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RIZANDO EL RIZO  Deconstruyendo el miedo: termómetro social e instrumento de dominación

Por. Boris Berenzon Gorn

 

El amor ahuyenta el miedo y, recíprocamente el miedo ahuyenta al amor.
Y no sólo al amor el miedo expulsa; también a la inteligencia, la
bondad, todo pensamiento de belleza y verdad, y sólo queda la
desesperación muda; y al final, el miedo llega a expulsar del hombre la
humanidad misma.
Aldous Huxley

 

El miedo es uno de los principales factores que afectan la vida de las personas y de las comunidades. Se trata de una emoción primaria que tiene por objetivo salvaguardar nuestra existencia e integridad en momentos donde esta podría ser amenazada. El miedo es producto de nuestra evolución, pero a medida que hemos crecido como sociedades y desarrollado culturas, hemos hecho un uso representativo del miedo y hemos buscado equilibrio con la finalidad de tener vidas más plenas y felices, de existir sin abandonarnos a la incertidumbre que representan el temor y el terror. Sentir miedo es normal y necesario para nuestro desarrollo cognitivo, sin embargo, también puede convertirse en un problema social que refleja los intersticios de conflicto y contradicción.

El nivel de miedo que presenta una sociedad es un termómetro de las circunstancias que se enfrentan de manera cotidiana y de la eficacia de los poderes del Estado y la legalidad, pero también del abuso de poder estatal, del autoritarismo y de la violencia de los grupos del crimen organizado. En nuestro país, la violencia generalizada es un problema que aún no hemos podido resolver. Entre los problemas más graves está la violencia de género, el control de los grupos del crimen organizado de diversas zonas y actividades económicas donde ejercen influencia y extorsionan a civiles, el asesinato y violencia contra periodistas, la violencia asociada a los delitos como el robo y la trata de personas, entre otros factores que generan alerta y modifican las prácticas comunes.

Pongamos un ejemplo del efecto del miedo en la transformación de las actividades: últimamente se ha puesto acento en los medios de comunicación y redes sociales sobre la situación tan grave que enfrentan los transportistas, sobre todo en la zona central del país, al ser atacados e incluso asesinados a manos del crimen organizado, mismo que los extorsiona y amenaza, cuando no los despoja de sus bienes materiales o de su vida. Los transportistas se han manifestado mediante el cierre de vialidades, contactando medios de comunicación y de otras formas con tal de buscar protección ante la situación tan grave que pone en riesgo su vida. Muchos han decidido abandonar el trabajo o cambiar de giro ante la amenaza real que implica desempeñarse como transportista en nuestro país.

Este es un ejemplo aislado que retomamos únicamente por el potencial mediático con el que ha contado en los últimos días. Sin embargo, no es ni de cerca el más grave. El pasado 8 de marzo, las movilizaciones femeninas a lo largo del país nos recordaron la gravedad de la violencia machista y patriarcal en nuestro México, la serie de prácticas que deben cambiarse tanto a nivel cultural como legal y desafortunadamente demostraron la reacción de personajes deleznables que incluso se atrevieron a atacar a las manifestantes físicamente en un derroche de poder que recuerda la gravedad del problema y la legitimidad de las demandas de los grupos feministas. Cuando las mujeres evitan salir de noche solas, eligen ciertas formas de vestir o tienen miedo de ser atacadas en sus trabajos, lugares educativos o en el trayecto a sus hogares, están transformando las prácticas en función del miedo, por lo que éste se convierte en un termómetro social que nos demuestra lo grave que es el problema.

Desde esta perspectiva, podemos ver que el miedo es la reacción social a situaciones generalizadas fijadas en la profundidad de las estructuras culturales que producen prácticas cuyo objetivo es lidiar con el miedo, y claro, con las consecuencias reales que vienen con los efectos que en principio lo generan. Al igual que ocurre en psicoanálisis con un desorden compulsivo, cuya función es mitigar el temor que causan algunas circunstancias como dejar la puerta abierta, la plancha encendida u olvidar meter al gato, a nivel social la transformación de la normalidad para protegerse de amenazas potenciales puede socavar la tranquilidad de personas e instituciones al generar construcciones que atentan contra la libertad, pero que al mismo tiempo parecen la única salida para mantener la integridad y la seguridad.

