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Morir sin escándalo

Foto: Vatican News

Por. Boris Berenzon Gorn

 

Hay algo profundamente insolente en el simple hecho de estar vivos. Caminar por la calle, pagar impuestos, discutir en voz baja en la cola del supermercado… todo ello ocurre mientras la muerte —esa compañera vestida de nada— nos sigue de cerca, como una sombra incansable. En todas las religiones, en todos los polos del mundo, desde las selvas más remotas hasta las cúpulas más altas, esa certeza ha sido temida, venerada, ritualizada. Desde los viejos judíos que sellaban el ataúd y ajustaban la mortaja con manos temblorosas, hasta nuestros días de crematorios veloces y salas impersonales, ese gesto marca el umbral: se cierra la caja, y con ello se divide la vida de la muerte. Un dolor seco, punzante, sin anestesia, que no pide permiso, que confronta, que estremece. La reciente muerte del Papa Francisco —Jorge Bergoglio— ha mostrado con estridencia opaca este momento: un tiempo en que incluso lo simbólico se vuelve transitorio, en que lo eterno titubea bajo luces frías y cámaras encendidas. Y, sin embargo, persistimos. Tal vez por miedo. Tal vez por terquedad. Tal vez porque, sencillamente, no sabemos cómo.

La muerte es el punto final que, paradójicamente, estructura toda la narración. Lo sabían los griegos, que medían la virtud de una vida por la dignidad de su muerte. Lo comprendía Heidegger, cuando hablaba del ser-para-la-muerte, no como obsesión sombría, sino como posibilidad más auténtica. Lo intuía Freud, ese cartógrafo de almas rotas, al descubrir que en el fondo mismo de nuestra pulsión de vida (Eros) habita también su gemela oscura (Thanatos). Morimos no solo al final: morimos cada vez que renunciamos, que olvidamos, que cedemos al automatismo de vivir sin conciencia.

La muerte en cuotas

Morir no es —solamente— el acto final. Es un proceso lento, dosificado en cuotas suaves y puntuales, como un crédito existencial. Se muere un poco al ver partir a los amigos, al sentir que el cuerpo traiciona, al enfrentar el espejo y no reconocer del todo ese rostro que nos devuelve. También se muere en lo ridículo: cuando fingimos, cuando silenciamos lo esencial, cuando la vida se convierte en una secuencia de notificaciones sin alma.

Lacan diría que la muerte es lo Real: aquello que no puede simbolizarse. Y es cierto. Podemos vestirla con flores, rituales, himnos o piedras pulidas, pero su esencia se escapa entre los dedos del lenguaje. Lo que más nos perturba no es el hecho inevitable de morir, sino la desconcertante ausencia de instrucciones frente a ello.

Lo sacro profanado

Antes, la muerte era un hecho sagrado. Las campanas tañían, los cuerpos se velaban, las oraciones tejían puentes entre este mundo y el otro. Hoy, en cambio, alguien muere y lo anunciamos en Instagram con un filtro cálido y una cita de Benedetti. Lo sagrado ha sido profanado por la inmediatez. La muerte se ha vuelto un trámite: firme aquí, pase por esta sala, recoja la urna. La industria del final ha hecho del duelo una operación higiénica, casi estéril.

Pero aún quedan rescoldos de lo sagrado en la forma en que miramos a los moribundos. En ese silencio denso, en el temblor de la despedida, en el miedo reverencial que despierta tocar una mano ya fría por primera vez. Allí, aunque sea brevemente, se suspende el espectáculo. El alma —si tal cosa existe— se asoma.

La duda como abismo y consuelo

¿Qué hay después? ¿Hay algo? ¿O simplemente se apaga la luz y quedamos en un eterno “fuera de cobertura”? El pensamiento occidental, tan adicto a las respuestas, detesta esta pregunta. Por eso inventamos dioses, reencarnaciones, fantasmas, energías migratorias que transitan cuerpos como turistas espirituales.

