Por. Boris Berenzon Gorn
X: @bberenzon
Los que estamos a las puertas del sexto piso, o quienes ya lo han cruzado, hemos sido testigos de un mundo que, aunque relativamente estable, ha atravesado una sucesión de transformaciones. Nuestra generación, la conocida como Generación X, ha disfrutado de una comodidad que, en ocasiones, nos ha otorgado estabilidad, pero también nos ha vuelto más escépticos, nostálgicos y, en cierto modo, acomodaticios. A lo largo de los años, hemos aguardado grandes cambios sociales, políticos y culturales; sin embargo, la realidad ha sido otra: a pesar de nuestras expectativas idílicas, los avances que esperábamos no han sido tan profundos como imaginábamos, y su impacto ha sido considerablemente más tenue de lo que anticipábamos.
A diferencia de nuestros antecesores, no compartimos su fervor ni hemos vivido las transformaciones existenciales que marcaron su época. Las generaciones que nos suceden parecen ser más frágiles y anodinas, sumidas en un contexto globalizado que, lejos de incitar grandes cambios, carece de la intensidad transformadora que definió a generaciones pasadas.
La nostalgia, ese sentimiento que podría rozar la melancolía y a veces desembocar en la depresión, se convierte en un concepto tan vasto como un recuerdo común. Hace ya cuatro décadas, Carlos Monsiváis, quien estaba invitado al festejo del doctorado de mi segundo padre, me llamó para decirme: “Dile a tu padre que no podré ir, porque tengo ‘nostalgia citadina’, que yo lo festejaré desde aquí”. Una expresión que, aunque decía todo y nada, sabe retratar la pereza existencial de una era y la incertidumbre que envuelve la palabra. Lo cierto es que la nostalgia goza, hoy más que nunca, de cabal salud, convirtiéndose en un refugio para quienes miran al pasado con cierto anhelo.
En un escenario político caracterizado por el agotamiento y la desilusión, la ultraderecha ha dejado de ser una fuerza marginal para convertirse en un actor decisivo en los relatos contemporáneos. Este fenómeno no responde únicamente a una ideología esencial aislada, sino a un profundo desgaste de las políticas tradicionales, incapaces de atender las crecientes demandas de una sociedad cada vez más escéptica. En busca de soluciones inmediatas, muchos se han alineado con discursos que, aunque controvertidos, parecen ofrecer respuestas rápidas a la crisis de representación. Lo que antaño se consideraba extremo, hoy se ha normalizado, reconfigurando no solo el panorama político, sino también nuestra concepción de la condición humana en tiempos de incertidumbre. En este contexto, surge la interrogante: ¿será la nostalgia, el miedo y la promesa de un orden conservador la respuesta a los retos del presente?
En las últimas décadas, hemos sido testigos del resurgimiento de movimientos ultraderechistas en diversas partes del mundo, un retorno que desafía las lecciones históricas de los horrores que estos generaron en el pasado. Este regreso reabre el debate sobre cómo ha sido posible la “normalización” de estas ideas extremistas. Los medios de comunicación informan sobre el creciente apoyo a partidos ultraderechistas en distintas naciones. En Francia, el Rassemblement National (RN) de Marine Le Pen, por ejemplo, obtiene el 53% de los votos de los obreros, convirtiéndose en el partido más votado del país. Fenómenos similares se observan en Austria con el Partido de la Libertad (FPÖ) y en América Latina, donde figuras como Javier Milei en Argentina y Jair Bolsonaro en Brasil han logrado altos índices de apoyo popular. En Estados Unidos, Donald Trump ha atraído a una porción significativa de la clase obrera blanca. Incluso en Alemania, los conservadores han resurgido con una ultraderecha más fuerte que nunca.
Este ascenso se enmarca dentro de un fenómeno histórico reciente, derivado de la crisis capitalista global de 2008, cuando los efectos devastadores de la globalización hegemónica comenzaron a hacerse evidentes, creando el caldo de cultivo perfecto para el resurgimiento de ideas esencialistas. La ultraderecha ha hallado terreno fértil en naciones como Estados Unidos y Europa, pero también en países como Argentina, Brasil, El Salvador e India, donde las crisis de la democracia liberal han permitido la expansión de estos movimientos. Así, surge la pregunta inquietante: ¿cómo logró la ultraderecha recuperar fuerza después de tantos años de desastre, o acaso nunca desapareció realmente? La respuesta se encuentra en los procesos sociales y políticos que han permitido la integración de estos discursos básicos al ámbito público y político. Lo que antes se consideraba marginal ahora forma parte del discurso dominante, redefiniendo nuestra realidad.
