- La transferencia en las campañas presidenciales de EE.UU.
Por. Boris Berenzon Gorn
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Cuando lea este artículo, ya sabrá quién es el presidente de los EE. UU. Sin embargo, vale la pena hacer algunas reflexiones sobre este tema. Aquí le ofrezco una primera.
La cultura pop de Estados Unidos ha sido, sin duda, un fenómeno que ha trascendido las fronteras del entretenimiento, desempeñando un papel crucial en la formación de la identidad colectiva, no solo de la sociedad estadounidense, sino del mundo entero. Desde sus primeras manifestaciones en los “locos años veinte” hasta su auge contemporáneo con la expansión de las redes sociales, la cultura pop ha estado profundamente entrelazada con la política. Este fenómeno puede analizarse desde diversas perspectivas, pero, en particular, el concepto psicoanalítico de “transferencia” ofrece una visión reveladora sobre cómo los elementos de la cultura popular influyen en las campañas presidenciales. A través de la transferencia, podemos entender cómo los candidatos no solo apelan a las ideologías y promesas, sino que también construyen imágenes simbólicas que activan emociones inconscientes en los votantes, proyectando sobre ellos sus propios deseos y expectativas.
La relación entre la cultura pop y la política tiene sus raíces en los “locos años veinte”, un período de crecimiento económico sin precedentes en EE. UU. Este fue un momento de prosperidad que permitió la expansión del consumo masivo, no solo de bienes materiales, sino también de entretenimiento y cultura. Durante esta década, las empresas aprovecharon el auge económico para transformar la publicidad en una herramienta clave que no solo promovía productos, sino también ideales, estilos de vida y aspiraciones. La radio, el cine y la televisión fueron los medios que marcaron este cambio, y la música jazz, el cine mudo y las figuras de Hollywood emergieron como los primeros símbolos de la cultura pop estadounidense.
En ese entonces, las grandes figuras de Hollywood como Clara Bow, Rudolph Valentino o Douglas Fairbanks no solo eran estrellas de cine, sino íconos que representaban un ideal de éxito, glamour y belleza que resonaba profundamente con el pueblo estadounidense. Estas figuras tenían el poder de moldear la percepción pública no solo en términos de entretenimiento, sino también de valores sociales y políticos. La creación de estas imágenes no fue casual, sino cuidadosamente cultivada por las grandes corporaciones de la época, que entendieron el poder de la figura pública en la construcción del imaginario colectivo.
A medida que la publicidad crecía, también lo hacía la idea de que el consumo de ciertos productos, personas o estilos de vida era un reflejo de un ideal más grande: el éxito, la modernidad y la pertenencia a una élite cultural. Esta dinámica, que hoy denominamos cultura pop, pasó a formar parte del tejido de la política estadounidense. Los políticos, especialmente aquellos aspirantes a la presidencia, pronto comprendieron que dominar la imagen pública y conectarse emocionalmente con el pueblo a través de estos símbolos era clave para ganar elecciones.
El concepto de “transferencia”, desarrollado por Sigmund Freud, se refiere al proceso mediante el cual los individuos proyectan sobre otras personas sus propios sentimientos, deseos y expectativas inconscientes. Este fenómeno es fundamental para comprender cómo los votantes pueden sentirse emocionalmente conectados con ciertos candidatos políticos, no solo en función de sus propuestas o ideologías, sino a través de la imagen simbólica que estos representan. Los políticos, como figuras públicas, encarnan los deseos de la sociedad y sirven como vehículos de proyección de estos deseos en un nivel inconsciente.
La cultura pop es un campo fértil para esta transferencia, ya que las celebridades, a través de su presencia mediática, crean imágenes que se asocian con valores, aspiraciones y emociones muy específicas. En este contexto, las figuras de la cultura pop no son solo actores o cantantes, sino símbolos de deseos colectivos. Así, las figuras políticas que logran vincularse con estas celebridades o con los valores que ellas representan, pueden transformar estas proyecciones de la cultura pop en un capital político significativo.