Pero incluso entre los creyentes se filtra la sospecha. ¿Y si no hay nada? ¿Y si todo este esfuerzo —amar, construir, soñar— no conduce más que al polvo? Camus dijo que el único problema filosófico serio es el suicidio. No porque debamos rendirnos, sino porque al tomar conciencia del absurdo, estamos obligados a decidir si la vida, aun sin un sentido último, vale la pena. Spoiler: para muchos, sí. Porque el vino, el arte, un cuerpo amado al anochecer, la risa de un niño: eso, aunque no redima, consuela.

¿Y si la fe se fuera de vacaciones?

Supongamos que un día la fe decide desconectarse. Baja la persiana y deja una nota: “Volveré cuando me necesiten de verdad; no para calmar el miedo, sino para sostener el asombro.” ¿Qué quedaría?

El hombre moderno, tan orgulloso de su autonomía, se encontraría solo frente al abismo, como un niño perdido en un supermercado cósmico. La ciencia no tiene respuestas emocionales. La tecnología no ofrece consuelo. Y el mercado, con su sonrisa de neón, vende ataúdes con descuento, pero no redención.

Sin fe —entendida no sólo como religión, sino como confianza radical en algo mayor que uno mismo— la muerte se convierte en un dato más. Y la vida, en un cálculo de eficiencia: ¿cuánto valgo?, ¿cuánto produzco?, ¿cuánto dejo? El alma, mientras tanto, bosteza.

La muerte del Papa: ¿muere también lo simbólico?

Cuando muere un Papa, no muere solo un hombre: muere una figura, una encarnación de lo eterno en lo efímero. Su muerte nos recuerda que incluso los más santos sangran, enferman, tiemblan y expiran. Es una advertencia brutal: nadie —ni siquiera el representante de Dios— tiene trato preferente ante la muerte.

¿Y si incluso él dudó? ¿Y si su fe vaciló al borde del abismo? Tal vez, precisamente ahí, en esa duda última, se revele la humanidad más pura de lo divino.

Morir sin prisa

No se trata de romantizar la muerte. Tampoco de temerla como niños asustados. Se trata de mirarla de frente. De reconocer su lugar. De entender que la vida, al ser finita, se vuelve preciosa.

Tal vez vivir bien sea morir bien. No en términos heroicos, sino en gestos cotidianos: aprender a soltar, a callar a tiempo, a decir lo que importa. Saber irse antes de que todo se desmorone. Y, sobre todo, insistir. Porque mientras estamos aquí, tercamente vivos, podemos seguir bailando en el borde del abismo. Con una copa en la mano. Y la muerte, en la otra.

Quizá no temamos tanto a la muerte como al silencio que deja. Al hueco donde antes habitaba una voz, una costumbre, una certeza. Morir, al final, nos iguala. Como escribió José Alfredo Jiménez: “La vida no vale nada / comienza siempre llorando / y así llorando se acaba.” No importa si se es Papa o portero, santo o sarcástico: todos nos asomamos al mismo abismo.

Philippe Ariès afirmaba que “la muerte domesticada” —esa que antes ocurría en casa, con rostros y rituales— ha sido reemplazada por una muerte oculta, vergonzante, escondida tras puertas estériles. Y no se equivocaba cuando advertía: “La muerte ha sido exiliada del imaginario colectivo.”

Mientras tanto, como escribió Sor Juana, “finjamos que soy feliz, triste pensamiento mío”, porque incluso la alegría se vuelve fingimiento cuando se sabe que todo está por expirar.

La filosofía ha intentado enseñarnos a morir para que aprendamos a vivir. De Sócrates a Montaigne, de Heidegger a Camus, todos coinciden —con matices y abismos— en que la conciencia de la muerte es condición de una vida más auténtica. Y, sin duda, seguimos temiéndola. No tanto por el final, sino porque desnuda la trama.

La muerte, esa aristócrata fiel y sin tacto, no falla jamás a su cita. Es la única certeza que no colapsa en crisis, no entra en recesión, ni se rige por algoritmos. Tiene, eso sí, la descortesía de llegar sin previo aviso, con los zapatos sucios, desordenando todo lo que creíamos eterno. Qué irónico que lo único seguro sea lo que menos nos atrevemos a nombrar. Y que aquello que nos iguala, nos silencie. Con tanta elegancia, con tanta violencia, y con la insoportable gravedad de lo inevitable.

 

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