La normalización de la ultraderecha ha sido posible gracias a una creciente frustración ciudadana, alimentada por el egoísmo y una constante queja sin acción. En lugar de ofrecer soluciones constructivas, la ultraderecha ha logrado posicionarse mediante descalificaciones y discursos simplistas que apelan al miedo y a una nostalgia por un pasado idealizado. Así, la ultraderecha promete restaurar un orden y estabilidad que, según su visión, solo existían en tiempos en los que las estructuras tradicionales no eran cuestionadas, un anhelo que resuena profundamente en sectores de la población afectados por crisis económicas, inseguridad y polarización política.
Si analizamos las raíces de la ultraderecha, encontramos ecos de pensadores como Edmund Burke (1729-1797), el filósofo dublinés que defendió la conservación del orden social y las tradiciones. En su obra Reflexiones sobre la Revolución Francesa (1790), Burke advertía sobre los riesgos de destruir las costumbres y romper con el pasado. Este enfoque conservador ha sido reformulado por los movimientos ultraderechistas, que defienden la jerarquía, la autoridad y el orden por encima de cualquier cambio primordial. Hoy, la ultraderecha contemporánea se presenta como una fuerza reactiva que, bajo la bandera de “restaurar el orden”, rechaza el cambio y promueve un modelo social anclado en el pasado.
El regreso de la ultraderecha no es un fenómeno aislado ni pasajero. Su fuerza radica en factores históricos profundos, como la persistencia de ideas conservadoras que apelan a la preservación de una identidad que se siente amenazada, el miedo al cambio y la crisis de los “valores”. La capacidad de la ultraderecha para reconfigurarse y adaptarse a los tiempos actuales, así como su habilidad para aprovechar la polarización social, asegura su permanencia en el discurso político. En un mundo cada vez más fragmentado, lo que antes se percibía como marginal ha logrado infiltrarse en las instituciones democráticas, ganando terreno en las decisiones clave de la política global.
La ultraderecha promueve una moral basada en la jerarquía, el orden y la familia tradicional, contrastando con lo que percibe como una ética liberal que, según ellos, fomenta la decadencia social. En su discurso, se presentan como la última barrera frente al caos generado por la modernidad. Aunque muchos movimientos ultraderechistas defienden la democracia representativa, lo hacen desde una perspectiva instrumental, como un medio para consolidar sus intereses, más que como un fin en sí mismo. Este enfoque revela una crítica profunda al liberalismo y sugiere que, si fuera necesario, los principios democráticos podrían ser sacrificados en favor de una estructura más autoritaria.
El ascenso de la ultraderecha no puede ser entendido como un fenómeno superficial, sino como el resultado de una interacción compleja de factores históricos, culturales y políticos. Su normalización exige un análisis constante y crítico, ya que su impacto en la política y la sociedad contemporánea sigue siendo profundo. En un contexto donde el capitalismo parece cada vez más influido por dinámicas psíquicas que exaltan la figura del líder y mantienen estructuras rígidas de poder, la ultraderecha continuará alimentando su narrativa, desafiando los valores fundamentales que han sostenido las democracias liberales. La diversidad es nuestra fuerza, no nuestra debilidad, y es precisamente en la unión donde radica nuestra verdadera potencia como sociedad.
Manchamanteles
Luis Buñuel nació en Calanda, Teruel, el 22 de febrero de 1900, y a lo largo de su vida se destacó como un feroz crítico de lo establecido. Su mirada aguda y provocadora se dirigió principalmente al conservadurismo y a la burguesía, dos instituciones que no solo ponía en duda, sino que también desafiaba con ironía y sátira. En sus películas, Buñuel confrontaba directamente las convenciones sociales y las normas impuestas por las clases altas. Un claro ejemplo de esto es Un perro andaluz (1929), donde, mediante escenas surrealistas, pone en duda la moral y las estructuras tradicionales. En Viridiana (1961), el cineasta se burla de la hipocresía religiosa y las pretensiones de pureza moral de la burguesía, mientras que en El ángel exterminador (1962), expone la fragilidad de las apariencias sociales, mostrando a un grupo de aristócratas atrapados en una situación absurda que desvela sus verdaderos instintos. Buñuel, con su irreverencia, nunca dejó de cuestionar las convenciones que definían su tiempo, usando el cine como un vehículo para el sarcasmo y la subversión. Regalémonos volver a veces a Buñuel.
Narciso el Obsceno
La ultraderecha, alimentada por el narcisismo colectivo, busca engrandecer una identidad nacional idealizada, exigiendo una obediencia ciega a sus valores, mientras descalifica y margina todo lo que desafíe su visión del “Yo Superior” … ¿o acaso hay algo más?