Un ejemplo paradigmático de esta dinámica es Marilyn Monroe, cuya relación con John F. Kennedy no solo fue un asunto privado, sino una declaración pública del binomio entre el poder político y la iconografía cultural. Monroe, a través de su belleza, sensualidad y vulnerabilidad, encarnaba los deseos y aspiraciones de un pueblo que veía en ella una figura idealizada. Por otro lado, Kennedy, como presidente, proyectaba un ideal de poder, cambio y modernidad. La combinación de ambos en la esfera pública no solo consolidó la imagen de Kennedy como un líder carismático, sino que también convirtió a Monroe en un símbolo de la conexión entre la política y la cultura pop.
Este tipo de transferencias emocionales es vital en la construcción de la imagen de un candidato. Los votantes, a través de figuras mediáticas, proyectan sobre los candidatos no solo sus expectativas políticas, sino también sus deseos inconscientes de pertenencia, éxito y poder. Así, la política no se reduce solo a un ejercicio de análisis racional de propuestas, sino que también es un campo donde las emociones y los símbolos juegan un papel esencial.
La influencia de la cultura pop en la política de EE. UU. se ha multiplicado exponencialmente con el advenimiento de la internet y las redes sociales. Desde la década de 2000, plataformas como Facebook, X e Instagram han permitido que los candidatos políticos se conecten casi directamente pero no democráticamente como presumen con sus seguidores de una manera instantánea y global. Esta conectividad ha permitido que los políticos adopten una estética más cercana, menos institucional, más vinculada con la cultura de las celebridades y los influencers.
Un claro ejemplo de esto es el caso de Donald Trump, quien supo capitalizar su estatus de celebridad para construir una imagen política basada en su figura mediática. Antes de ser presidente, Trump ya era un personaje reconocido gracias a su show televisivo El Aprendiz. Su capacidad para presentarse como un outsider, un hombre de negocios exitoso que rompía con los moldes tradicionales de la política, fue clave para atraer a una base de votantes que se sentían alejados de los políticos tradicionales. Esta estrategia no solo utilizó la cultura pop, sino que también se basó en el principio de la transferencia: Trump no solo era un candidato, sino la proyección de un ideal de poder, éxito y rebelión contra el sistema establecido.
Kamala Harris, por otro lado, ha utilizado la cultura pop de una manera más inclusiva y progresista. Durante su campaña presidencial, Harris fue apoyada por una serie de celebridades como Jennifer Lopez, Taylor Swift y Leonardo DiCaprio, quienes no solo expresaron su apoyo político, sino que también ayudaron a consolidar su imagen de líder progresista y símbolo de cambio. Estos apoyos no fueron solo estratégicos, sino que representaron un acto de transferencia emocional: los seguidores de estas celebridades proyectaron sobre Harris las cualidades que asociaban con ellos: el cambio, la inclusión y el progreso. Este tipo de apoyo mediático tiene un impacto significativo, ya que las figuras de la cultura pop tienen la capacidad de modelar las percepciones públicas de los candidatos.
La relación entre la cultura pop y las campañas presidenciales de EE. UU. no solo refleja una estrategia de marketing, sino que también revela la manera en que las emociones y deseos inconscientes de los votantes se canalizan a través de figuras y símbolos culturales. La transferencia psicoanalítica, al explicar cómo los votantes proyectan sus deseos y expectativas sobre los políticos, ofrece una clave para entender cómo la cultura pop ha influido de manera tan profunda en la política estadounidense. A través de la cultura pop, los políticos logran conectar emocionalmente con el pueblo, creando imágenes y narrativas que resuenan más allá de las ideologías, tocando fibras emocionales y psicológicas profundas. En este sentido, la política y la cultura pop se convierten en dos mundos que se alimentan mutuamente, creando una relación simbólica que es tanto mediática como emocional, y que se proyecta en la construcción de una identidad política que apela a lo más profundo del inconsciente colectivo.