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¿San Agustín vuelve a Roma?

Por. Boris Berenzon Gorn

 

A casi un mes de la elección de León XIV, se vuelve especialmente oportuno detenerse y trazar un primer recuento del pensamiento que comienza a perfilar su pontificado. El inicio de un nuevo papado no solo marca una transición institucional; es, más profundamente, una ocasión de esperanza para la Iglesia, y para todo el mundo y su geopolítica. una invitación al discernimiento y un retorno necesario a las fuentes vivas de la fe. En este clima de expectativa y apertura, surgen preguntas fundamentales: ¿qué espiritualidad animará su ministerio? ¿Qué visión teológica orientará sus gestos y sus palabras? En medio de estas interrogantes, la figura de San Agustín de Hipona resplandece como una bitácora resplandeciente, capaz de ofrecer dirección y sentido en tiempos de complejidad e incertidumbre. Entre ellas la paz y la inclusión.

Nacido en Tagaste en el siglo IV, Agustín vivió una intensa peregrinación interior, marcada por la búsqueda incesante de la verdad. De joven, su alma inquieta lo llevó por los caminos del maniqueísmo, el escepticismo y el neoplatonismo, hasta que una experiencia de conversión radical —narrada magistralmente en Las Confesiones— lo condujo a abrazar la fe cristiana. Fue ordenado sacerdote y, más tarde, obispo de Hipona. Su vida no fue sólo testimonio de cambio personal, sino un acto constante de reflexión profunda sobre Dios, el ser humano y la historia.

Entre sus obras más importantes destacan Las Confesiones, un monumento literario y espiritual donde la introspección se convierte en oración, y la búsqueda de Dios pasa por el conocimiento del alma; La Ciudad de Dios, escrita en un contexto de crisis, ofrece una visión teológica de la historia en la que se contraponen dos amores: el amor de Dios (civitas Dei) y el amor desordenado del mundo (civitas terrena); La Trinidad, un tratado complejo y hermoso que desentraña el misterio del Dios trinitario desde la imagen del alma humana. A estas se suman obras como Soliloquios, Meditaciones, Manual y Suspiros, que revelan la profundidad espiritual y psicológica del santo, dialogando consigo mismo y con Dios en una búsqueda constante de sentido.

San Agustín fue también un pensador singular sobre el amor y la felicidad en las relaciones humanas. Para él, el amor era una fuerza divina que nos impulsa hacia la plenitud, pero que también puede ser fuente de sufrimiento si se orienta mal. El amor verdadero no es sólo un sentimiento o una atracción, sino una elección consciente de buscar el bien del otro antes que el propio. Así, la felicidad no consiste en encontrar una relación perfecta, sino en cultivar diariamente una actitud de compasión y entrega. Amar bien, para Agustín, es practicar una forma de caridad activa, que transforma el alma y el mundo.

Esta visión coincide profundamente con la lectura que hace Hannah Arendt del amor agustiniano. Arendt, una de las pensadoras garantes del siglo XX, reinterpretó a San Agustín no solo desde la teología, sino desde su teoría de la acción y de la condición humana. Para ella, el amor es ante todo una forma de gratitud por el don de la vida: hemos nacido —natalidad— por un acto de amor, y ese hecho fundamental nos otorga dignidad. Vivir, entonces, es también responder a ese don con libertad, responsabilidad y apertura a los demás. En este sentido, el amor no es una emoción pasiva, sino el principio que hace posible la acción: porque amamos, nos atrevemos a comenzar, a perdonar, a renovar el mundo.

Arendt distingue en San Agustín dos formas complementarias de amor: caritas y amicitia. La caritas es el amor hacia Dios y hacia el prójimo, basado en la voluntad y en una entrega total; mientras que la amicitia es el amor hacia los amigos y los iguales, basado en el diálogo, el conocimiento mutuo y la elección libre. El nuevo Papa, si se inspira en esta tradición, puede ofrecer al mundo una visión del amor como raíz de toda vida social sana: una caridad que trasciende los intereses egoístas, y una amistad que permite construir comunidad en medio de la diferencia.

Ser agustino no es simplemente pertenecer a una orden, sino compartir una visión radicalmente cristiana del ser humano y de Dios. Para San Agustín, el hombre es un ser deseante, incompleto, que solo encuentra reposo en Dios: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. Esta antropología no huye del mundo, pero lo trasciende desde el interior. La conversión es un viaje al centro del alma, donde Dios habita. Su visión del tiempo y de la historia —el tiempo como distensión del alma, la historia como drama entre dos ciudades— es especialmente poderosa para nuestra época. Agustín no ofrece soluciones simples, sino que invita a pensar, a orar y a discernir. En un mundo fragmentado, su énfasis en la interioridad, la memoria, la gracia y el amor verdadero es un antídoto contra la superficialidad contemporánea.

La presencia agustiniana en México tiene una historia rica y profunda. Desde el siglo XVI, los agustinos jugaron un papel fundamental en la evangelización del nuevo mundo, construyendo templos, conventos y centros de enseñanza. Hoy, continúan su labor en instituciones educativas, parroquias y centros de cultura. En todos estos ámbitos, transmiten la herencia de San Agustín: formar seres humanos capaces de pensar, orar, dialogar y servir. La misión agustiniana en México se distingue por su énfasis en la educación integral, que cultiva tanto la razón como el espíritu. Desde los colegios hasta las universidades, los agustinos promueven una cultura del encuentro y del pensamiento crítico, iluminada por la fe. Su contribución a la cultura nacional también se refleja en su arte, arquitectura y defensa de los pueblos originarios.

En este contexto, el pontificado de León XIV puede encontrar en San Agustín un modelo inspirador. Como Agustín, el nuevo Papa parece tener una sensibilidad especial por el alma humana, por la historia y por la tensión entre el mundo actual y la promesa del Reino de Dios. Si su papado asume el espíritu agustiniano, veremos una Iglesia que profundiza en la interioridad como fuente de autenticidad; que valora la historia sin temer al conflicto, viendo en ella la acción providente de Dios; que propone una unidad eclesial no basada en uniformidad, sino en la comunión en el amor; que da prioridad a la gracia y la verdad en un mundo donde muchas veces se privilegia la apariencia o el relativismo. Y, sobre todo, veremos una Iglesia que promueve relaciones humanas fundadas en el amor verdadero, como caridad, como amistad, y como principio creativo que nos permite recomenzar y renovar el mundo.

León XIV podría, como San Agustín, ofrecer al mundo no una doctrina cerrada, sino una invitación a la sabiduría y al corazón. Su papado, si sigue esta línea, no será sólo de gobierno, sino de pastoreo, reflexión y santidad.

San Agustín no es un filósofo del pasado. Es uno de los padres de la Iglesia junto a Santo Tomás. Es una voz que resuena con fuerza en nuestros días. En su pensamiento encontramos claves para una Iglesia que no quiere encerrarse en sí misma, pero tampoco disolverse en la cultura dominante. León XIV puede beber de esa fuente viva que es Agustín para encaminar a la Iglesia hacia una renovación profunda, donde la verdad y el amor se abracen, donde la fe y la razón dialoguen, y donde el alma inquieta del mundo pueda, finalmente, descansar en Dios.

 

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