De tal suerte que, al modificar las prácticas, el miedo actúa también como un catalizador de nuevos problemas, sobre todo cuando alcanza una vertiente irracional y deja de mantener contacto real con la amenaza de la que proviene y genera discursos de exclusión y de violencia. El miedo es una estrategia electoral muy efectiva basada en el “ustedes contra nosotros”, dos polos imaginarios que alimentan la tensión a partir de modelos de realidad que se supone reflejan el conflicto existente que debe prevenirse a través de la eliminación de los contrarios.

En el fondo de la discriminación, de la xenofobia, de los discursos raciales, del clasismo o del machismo, se promueve el miedo al otro y a lo otro, y desde ahí se persigue su eliminación. Seguramente muchas personas han escuchado alguna vez a algún intolerante decir que “no es homofóbico”, pues eso implicaría tener miedo de los homosexuales y lo que siente en cambio es desagrado; pero es mentira. El miedo al otro y a la diferencia promueve encontrarnos a nosotros mismos en todo aquello que no comprendemos o que no se asemeja a lo que consideramos posible y deseable, y entonces se manifiesta en violencia e injusticia.

Los discursos de odio que promueven la marginación también promueven la represión y la desconfianza. El miedo se emplea como una representación simbólica del poder y es a su vez un mecanismo para ejercerlo. Un ejemplo absurdo, pero desafortunadamente vigente, es el miedo a los inmigrantes en todo el mundo. Con la misma intolerancia y falta de empatía con que se trata a muchos de nuestros paisanos en Estados Unidos; se está recibiendo a migrantes centroamericanos con apatía e irracionalidad, acusándolos de todos los males que sobrevienen en la sociedad, se les excluye y se les señala tanto por su color de piel como por su ascendencia y sus costumbres. Cada día vemos en un noticiero a alguna señora quejándose de que los haitianos han tomado su parque o de que acampan en los caminos habituales.

Estos argumentos, absurdos e irracionales, no son nuevos, se han repetido hasta el cansancio a lo largo de la historia. El miedo a las personas pobres es consecuencia del discurso que los criminaliza, cualquier persona con tatuajes o que se acerca a vender algo en la calle produce una reacción de temor; es el mismo miedo que durante toda la Edad Media se sembró en torno a los judíos, las brujas, los negros, el mismo que después generó atrocidades terribles en los siglos XIX y XX, es el mismo miedo que ha creado el caos de la humanidad en tiempos recientes, el miedo que se convierte en violencia y que justifica la destrucción y la marginación.

Hay miedos racionales, miedos que reflejan una situación de la que nadie quiere hablar, miedos que son las reacciones al elefante en la habitación. Pero también hay miedos construidos desde el poder, propagados, llevados al absurdo, promovidos y reproducidos más allá de toda lógica. Hay miedos que sirven para oprimir y reprimir, para excluir y violentar, para justificar la falta de desarrollo y para manipular las acciones colectivas. Miedos que estigmatizan y que, por lo tanto, radicalizan, que están en la base de los dogmatismos y que socavan la cohesión y la tranquilidad.

Hay miedos que detienen, que evitan avanzar, miedos gracias a los que se detienen manifestaciones, movimientos sociales, se oculta la verdad y se ensombrecen los efectos de las luchas. Miedos que conducen a la apatía y que desincentivan la participación haciéndonos creer que no hay soluciones ante los grandes problemas que enfrentamos las sociedades postmodernas. El miedo es una emoción básica y necesaria, pero debe racionalizarse, nuevamente, como se haría en el diván, haciendo consciente lo inconsciente y desentrañando las representaciones no dichas que generan las inseguridades sociales y que fomentan la polarización.

Ilustración. Diana Olvera

Manchamanteles

Y el miedo bien puede convertirse en arte, como lo recuerda el poema “Gata negra” de Rainer Maria Rilke:

Un fantasma, aunque invisible, es aún un espacio

donde tu vista puede golpear, resonando; pero aquí

entre este espeso pelaje negro, tu más dura mirada

será absorbida y desaparecerá completamente:

 

como si fuera un loco delirante, cuando nada ya

puede aliviarlo, que acomete contra la noche oscura

aullando, golpea la pared acolchada, y siente

la ira amainando hasta calmarse.

 

Ella parece esconder dentro de sí todas las miradas

que le han posado, para poder observarlas

como a un público, amenazante y taciturna

y enrollarse a dormir con ellas. Pero casi de pronto

 

ella mueve su cara hacia la tuya, como si despertara;

y sobresaltado, te ves pequeño,

dentro del ámbar de sus órbitas

suspendido, como un insecto de una especie extinguida.

 

Narciso el obsceno

Y si me dan miedo los comienzos, ¿puedo faltar los lunes?

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