Por. Boris Berenzon Gorn
X: @bberenzon
Rosa Montero, una de las escritoras más influyentes de la literatura contemporánea, ha dejado una huella profunda en el pensamiento literario y filosófico actual. Su capacidad para explorar la complejidad de la condición humana—tanto en sus aspectos más emocionales como éticos—la ha consolidado como una figura central en la narrativa de nuestro tiempo. En su vasta obra, Montero ha abordado temas recurrentes como el amor, la muerte, la ética y, más recientemente, el impacto de la aceleración tecnológica en nuestras vidas.
En su más reciente novela, Animales difíciles (Seix Barral, 2025), que marca el cierre de la serie Lágrimas en la lluvia, El peso del corazón y Los tiempos del odio, Montero afirma (y algunos coinciden con ella) que se cierra este ciclo narrativo en el que profundiza no solo en los temas recurrentes de su obra, sino también en la exploración de un futuro incierto donde la inteligencia artificial, la biotecnología y las realidades virtuales redefinen el concepto de lo humano. Sin embargo, me resisto a aceptar tal cierre, por el bien de mi armonía interior y, probablemente, por el de muchos de sus lectores que hallamos alivio y esperanza en la lucidez y vitalidad con las que la autora aborda los dilemas existenciales de nuestro tiempo en una “aldea global” cada vez más agitada.
En este contexto, la figura de Bruna Husky, la protagonista de un mundo distópico, no solo refleja una sociedad sometida a la tiranía de la tecnología, sino que también se convierte en un espejo de las crisis existenciales, éticas y generacionales que estamos viviendo hoy.
Diversos críticos y analistas de la obra de Montero insisten en clasificarla dentro del género de la distopía. Al hablar de distopía (o antiutopías, o cacotopías), nos referimos a una visión ficticia de la sociedad humana donde las cosas, simplemente, van mal. Este término, presente tanto en el cine, la literatura como en la filosofía, proviene de las voces griegas dys (“mal” o “difícil”) y topos (“lugar”), siendo su antónimo “utopía”. Fue utilizado por primera vez en 1868 por el filósofo británico John Stuart Mill. Si aceptamos esta definición, surge una pregunta nodal: ¿cuál es la utopía que Montero desafía? ¿La utopía de la modernidad? ¿La de la razón? ¿La de la democracia? Lejos de caer en los lugares comunes, debemos repensar con Montero nuestra realidad desbordada.
Bruna Husky es mucho más que un simple personaje en una historia de ciencia ficción. Ya es un clásico. Su existencia, construida artificialmente con fines militares, se convierte en el eje de una profunda reflexión sobre lo que significa ser humano en un mundo donde las máquinas no solo imitan nuestra realidad, sino que la superan. A través de ella, Montero plantea una de las preguntas más antiguas de la filosofía: ¿qué nos define como seres humanos? Este dilema, lejos de ser un concepto abstracto, se transforma en el núcleo de una crítica a la desconexión emocional y ética que vivimos en un presente marcado por el vertiginoso avance tecnológico.
La creación de Bruna y estas coyunturas como una entidad diseñada para cumplir órdenes, una “construcción de carne y circuitos”, revela la manipulación misma de lo humano a través de los avances científicos, que a lo largo de la historia han intentado transformar o incluso mejorar al ser humano. Mediante Bruna, Montero ofrece una metáfora vigorosa sobre la lucha por la autonomía y la autodeterminación en un mundo que ha sido transformado en una maquinaria autónoma, donde las decisiones escapan del control individual.
La nueva batalla de Bruna por encontrar su identidad, por comprender su humanidad más allá de los propósitos para los cuales fue creada, refleja los dilemas éticos y existenciales que atraviesan tanto la humanidad en el futuro de la novela como las personas en el presente. Bruna no es solo un ser que lucha por ser libre, sino también un espejo de aquellos seres humanos atrapados en estructuras sociales, políticas y tecnológicas, que también buscan un sentido de identidad en un mundo que ha perdido las referencias históricas, sociales y antropológicas que nos definen como seres humanos, como nos enseñaba Friedrich Nietzsche.
Montero profundiza en las implicaciones de los avances tecnológicos de manera directa. En Animales difíciles, la tecnología no es solo un conjunto de herramientas al servicio de la humanidad, sino una fuerza transformadora que altera la esencia misma de lo que significa ser humano. Desde la modificación genética hasta la inteligencia artificial, los avances que modifican la biología humana y sus capacidades nos desafían a cuestionar el impacto que tienen sobre nuestra moralidad y autonomía. Bruna, en su lucha por encontrar un propósito que vaya más allá de sus órdenes preprogramadas, se convierte en un reflejo de una sociedad atrapada entre los avances implacables de la tecnología y la incapacidad para crear marcos éticos que regulen esos avances.
La crisis que enfrenta Bruna es, a su vez, un eco de la crisis que vivimos hoy. Aunque el futuro descrito por Montero es sombrío, no está desconectado de nuestra realidad presente. La aceleración del progreso tecnológico está creando nuevas formas de opresión y explotación, pero también está exponiendo las fracturas existentes entre las generaciones. Debido a sus experiencias y formas de entender el mundo, las generaciones actuales enfrentan la tecnología de maneras muy distintas. Las generaciones más jóvenes han crecido en un mundo digital, donde las tecnologías de la información y las redes sociales son herramientas naturales de interacción. Por otro lado, las generaciones mayores, que han sido testigos de la transición de un mundo analógico a uno digital, se sienten descolocadas de esta nueva realidad, atrapadas en una brecha generacional abierta por la digitalización.
