León XIV: Un Papado en Tránsito entre Culturas, Fronteras y Fes - Mujer es Más -

León XIV: Un Papado en Tránsito entre Culturas, Fronteras y Fes

Por. Boris Berenzon Gorn

La elección del cardenal Robert Francis Prevost como Papa León XIV representa mucho más que un simple relevo en la cúpula vaticana. Es, en realidad, un gesto simbólico de profundo calado cultural, social y geopolítico, que reconfigura las relaciones entre el sur global y los centros tradicionales del poder eclesiástico. Nacido en Chicago, formado en la tradición agustiniana y con una vida marcada por su experiencia pastoral en Perú —país del que también posee la nacionalidad—, León XIV encarna la confluencia de dos mundos: el dinamismo multicultural del norte y la espiritualidad resiliente del sur. Su pontificado inaugura una etapa que podría definirse como una cartografía nueva de la Iglesia, tejida a través de los hilos de la migración, la interculturalidad y la búsqueda de justicia social.

En un momento en que la Iglesia católica enfrenta no solo una disminución de fieles en Europa y América del Norte, sino también una serie de tensiones internas en torno a temas doctrinales, León XIV irrumpe como una figura que invita a una relectura del papel de la Iglesia desde las periferias hacia el centro. Su recorrido biográfico es, en sí mismo, una metáfora de esta nueva dirección: un sacerdote estadounidense que encuentra su vocación más profunda en las comunidades del Perú andino, que dirige seminarios en Trujillo, y que regresa décadas después como obispo de Chiclayo, en medio de las complejas realidades sociales del país. Un Papa con dos nacionalidades que renuncio al american way of life, rompió con el glamour y vio la realidad.

León XIV no solo ha vivido los márgenes geográficos del catolicismo contemporáneo, sino que los ha hecho centro de su praxis pastoral. Allí, entre las poblaciones olvidadas por los sistemas políticos y económicos, el ahora Papa desarrolló una sensibilidad particular por los rostros concretos del sufrimiento: los pobres, los migrantes, los indígenas, los excluidos. Y si bien este compromiso puede leerse como una continuación del espíritu pastoral de Francisco, también se percibe en León XIV una inflexión propia, anclada en su vivencia profunda de los desafíos de la migración, de las identidades cruzadas y del choque entre modernidad y tradición.

Chicago, su ciudad natal, ofrece el otro polo simbólico de esta biografía dual. Es una ciudad marcada por su diversidad racial y religiosa, por su larga historia de migración y por las tensiones que surgen cuando culturas distintas intentan convivir en un mismo espacio urbano. Allí, el entonces sacerdote Prevost aprendió que la Iglesia debía ser un puente y no un muro; una casa común donde las diferencias no se suprimen, sino que se acogen. Este aprendizaje urbano, combinado con su experiencia en el Perú rural, configura un papado con la capacidad única de traducir los desafíos globales a un lenguaje pastoral que no pierde de vista lo humano.

La migración, en este sentido, no es solo un fenómeno social que el Papa deberá abordar como parte de su agenda. Es, sobre todo, una clave hermenéutica de su propia identidad y visión. El movimiento entre culturas, lenguas y geografías es también el movimiento del Espíritu, diría San Agustín, el padre de su orden religiosa. Bajo esta luz, el pontificado de León XIV puede interpretarse como una invitación a repensar las fronteras —no solo geográficas, sino teológicas y eclesiales— desde la lógica del encuentro.

La América Latina que conoce León XIV no es una región homogénea ni idealizada. Es un espacio de contradicciones, de esperanzas rotas y de resistencias vivas. Es la tierra de la Teología de la Liberación, pero también de las profundas desigualdades económicas; de los mártires por la justicia social, pero también de una institucionalidad eclesiástica a veces cómplice del poder. Su presencia en Perú durante décadas le da una perspectiva privilegiada para discernir los signos de los tiempos: la necesidad de una Iglesia que escuche, que dialogue, que no imponga sino acompañe. Al mismo tiempo, su identidad estadounidense le da una voz en los foros internacionales donde la Iglesia debe posicionarse frente a los dilemas contemporáneos, como el cambio climático, el racismo estructural, la crisis migratoria, y la exclusión de las minorías sexuales y religiosas.

