Por. Boris Berenzon Gorn
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La muerte del Papa Francisco, además de ser un gran suceso espiritual, representa una conmoción en el tablero geopolítico global. En el pequeño Estado del Vaticano, una de las instituciones más antiguas y resistentes del mundo, el futuro de la Iglesia Católica se encuentra ahora en incertidumbre, mientras el Colegio Cardenalicio, ese pequeño pero decisivo órgano, se prepara para escoger a su sucesor. Esta no es una elección solo teológica; es, sin duda, un acto profundamente político como se ha visto a lo largo de la historia de la iglesia. La elección de un nuevo Papa tiene el poder de reconfigurar las relaciones internacionales, de influir en el balance de poder dentro de las naciones profundamente católicas y de redefinir el mensaje moral de la Iglesia para los desafíos del siglo XXI.
La Ciudad del Vaticano, con sus 44 hectáreas de extensión, se mantiene como la única teocracia plenamente funcional del mundo moderno y, a la vez, como una de las más duraderas construcciones de poder de la historia occidental. Más que una sede religiosa, es una matriz de sentido. A través del Papa, jefe del Estado vaticano y obispo de Roma, esta pequeña entidad proyecta una influencia global capaz de convocar tanto al migrante anónimo como al presidente de una superpotencia. No hay otro lugar en el mundo donde converjan con tal intensidad la teología, la diplomacia, la liturgia y la política internacional. Y con Francisco I, esta confluencia se tornó aún más elocuente. El pontífice argentino comprendió —con la intuición del pastor y la astucia del estadista— que el liderazgo moral de la Iglesia.
El Vaticano, ha mantenido una influencia profunda en los asuntos globales. Si bien la historia del papado se ha visto dominada por su relación con Europa y las naciones occidentales, bajo el liderazgo de Francisco, la mirada de la Iglesia se amplió hacia los márgenes del mundo: América Latina, África, Asia. En el centro de este movimiento estuvo un Papa latinoamericano, cuya postura pastoral y política desafió la ortodoxia vaticana y sus estructuras de poder más arraigadas. Francisco, no fue simplemente un líder religioso; se convirtió en un líder político global, cuyas decisiones impactaron el diálogo internacional sobre temas como la pobreza, el cambio climático, la migración y la justicia social.
Francisco impulsó una serie de reformas internas que reflejaban su enfoque global, pero estas reformas fueron, en muchos aspectos, un reflejo de la tensión entre las distintas facciones dentro de la Iglesia: los conservadores que defendían la ortodoxia tradicional, y los más progresistas que buscaban una Iglesia más inclusiva y abierta al mundo contemporáneo. Esta división es un componente central de la política interna vaticana y, por extensión, de su influencia internacional. Si bien el Papa Francisco fue un defensor acérrimo de los derechos humanos, la justicia social y la paz, su pontificado también estuvo marcado por las críticas de aquellos que lo acusaban de diluir la tradición católica y de abrir la puerta a doctrinas que consideraban heréticas. La elección del próximo Papa será, sin duda, un reflejo de esta lucha interna, que tiene implicaciones mucho más allá de las paredes del Vaticano. Incluso algunos piden el retorno a la máxima originaria: “Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt. 22, 21). Lo cierto es que las religiones han tenido las vertientes ideológicas como parte latente de las sociedades que les hace ser un sujeto actuante de la política más allá de la boutade que otros quieren ver.
La frase tradicional de Roma, “entrano da papabili ed escono cardinali”, refleja perfectamente la incertidumbre que rodea cada cónclave. Los cardenales, en sus deliberaciones secretas, son libres de decidir entre una amplia gama de opciones, pero a menudo los resultados de sus votaciones parecen ya escritos por las dinámicas internas de la Iglesia, los intereses geopolíticos y las realidades del poder. Dentro de este juego de poder, los papables son más que nombres: son símbolos de tendencias doctrinales, posiciones políticas y, a menudo, de regiones del mundo que exigen ser escuchadas.
En el espectro de opciones, se encuentran figuras como el cardenal Matteo Maria Zuppi, arzobispo de Bolonia, quien se ha destacado por su postura progresista en temas como el celibato y la bendición de parejas del mismo sexo. Zuppi, considerado por muchos como el sucesor natural de Francisco, representa una continuidad de su visión pastoral: una Iglesia abierta, sin rigidez doctrinal y más cercana a los desafíos sociales del presente. Zuppi, al igual que otros cardenales como el filipino Luis Antonio Tagle o el luxemburgués Jean-Claude Hollerich, mantiene una postura flexible y dialogante con los problemas contemporáneos, a diferencia de figuras más conservadoras como Péter Erdő, cardenal de Hungría, quien defiende una Iglesia más rígida y doctrinaria, y que se opone tajantemente a la aceptación de uniones homosexuales o a la posibilidad de modificar el celibato sacerdotal.
Los cardenales que defienden una Iglesia más tradicional también se distinguen por su énfasis en la preservación de la identidad católica frente a las amenazas percibidas del secularismo y las nuevas demandas sociales. Entre ellos, el cardenal Robert Sarah, antiguo prefecto de la Congregación para el Culto Divino, ha sido un firme defensor del celibato sacerdotal y un crítico de la agenda progresista que, según él, socava los valores fundamentales de la Iglesia. La elección de un Papa más conservador implicaría, por lo tanto, un giro hacia la restauración de ciertos principios tradicionales, particularmente en relación con los temas sexuales y familiares, y un rechazo más categórico de las reformas promovidas por Francisco.
