Por. Boris Berenzon Gorn
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El 11 de octubre de 1998, Jean Allouch publicó en México su texto ¿Dijo usted “inapropiada”? en una brillante traducción de Nora Pasternac. Allouch reflexionaba sobre la declaración de Bill Clinton del 17 de agosto de 1998, en la que el presidente de Estados Unidos abordaba su relación con Mónica Lewinsky. El psicoanalista francés, con una aguda mirada crítica, señalaba que, además de ese “ligero perfume de escándalo”, la declaración de Clinton encarnaba el poder simbólico de un presidente de la nación más poderosa del mundo. Al igual que los antiguos monarcas, Clinton había establecido una narrativa mundial en la que su capacidad de destrucción, aunque no física, era igualmente formidable. En ese caso, la narrativa giraba en torno al sexo, mientras que Trump recurre a la guerra. Dos de las pulsiones humanas más poderosas, ambas analizadas por Freud con extraordinaria claridad en su obra El malestar en la cultura.
En una tensa reunión en la Casa Blanca, Donald Trump acusó al presidente ucraniano Volodímir Zelensky de “jugar con la Tercera Guerra Mundial”, una declaración que se produjo en un momento crítico para las negociaciones sobre los minerales. Esta afirmación no solo pone de manifiesto las tensiones geopolíticas que marcan la dinámica mundial contemporánea, sino que también revela la capacidad del lenguaje y la retórica para influir en el clima político, alimentando temores y manipulando percepciones. Pero, ¿cuál es el verdadero sentido de la guerra? ¿Qué papel juega la retórica en su construcción? ¿Cómo se convierte el miedo en un instrumento de control? A través de este análisis, buscaremos explorar las profundas implicaciones sociales, políticas, económicas y culturales que alimentan el fenómeno bélico y que nos invitan a cuestionar el rumbo que estamos tomando como civilización.
Las Guerras Mundiales del siglo XX, dos de los conflictos más devastadores de la historia, marcaron un antes y un después para la humanidad. La Primera Guerra Mundial (1914-1918) fue producto de una serie de alianzas y tensiones territoriales, que no solo destruyeron millones de vidas, sino que fracturaron los sistemas políticos y económicos que habían dominado Europa durante siglos. La Segunda Guerra Mundial (1939-1945), aún más destructiva, estuvo marcada por la intervención de potencias extranjeras, el genocidio del Holocausto y la introducción de armas nucleares, lo que reconfiguró la noción de poder militar. La “Tercera Guerra Mundial”, en este sentido, se ha mantenido como una especie de pesadilla colectiva, evocando la amenaza de una catástrofe global que podría implicar la destrucción nuclear y un conflicto total con efectos devastadores para la humanidad. El temor a la guerra nuclear, alimentado por la existencia de armas de destrucción masiva, es real. Hoy en día, con las tecnologías actuales, las consecuencias de una guerra a gran escala serían aún más catastróficas que las de los siglos pasados. La retórica que juega con la posibilidad de una Tercera Guerra Mundial, entonces, tiene un poder incalculable, no solo en las decisiones políticas, sino en las emociones y miedos que moviliza, convirtiéndose en una herramienta poderosa de control político.
El lenguaje y la retórica son armas fundamentales en la política internacional. La acusación de Trump, al señalar que Zelensky “juega con la Tercera Guerra Mundial”, no solo subraya la gravedad de la situación en Ucrania, sino que utiliza esa referencia como un mecanismo de manipulación. Al invocar el miedo colectivo a un conflicto global, Trump está apelando a un sentimiento de ansiedad mundial, con el fin de movilizar a su base de apoyo, influir en las decisiones de aliados y justificar políticas de intervención o sanciones militares. La mención de una “Tercera Guerra Mundial” se convierte en una táctica para crear un escenario en el que las decisiones, influidas por el pánico, se toman sin evaluar adecuadamente sus consecuencias a largo plazo.
La guerra, en este contexto, no solo se libra en los campos de batalla, sino también en el campo de la psicología colectiva. La construcción de la “amenaza” —ya sea un adversario externo como Rusia o China, o una crisis interna como la de Ucrania— es un proceso retórico que se utiliza para generar consenso. El miedo se convierte en una herramienta para justificar medidas drásticas: el aumento del gasto militar, el recorte de derechos civiles, o la aprobación de políticas que socavan la soberanía de los pueblos. Así, la guerra se convierte en un medio para imponer un orden determinado, donde el poder de la narrativa es tan importante como el poder militar.