La gran pregunta es si León XIV podrá articular una síntesis entre estos mundos sin traicionar ninguno. Si podrá mantener la frescura pastoral de Francisco, con su opción por los pobres, al tiempo que lidia con una curia romana que aún muestra resistencias al cambio. Si podrá ofrecer respuestas teológicas y pastorales a una juventud que se distancia cada vez más de la institución eclesial, o si su mensaje quedará atrapado entre las burocracias vaticanas y los sectores conservadores que claman por una restauración doctrinal.

Sin embargo, lo que resulta evidente es que su papado introduce una visión que privilegia la cultura como campo de acción pastoral. La cultura no entendida como ornamento, sino como el lugar donde se juega la vida concreta de los pueblos. En este sentido, León XIV podría ser un Papa capaz de hablar tanto en quechua como en inglés, tanto desde las montañas del Ande como desde los suburbios de Chicago. Un Papa que entiende que la fe se vive en los márgenes, que la Iglesia debe ser “hospital de campaña”, pero también actor cultural y político en el mejor sentido del término: aquel que transforma la realidad desde las convicciones del Evangelio.

La elección de un Papa con doble nacionalidad —estadounidense y peruana— no es un hecho anecdótico. Es un signo de los tiempos. Es el reconocimiento de que la Iglesia ya no puede pensarse desde un solo centro, que debe aprender a ver desde múltiples miradas. León XIV representa esa visión poliédrica: un pastor global que ha aprendido el valor de lo local, un líder espiritual que sabe que los desafíos del siglo XXI no se resuelven desde la torre de marfil, sino caminando junto al pueblo.

En un mundo donde la migración ya no es excepción, sino norma; donde las identidades son móviles y la pertenencia es cada vez más compleja; donde la fe se ve interpelada por la ciencia, la política y la cultura digital, el Papa León XIV tiene ante sí la posibilidad de redefinir lo que significa ser Iglesia. No como una institución que resiste al cambio, sino como una comunidad que se transforma sin perder su alma.

¿Será este el Papa que logre articular una verdadera catolicidad, no solo geográfica sino cultural y espiritual? El tiempo lo dirá. Pero su historia, su sensibilidad, y su compromiso con los más olvidados nos permiten al menos imaginar que otro modo de ser Iglesia es posible.

El Significante León XIV y el Significado de América Latina

El pontificado de León XIV no es solo la coronación de una biografía improbable, sino también la condensación de un signo histórico. Su figura, tejida entre las avenidas multirraciales de Chicago y las sendas polvorientas del norte peruano, trasciende la dimensión personal para convertirse en un significante mayor: un símbolo de una Iglesia en transformación, de un catolicismo que ya no puede leerse exclusivamente desde Roma, sino desde los márgenes —y, sobre todo, desde América Latina.

En León XIV convergen los lenguajes de la fe y de la cultura, de la migración y de la identidad. No es casualidad que su trayectoria nos hable de tránsito, de cruzamientos, de pertenencias múltiples. Estos elementos no son adornos anecdóticos: son claves hermenéuticas de su mensaje. Su vida encarna una polisemia que exige ser leída en su profundidad: el Papa como símbolo del desarraigo y la acogida, del desborde de los límites geográficos, doctrinales y simbólicos. La Iglesia bajo su guía no se presenta como una fortaleza cerrada, sino como una carpa abierta, capaz de albergar la pluralidad de voces que configuran el catolicismo del siglo XXI.