La tensión entre estos dos polos —el progresismo que busca adaptar la Iglesia a los nuevos tiempos y el conservadurismo que aspira a preservarla en su forma más tradicional— es el eje central de la próxima elección papal. Esta pugna no solo es doctrinal; es, ante todo, política. La elección de un papa tiene implicaciones globales. No se trata solo de temas de moral sexual o de doctrinas religiosas, sino de las alianzas que el próximo pontífice forjará con las naciones, las organizaciones intergubernamentales y los actores sociales de todo el mundo.
En la arena cultural, la figura papal se ha convertido en un actor clave en la discusión sobre el papel de la religión en un mundo cada vez más secularizado. Bajo el pontificado de Francisco, la Iglesia se mostró más dispuesta a participar en conversaciones sobre cuestiones como el cambio climático y la justicia social, temas que anteriormente podrían haber sido considerados fuera del alcance de la doctrina católica. El Papa promovió un enfoque que buscaba integrar los principios éticos y morales del cristianismo con los problemas del mundo moderno, como el cuidado de la creación, la justicia económica y el respeto a los derechos de los migrantes. Estas posiciones, aunque ampliamente apoyadas por sectores progresistas, también fueron objeto de críticas por aquellos que consideraban que la Iglesia debería centrarse más en su misión religiosa y menos en cuestiones políticas.
La influencia del Vaticano en la cultura global también se extiende a su relación con las ciencias. Francisco, un Papa profundamente involucrado en el cambio climático, fue una de las voces más prominentes en la lucha por la acción climática global, a través de su encíclica “Laudato Si’”. Esta obra se convirtió en una llamada a la acción no solo para los católicos, sino para toda la humanidad, en un contexto en el que la comunidad científica ha identificado el cambio climático como uno de los mayores retos de nuestra época. Sin embargo, la Iglesia también se ha visto atrapada en debates sobre la bioética, la inteligencia artificial y la manipulación genética. En la intersección entre religión y ciencia, el próximo Papa podría tener que enfrentar nuevas tensiones a medida que la tecnología avanza a pasos agigantados, desafiando las enseñanzas tradicionales de la Iglesia en áreas como el aborto, la eutanasia, y la manipulación genética.
La Iglesia Católica en estos tiempos busca de manera firme la promoción de la paz lo que será decisivo en la elección del nuevo papa. Francisco se destacó por su compromiso con la diplomacia internacional y la resolución de conflictos, en particular en lugares como el Medio Oriente, donde la Iglesia jugó un papel clave en la promoción del diálogo interreligioso. La necesidad de un liderazgo que pueda guiar a la Iglesia en un mundo marcado por la polarización política, los conflictos bélicos y las crisis humanitarias no puede ser subestimada. A nivel global, el próximo Papa deberá navegar en un mar de complejidades geopolíticas, actuando no solo como líder espiritual, sino como mediador en conflictos internacionales.
En cuanto a los pueblos originarios, Francisco mostró un interés particular durante su pontificado, en particular con la Amazonía, al defender los derechos de las comunidades indígenas contra la explotación y la destrucción del medio ambiente. El Papa incluso impulsó un sínodo amazónico, abogando por una pastoral que reconociera y respetara las culturas indígenas y su relación con la Tierra. Este enfoque, que promueve el respeto por las culturas autóctonas y su cosmovisión, podría quedar en juego según la orientación del próximo papa. La Iglesia, tradicionalmente ligada a las estructuras de poder coloniales, ha comenzado a alejarse de sus vínculos con los intereses coloniales y económicos, buscando una reconciliación con las comunidades indígenas y su entorno.
En este sentido, la geopolítica vaticana no puede ser entendida sin tomar en cuenta el papel de la ciencia, la cultura y la tecnología. Durante el papado de Francisco, la Iglesia también se vio desafiada por los avances científicos, especialmente en temas como el cambio climático, la biotecnología y la inteligencia artificial. La posición de la Iglesia sobre estos temas tiene un peso significativo en su relación con las sociedades modernas. El próximo Papa deberá enfrentar la difícil tarea de armonizar la enseñanza moral de la Iglesia con los avances científicos sin perder de vista la fe y la ética cristiana.
En este contexto, el cónclave de 2025 no puede entenderse como un simple ritual interno de sucesión eclesiástica. Es, ante todo, un acto político y espiritual de gran escala, cuyas consecuencias exceden con creces los muros del Vaticano. La elección del próximo Papa será el punto de inflexión entre dos visiones de Iglesia: una que busca profundizar la apertura pastoral, el compromiso con los derechos humanos y la ecología integral impulsados por Francisco, y otra que pretende replegarse hacia estructuras doctrinales más rígidas, preservando lo que interpreta como la integridad de la tradición frente a las tensiones del mundo contemporáneo. Su liderazgo no necesitó del poder coercitivo ni del capital político clásico; se basó en la fuerza de una palabra que, al mismo tiempo que incomodaba, convocaba al diálogo. Fue una voz con legitimidad moral que logró hablarle a un mundo dividido desde una plataforma que integró la fe, la ciencia y la justicia social. En este sentido, su pontificado redibujó las fronteras del poder simbólico en el siglo XXI.
Lo que está en juego en este nuevo cónclave no es únicamente la elección de un sucesor, sino la definición de un rumbo. Bajo el secreto del proceso, los cardenales elegirán no solo una persona, sino un proyecto eclesial y geopolítico. La pregunta, por tanto, no es solo quién será el próximo Papa, sino qué Iglesia se proyectará desde Roma hacia el mundo. En un tiempo marcado por la incertidumbre global, el liderazgo que emerja de la Capilla Sixtina no solo dará forma al futuro del catolicismo, sino que influirá, una vez más, en las coordenadas morales y políticas del orden internacional. Después de Francisco, el mundo no espera solo un nuevo pontífice: espera una respuesta…