Es fundamental preguntarnos, ¿a quién le conviene la guerra? A lo largo de la historia, los conflictos bélicos han sido utilizados por diversas potencias para reorganizar el orden mundial y asegurar el control sobre recursos estratégicos, mercados o posiciones geopolíticas. En la actualidad, los recursos naturales como el petróleo, el gas, los minerales raros y las rutas comerciales siguen siendo puntos críticos en los conflictos globales. Trump, con su estilo belicista, entiende el conflicto como una forma de asegurar los intereses de Estados Unidos frente a una competencia global creciente. Durante su presidencia, seguramente se incrementarán las intervenciones militares y se reforzara el complejo militar-industrial estadounidense. En este sentido, la guerra deja de ser solo un medio de defensa o disuasión, para convertirse en un vehículo para consolidar el poder económico y geopolítico de una nación.
No todos los actores involucrados en la guerra se benefician de la misma manera. Las poblaciones afectadas por los conflictos —en Ucrania, Siria, Yemen y otras regiones— pagan el precio más alto. Estas personas sufren las consecuencias devastadoras de la guerra: muertes, desplazamientos forzados, y la destrucción de infraestructuras esenciales. En este sentido, la guerra se convierte en una herramienta de opresión, donde las élites políticas y económicas son las principales beneficiarias, mientras que los pueblos son las principales víctimas.
La guerra contemporánea refleja una crisis civilizatoria más amplia que involucra una serie de contradicciones dentro de las sociedades globalizadas del siglo XXI. En el ámbito económico, estamos presenciando una creciente concentración del poder en manos de grandes corporaciones y élites económicas, mientras que millones de personas luchan por satisfacer sus necesidades básicas. La globalización, en lugar de generar una sociedad más justa y equitativa, ha exacerbado las desigualdades entre el Norte global y el Sur global. Esta disparidad, alimentada por las guerras y los conflictos, también está generando tensiones sociales internas, con migraciones masivas y el aumento de la polarización. Los refugiados, que huyen de zonas de conflicto, son vistos en muchos casos como una carga por los países ricos, lo que agudiza aún más las desigualdades globales.
La guerra, en este contexto, también refleja un choque de valores respecto a la relación entre la humanidad y la naturaleza. La modernidad ha estado vinculada tradicionalmente con la explotación de los recursos naturales, mientras que las soluciones bélicas se presentan como la manera de asegurar el acceso a esos recursos. Esta mentalidad de dominación de la naturaleza, basada en una visión tecnocrática y utilitarista del mundo, ha llevado a una crisis ambiental global, caracterizada por el calentamiento global y la pérdida de biodiversidad. En este sentido, la guerra se convierte en un mecanismo no solo de destrucción social y económica, sino también de destrucción ambiental, exacerbando la crisis ecológica que ya enfrentamos.
Desde la perspectiva filosófica de Michel Foucault, el poder no es una estructura unitaria, sino una red compleja de relaciones de fuerza que se entrelazan en diferentes ámbitos de la sociedad. La guerra, como fenómeno global, puede entenderse como una manifestación de estas relaciones de poder, donde las naciones luchan por imponer sus intereses dentro de un contexto de alianzas y enfrentamientos en constante cambio. El poder, en este sentido, no solo se ejerce a través de las armas, sino también a través de estrategias de manipulación de la información, control de los medios de comunicación y el uso de la propaganda.
Finalmente, la guerra solo puede ser comprendida dentro de un marco que respete la vida humana y la soberanía de los pueblos. La verdadera paz no debe reducirse a la ausencia de conflicto armado, sino que debe estar vinculada a la construcción de una sociedad más justa, equitativa y respetuosa de los derechos humanos. Las relaciones internacionales deben basarse en el respeto mutuo, la cooperación y la justicia, y no en la imposición de una visión unilateral del mundo. El futuro de la humanidad no debe estar marcado por la guerra, sino por la búsqueda de la armonía y el respeto a la vida. Solo a través de un compromiso con los valores fundamentales de la humanidad y la soberanía de los pueblos podremos evitar que la guerra siga siendo una opción viable en la política internacional.
La referencia completa para el artículo de Jean Allouch en La Jornada puede encontrarse [aquí](https://www.jornada.com.mx/1998/10/11/sem-jean.html), y ofrece una perspectiva fundamental sobre el poder del lenguaje en la política global, tal como lo mencionamos en el análisis anterior.