Para América Latina, León XIV es espejo y promesa. Es el reflejo de una región que ha dado forma, con sangre y con fe, a una teología de la resistencia, una praxis de la esperanza. En él, el continente ve a un pastor que no ha llegado a observar desde la distancia, sino que ha vivido y amado sus contradicciones. Su acento es también el acento de los pueblos originarios, de los barrios marginales, de los migrantes anónimos que cruzan fronteras en busca de dignidad.

Pero su pontificado también representa una promesa: la de que la voz de América Latina ya no será un eco en los pasillos vaticanos, sino un timbre claro en la sinfonía universal de la Iglesia. Su presencia es la constatación de que el sur global no solo sufre, sino que piensa, reza y transforma. Es un llamado a la dignidad de las culturas subalternizadas, a la validación de otras epistemologías de la fe, a una espiritualidad que no excluya la historia, ni ignore la sangre.

Y por encima de todo, el mensaje de León XIV es un llamado urgente a la paz. No a una paz abstracta, edulcorada o diplomática, sino a una paz construida en el reconocimiento del otro, en la justicia que repara y en el diálogo que desarma. América Latina —marcada por siglos de violencia, colonización, desigualdad y exclusión— escucha en este nuevo Papa la posibilidad de una Iglesia que no pacifica desde arriba, sino que pacifica desde abajo: caminando con los pueblos, escuchando sus heridas, y elevando su palabra.

Así, León XIV no es solo un nombre elegido entre los muchos posibles. Es un significante que irradia nuevos significados: el retorno a una Iglesia de los pueblos, la esperanza en la paz como fruto de la justicia, y el reconocimiento de que lo universal solo puede construirse a partir de lo diverso. Para América Latina, su pontificado no es una concesión. Es, por fin, una interlocución. Una invitación a ocupar el centro no por hegemonía, sino por historia, por testimonio y por derecho.

León XIV, Papa de las dos patrias, nos recuerda que la paz verdadera solo germina cuando la Iglesia deja de ser poder y se convierte, radicalmente, en presencia. ¿No es ese, acaso, el más antiguo de sus significados?

Apostilla final: “Entre la cruz y el algoritmo”

En tiempos donde la verdad compite con el espectáculo y la sospecha se convierte en moneda corriente, el nuevo obispo de Roma asciende al solio pontificio enfrentando no sólo los viejos desafíos de la Iglesia, sino también los laberintos vertiginosos del mundo digital. En esta era líquida, donde las redes sociales han sustituido a las ágoras y los tribunales por foros efímeros de escarnio, el juicio moral precede al jurídico, y el linchamiento —ya no en plazas sino en pantallas— se ha vuelto una rutina global. La superficialidad disfrazada de inmediatez transforma la opinión en sentencia y la denuncia en espectáculo.

El Papa entrante deberá, pues, transitar una dualidad punzante: la de un espacio virtual que, aunque a veces hospeda grandes verdades, se ve dominado por la proliferación de noticias falsas, donde el escándalo tiene mayor alcance que la investigación y la sospecha más eco que la absolución. El 2 de junio de 2019, el cardenal Robert Prevost —ahora en el centro de miradas— escribió en su cuenta de X (antes Twitter): “Si eres víctima de abuso sexual de un sacerdote, denúncialo”. Un gesto que habla tanto de su compromiso como de su conciencia ante las sombras que pesan sobre la institución. También se ha manifestado con firmeza contra el uso político de la fe, alzando la voz frente a figuras de gran poder.

No obstante, la red no perdona ni espera. Se ha insinuado su cercanía a dos casos de pederastia ya juzgados y, como en tantas otras ocasiones, la verdad —si es que existe una accesible— se diluye entre la neblina de la sospecha y la malicia, donde el ruido mediático impide discernir lo justo. La selva del linchamiento no retrocede: deja huellas, arrasa reputaciones, y convierte cada nombramiento en un campo de batalla ético y simbólico. Lo demás, tal vez, sólo el tiempo sabrá ponerlo en su lugar. La respuesta del Papa ya empieza a ser modélica.

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