn

En los pasillos del Palacio de Longoria —joya modernista madrileña y sede de la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE)— se inaugurará entre el 4 de junio y el 20 de julio una exposición que va más allá del simple homenaje. Más que un tributo, es una cápsula de memoria activa. Nombres como Pedro Almodóvar, Alaska, Tino Casal, Nacha Pop y Hombres G no solo representan una época; siguen vibrando en el imaginario colectivo como estallidos de color que rompieron el silencio impuesto por la dictadura. Esta muestra no se limita a rescatar imágenes o sonidos: convoca, casi como un ritual civil, a una experiencia que fue mucho más que arte, música o celebración. La Movida Madrileña fue una manera de habitar el mundo, de ejercer la desobediencia a través de la creación, de reinventar una cultura amordazada durante cuarenta años. Y la pregunta que hoy cobra fuerza no es solo qué fue, sino por qué sigue resonando. ¿Qué deseo colectivo la vuelve a traer al presente? ¿Qué revela de nosotros esa necesidad de evocarla?

Comprender la esencia de La Movida exige ir más allá de sus expresiones visibles. Surgida en los primeros años de la transición democrática, fue una ola contracultural que expresó el despertar de una sociedad que emergía de las sombras del franquismo. No fue simplemente una explosión artística o estética, sino una convulsión del inconsciente colectivo. Una irrupción de cuerpos y voces que, tras décadas de censura, reclamaban espacio para el deseo, la diferencia y la transgresión. Aunque la dictadura terminó con la muerte de Franco, su legado siguió presente en las instituciones, en los códigos morales, en la lengua y en las miradas. Por eso, más que una etapa histórica, la transición fue también una mutación psicológica y cultural.

En ese contexto de mutación y apertura, La Movida emergió como una coreografía compartida, una especie de danza del alma española liberada. El punto de inflexión fue el Concierto Homenaje a Canito en febrero de 1980, donde la energía creativa de la juventud comenzó a tomar forma. Más tarde, el Concierto de Primavera en la Escuela de Arquitectura de Madrid consolidó la escena. Lo que empezó en Madrid pronto se extendió a otras ciudades como Vigo, generando una red cultural que redibujó el mapa de lo posible en la España democrática.

La propagación del fenómeno se vio amplificada por medios como la radio —con figuras como Jesús Ordovás, Paco Pérez Bryan o Julio Ruiz— y por una prolífica generación de fanzines que ofrecieron una narrativa alternativa: Licantropía, Rockocó, Banana Split o La Pluma Eléctrica funcionaron como laboratorios de ideas y archivo de estéticas emergentes. Más adelante, revistas como La Luna de Madrid o Madrid Me Mata institucionalizaron esa memoria sin domesticarla del todo. La televisión también se convirtió en plataforma de este nuevo imaginario, con espacios como La edad de oro, Popgrama o La bola de cristal, mientras figuras como Alaska, Santiago Auserón, Enrique Urquijo o el propio Almodóvar articulaban nuevas narrativas desde la música, el cine o la escena.

Madrid y Vigo fueron los grandes epicentros, pero La Movida se sintió también en otras ciudades, acompañando los grandes cambios sociales del momento: la despenalización de la homosexualidad, el auge del feminismo, la legalización de anticonceptivos, el laicismo militante. Fue la expresión española de una revuelta vital más amplia que recorría Occidente, marcada por el punk, el pop art, la experimentación sexual y una relación ambigua con las drogas, cuya presencia dejó huella tanto en la creación como en la pérdida.

Más que un fenómeno estético, La Movida fue también una respuesta catártica. En clave psicoanalítica, podría decirse que articuló una respuesta simbólica al trauma colectivo: canalizó el deseo reprimido, la ambigüedad de las identidades, la necesidad de juego y parodia. En ausencia de una política tradicional que diera cauce a las emociones de la transición, la estética se volvió política. No como ideología, sino como performance de existencia.

Pedro Almodóvar, en este sentido, no crea personajes: da forma a arquetipos que emergen del inconsciente colectivo. Sus primeras películas —mezcla de melodrama y punk, de comedia grotesca y tragedia íntima— fueron actos de liberación. Cada fotograma parecía gritar: “ahora todo puede ser dicho”. Su estética, deliberadamente excesiva, no era adorno, sino afirmación de una verdad más profunda: la necesidad de existir más allá del molde oficial. En una España reducida durante décadas a una sola moral y una única manera de amar, La Movida abrió el espectro a múltiples formas de ser. El yo fragmentado, queer, kitsch, excesivo, nocturno, salió de la sombra para reclamar visibilidad.

El homenaje que este 2025 rinde la SGAE es más que un gesto nostálgico. Es una reactivación de esa memoria subversiva, una afirmación de que el arte puede seguir siendo una forma de insurrección. En un presente donde resurgen discursos de orden, pureza o identidades cerradas, recordar la Movida es recordar que la cultura puede ser una forma de decir no. Y también, una forma más radical de decir sí: sí a la diferencia, al placer, a la invención constante.

Desde una perspectiva filosófica, La Movida también fue una pregunta sobre el ser. No nos mostró solo otra forma de ver, sino de habitar el mundo. A través del travestismo, del hedonismo, del amor por lo inacabado, desmanteló las categorías fijas y propuso identidades móviles, porosas. Frente al binarismo moral del pasado, eligió el juego, el disfraz, la teatralidad. Ahí radica su potencia: en la negativa a fijar el sentido, en la afirmación del deseo como motor de vida.

Esta exposición, en apariencia sencilla, es en realidad un acto político. No polariza, pero sí recuerda que la cultura no es un ornamento, sino una forma de interpelar el presente. La Movida fue la expresión visible de un inconsciente colectivo que reclamaba libertad. Y hoy, cuando los escenarios cambian, pero las tensiones persisten, revisitarla es también una forma de preguntarnos por nuestras propias maneras de existir, de resistir, de crear.

La Movida no fue perfecta. Fue caótica, desigual, a veces banal. Pero como todo lo genuinamente vivo, supo llegar cuando más se la necesitaba. Y dijo lo que muchos no sabían aún cómo decir.

A veces, un homenaje no mira al pasado: lo trae al presente como un espejo que nos obliga a ver con mayor claridad. Y en ese reflejo tal vez descubramos, una vez más, que seguimos siendo cuerpos deseantes que no están dispuestos a callar.

Ilustración. Diana Olvera

Manchamanteles

La música fue el lenguaje más visceral de La Movida. En los sótanos de Malasaña, en bares donde se mezclaban punks, transformistas y poetas, surgió una sonoridad cruda, más interesada en la urgencia que en la técnica. Grupos como Kaka de Luxe, Alaska y los Pegamoides, Nacha Pop o Radio Futura marcaron el pulso emocional de una generación que comenzaba a respirar con libertad. En ese mismo ambiente emergió Joaquín Sabina como una voz disonante, menos visualmente provocadora, pero igual de subversiva. Con letras cargadas de ironía, melancolía urbana y crítica social, Sabina ofreció un relato íntimo de la transición. Mientras algunos gritaban para hacerse oír, él susurraba verdades incómodas, convirtiéndose en parte fundamental del paisaje emocional de aquellos años de transformación.

Narciso el obsceno

La Movida fue también un espejo donde una generación recién liberada del peso autoritario se contempló a sí misma con fascinación. El yo, antes reprimido, se desdobló en imágenes, excesos y personajes reinventados. Fue un tiempo de narcisismo creativo, donde la identidad se volvió espectáculo y el espectáculo, forma de existir.

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