El choque generacional, tan presente en Animales difíciles, se refleja en la forma en que Bruna, una creación tecnológica que nunca ha experimentado lo humano, enfrenta el mundo que la rodea. La identidad humana, como concepto, es puesta en duda tanto por las nuevas generaciones como por las más viejas. Las primeras, nacidas en un entorno saturado de tecnología, no solo navegan a través de realidades virtuales, sino que han heredado un mundo en el que las respuestas a preguntas éticas ya no son tan claras. La rapidez con la que avanzan las tecnologías genera una sensación de desajuste y desconcierto, que se refleja en el dolor de las generaciones más viejas, quienes, aunque no crecieron con estas tecnologías, deben enfrentarse a ellas en su día a día. A través de Bruna, Montero señala que esta desconexión es una manifestación de la crisis emocional y ética que también caracteriza nuestra época.
La brecha generacional que Montero expone en su obra no es solo un asunto de diferencias o coincidencias en el uso de la tecnología. Es, más bien, un trance de valores que afecta tanto la forma de conocer el mundo como la manera de experimentar el placer y la belleza. Las generaciones mayores, acostumbradas a una visión más analógica de la vida, ven con desconfianza los avances tecnológicos, que consideran deshumanizantes. Mientras tanto, las nuevas generaciones, nacidas en un mundo donde lo digital y lo automatizado son la norma, mantienen una relación más pragmática con la tecnología, pero a menudo carecen de las herramientas necesarias para valorar sus impactos éticos y emocionales. Así, el progreso tecnológico no solo genera una ruptura en la forma de entender el mundo, sino también una profunda distorsión de la identidad, ya que cada generación busca respuestas que no siempre puede encontrar debido a los rápidos cambios que atraviesan.
A medida que Bruna lucha por encontrar su humanidad en un mundo sobrecargado por máquinas e ideologías que manipulan el poder y la información, Montero subraya una crítica a la deshumanización que ya está ocurriendo en nuestra sociedad. La transformación tecnológica está reconfigurando las estructuras sociales y políticas, mientras que herramientas como las “fake news” y las redes sociales refuerzan la fragmentación y la polarización ideológica. En este contexto, donde la información circula a una velocidad incontrolable y las relaciones humanas se virtualizan, Animales difíciles plantea una pregunta crucial: ¿estamos perdiendo nuestra humanidad en nuestra constante búsqueda de progreso?
En el futuro descrito por Montero, la ciencia y la tecnología no solo avanzan a un ritmo imparable, sino que también han abierto la puerta a nuevas formas de opresión. La biotecnología y la inteligencia artificial se imponen como fuerzas poderosas, cuya influencia sobre la política, la economía y la sociedad es indiscutible. Esta aceleración tecnológica y su impacto sobre las estructuras sociales y políticas están causando una desconexión emocional cada vez más profunda entre los seres humanos, lo que se refleja en la creciente incapacidad de las personas para relacionarse genuinamente entre sí. La figura de Bruna Husky, atrapada entre los mundos de los humanos y las máquinas, se convierte en un símbolo de esta desconexión.
A través de Animales difíciles, Rosa Montero nos ofrece un oscilante espejo de la realidad contemporánea e insta a reflexionar sobre el futuro que estamos construyendo. En un mundo marcado por la aceleración tecnológica, la deshumanización, las manipulaciones ideológicas y la creciente brecha generacional, su obra se convierte en un llamado a la reflexión ética, epistemológica y estética. A través de Bruna Husky, Montero nos recuerda que, a medida que avanzamos hacia el futuro, debemos preguntarnos si estamos dispuestos a perder lo que nos hace humanos en nuestra constante búsqueda de progreso. La novela no solo actúa como una advertencia sobre las consecuencias de un avance desenfrenado, sino también como una invitación a detenernos y reconsiderar qué significa ser verdaderamente humanos en un mundo cada vez más marcado por lo digital, lo automatizado y lo artificial.
Manchamanteles
Entre la realidad y la máquina evoca la tensión existencial que Friedrich Nietzsche exploró en Humano, demasiado humano, un libro que se presenta como un llamado a los “espíritus libres”, despojados de las cadenas de la moral tradicional y las creencias convencionales. Nietzsche, al desafiar la visión romántica del ser humano, señala la fragmentación de nuestra identidad en un mundo que cada vez más está mediado por la máquina, una realidad donde la tecnología se infiltra en las fibras más profundas de nuestra humanidad. Así como el filósofo alemán observaba los peligros de la moralidad impuesta, hoy, en nuestra era digital, nos enfrentamos a una fragmentación aún más profunda: los Cuerpos fragmentados, disociados entre lo físico y lo virtual, entre lo natural y lo artificial. En este contexto, la crisis de la humanidad se convierte en el eco de la desconexión, una resonancia del vacío que dejamos atrás cuando reemplazamos nuestra autenticidad con la inmediatez y la superficialidad de lo digital.
Narciso el obsceno
En un mundo donde la realidad se disuelve en la máquina y los cuerpos se fragmentan entre lo físico y lo virtual, el narcisismo se convierte en un eco vacío, una ilusión de autenticidad que amplifica la desconexión con lo humano, mientras nos perdemos en una versión digitalizada y distorsionada de nosotros mismos.