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Cónclave: ¿Una voz para todos los pueblos?

Foto: Vatican News

Por. Boris Berenzon Gorn

 

Analizar la elección de un nuevo Papa no constituye únicamente un ejercicio religioso; es, sobre todo, una ventana abierta a la comprensión profunda de nuestra época. En la mitad de la segunda década del siglo XXI, las religiones —contrario a las predicciones del secularismo ilustrado— continúan desempeñando un papel determinante en la construcción del sentido, la identidad colectiva y las dinámicas de poder global. El catolicismo, con más de mil millones de fieles distribuidos en todos los continentes, sigue siendo una de las instituciones culturales más influyentes de la historia de la humanidad.

Aunque el cónclave es, formalmente, un proceso interno de la Iglesia, también constituye un acto ritual profundamente simbólico, cargado de historia y de resonancias colectivas. Se trata de un acontecimiento que revela hasta qué punto una tradición milenaria intenta dialogar —o tensionarse— con las transformaciones sociales, políticas y culturales contemporáneas. En este contexto, reflexionar sobre el perfil del próximo pontífice —así como sobre el legado del Papa Francisco— ofrece claves fundamentales para entender cómo se negocia hoy la relación entre modernidad y tradición, entre lo global y lo local, entre espiritualidad e institucionalidad.

Desde una perspectiva antropológica, la figura del Papa remite a mitos fundacionales, a la construcción simbólica del poder y a la legitimación de lo sagrado. Desde la historia, representa tanto continuidad como ruptura en el devenir del cristianismo occidental. Y desde la cultura, su figura actúa como un espejo de los anhelos, miedos y valores que marcan el pulso de nuestro tiempo. La elección de un nuevo Papa es, en última instancia, un acontecimiento que nos habla del mundo que habitamos y del horizonte que imaginamos.

En vísperas de un nuevo cónclave, las miradas del mundo se concentran nuevamente en la Capilla Sixtina. El relevo papal siempre despierta expectativas, pero esta vez el proceso adquiere una dimensión especial: el Papa Francisco no solo introdujo reformas relevantes en la estructura eclesial, sino que también redefinió profundamente el papel del pontífice como figura global. Su liderazgo descentró el eje tradicional del catolicismo, orientándolo hacia las periferias, tanto geográficas como existenciales.

Desde diversas instancias eclesiásticas, “congregaciones” y medios de comunicación internacionales, se perfila ya el tipo de liderazgo que podría marcar la próxima etapa de la Iglesia. No se busca simplemente un teólogo ortodoxo o un diplomático hábil, sino una figura espiritual con visión estratégica, capacidad de escucha y una comprensión aguda de los desafíos contemporáneos.

Se espera, en primer lugar, que el nuevo Papa encarne una espiritualidad profunda y sencilla, entendiendo el papado no como una posición de poder, sino como un servicio al Pueblo de Dios. En este sentido, las palabras del entonces cardenal Bergoglio resuenan con fuerza: “El próximo Papa no debe ser un gerente, sino un siervo humilde”.

Sin embargo, la humildad debe estar acompañada de firmeza. En un mundo atravesado por crisis múltiples —políticas, sociales, ambientales y éticas—, el nuevo pontífice deberá poseer la entereza necesaria para tomar decisiones difíciles, continuar con las reformas iniciadas y mantener la credibilidad de la Iglesia como voz moral en tiempos de incertidumbre.

Asimismo, se subraya la necesidad de un líder con sensibilidad social, capacidad de diálogo y cercanía con los distintos rostros de la humanidad contemporánea: jóvenes desencantados, mujeres invisibilizadas, comunidades desplazadas, culturas no occidentalizadas. Su papel será, también, el de un mediador capaz de tender puentes entre una Iglesia cada vez más plural y un mundo profundamente fragmentado.

Los cardenales parecen, además, favorecer un perfil que combine relativa juventud con experiencia pastoral y política. Un pontífice excesivamente mayor podría repetir los signos de agotamiento institucional de pontificados anteriores; uno demasiado joven, en cambio, podría carecer de la autoridad simbólica que exige el cargo. En cualquier caso, la internacionalización del liderazgo es ya irreversible: Francisco ha abierto la Iglesia al sur global, y esa apertura difícilmente se revertirá.

No es posible hablar del futuro sin considerar el legado de Francisco. Su pontificado, uno de los más reformadores desde el Concilio Vaticano II, transformó no solo estructuras, sino también el imaginario colectivo de lo que puede ser la Iglesia en el siglo XXI. Optó por una Iglesia “en salida”, centrada en la misericordia y en la cercanía con los más vulnerables. En sus principales documentos —Amoris Laetitia, Fratelli Tutti, Laudato si— planteó una ética global de fraternidad, justicia y cuidado de la Casa Común, trazando nuevas líneas para el pensamiento social católico.

Sus reformas a la Curia, la valorización del laicado, la descentralización del poder y la promoción de una Iglesia sinodal son signos de una renovación profunda, aún en curso. Su apuesta por el diálogo interreligioso y por una Iglesia que no condene, sino que acompañe, abre un horizonte nuevo donde la espiritualidad se pone al servicio de la paz, la justicia y la sostenibilidad planetaria.

El próximo pontífice deberá asumir una Iglesia más abierta, pero también más tensionada. Deberá lidiar con conflictos internos entre sectores conservadores y progresistas, responder a dilemas éticos emergentes —como los que plantea la inteligencia artificial o la biotecnología— y mantener la voz profética de la Iglesia frente a un mundo polarizado y escéptico.

La elección inminente no es solo un cambio de figura, sino una posibilidad auténtica: la de consolidar la transformación iniciada por Francisco o replegarse ante las fuerzas que desean restaurar el statu quo. Ya no se espera de un Papa la autoridad de un monarca, sino la autenticidad de un testigo. La Iglesia busca hoy no una figura ceremonial, sino una presencia viva que camine junto a los pueblos, promueva el diálogo entre culturas y religiones, y actúe como un agente activo de paz global.

La Sede de Pedro, más que un trono, es una responsabilidad espiritual y ética. Francisco la transformó en una luz que ilumino desde las periferias hacia el centro. Quien lo suceda no solo heredará una institución milenaria, sino un proyecto inacabado: una Iglesia más inclusiva, más crítica, más comprometida con el futuro de la humanidad.

Tal vez por eso, como nunca antes, la pregunta que atraviesa el cónclave es profundamente cultural: ¿qué tipo de Iglesia quieren ofrecer al mundo? Una Iglesia que no se encierre en sus certezas, sino que se abra a los clamores de su tiempo; una Iglesia que no imponga, sino que escuche; una Iglesia que, en medio de un mundo roto, siga siendo capaz de proponer esperanza, diálogo y paz.

 

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