Por. Marisa Iglesias
Mi padre siempre dijo que de no haber sido abogado, habría sido torero. Y de que tenía la pinta, la tenía. Alto, flaco, bien plantado. Y el gusto. Aficionado desde chiquillo, contaba que los guardias del Toreo de La Condesa lo dejaban colarse cuando ya había empezado la corrida, y que ya adentro se sentaba en las escaleras, lo más adelante que se pudiera. El Toreo ocupaba el terreno de lo que hoy es El Palacio de Hierro de Durango, en la colonia Roma y mi padre vivía cerca, en la Juárez. Se iba caminando, solito. Tendría 10 o 12 años.
Yo también fui a los toros desde niña. Tengo recuerdos delirantes, como cuando a una negra en palazzo-pijama y un afro formidable se brincó al callejón, y de ahí al ruedo, para sumarse a un grupo eufórico y estridente que llevaba a Manolo Martínez en hombros después de una faena colosal. Tendría 5 o 6 años. Tengo también recuerdos atroces, como cuando me tocó ver de muy cerca una cornada terrible, no me acuerdo a qué torero. Aún puedo escuchar el grito de mi madre y sentir cómo me giraba hacia ella para impedir que siguiera mirando la escena sangrienta. La imagen se fijó en mi mente como si la hubieran cincelado. De adolescente iba también. Preguntaba muchas cosas e impacientaba a mi padre, que no quería distraerse ni un instante dando explicaciones a una novata. Y cuando olfateaba el peligro me asustaba. Me asustaba mucho. Mala aficionada desde entonces.
El domingo pasado volví a los toros, mil años después. Soy una villamelona más que asumida, pero traigo la fiesta en la sangre. Fue una gozada. De principio a final. Reunirnos en casa de Lourdes y Carolina, exvecinas de la juventud de hace casi 30 años. Encontrar a Fernando, otro vecino de aquellos tiempos, apodado por este par como “El Bombón”, y conocer a su hermano José Luis, taurinos de toda la vida. Botanear, tequilear, reír muchísimo. Luego a la camioneta Uber para seis y de ahí a la Plaza México, a la segunda corrida de la temporada después de una veda de dos años. La empresa ganó un amparo para la reapertura, un juez lo echó abajo y un tribunal colegiado lo validó. Finalmente ganó el sí a los toros y entre protestas de los prohibicionistas puritanos, la Plaza México resucitó como si nunca hubiera muerto. La caminada hasta la plaza fue un carnaval. Puestos de tacos, de sombreros, de peluches, de botas sin curar, de cojines, de flores. Ambulantes ofreciendo lugares de estacionamiento y a la sorda, boletos en reventa, comida, refrescos, cervezas, lotería, puros, y Kleenex de a 10 “porque recuerde que en los sanitarios no hay papel”. Mi alegría iba in crescendo, pese a mi ancestral fobia a las multitudes. Me sentía como una turista gringa debutante, y a la vez, reconocía y revivía algo muy familiar y muy íntimo. Algo muy entrañable.
Lo que siguió para mí, tanto en la corrida del domingo, como en la del lunes, porque fui a las dos, fue pasión pura. Alegría desbordada, nostalgia incontenible y la confirmación de mi amor genético por la fiesta taurina. Me estremecí al primer Olé multitudinario al inicio del paseíllo y a partir de ahí todo fue hipnótico. El aplomo y la elegancia del francés Sebastián Castella, confirmaron mi “alternativa” como taurina y aplaudí con alegría sus dos orejas, una por cada toro.
El lunes lloré dos veces. La primera antes del inicio de la corrida, durante los honores a la bandera, cuando una monumental fue desplegada por policías sobre el ruedo y el himno se cantó con una emoción electrizante.
Y la segunda, al final de la última faena de Pablo Hermoso de Mendoza, cuando sonaron Las Golondrinas y el tipo le pegó una estocada de escándalo al último toro de su carrera profesional, se bajó del caballo y, entre ovaciones, se arrodilló y besó la arena de la México. Joder, ¡qué momento! Lloré porque mi padre me habitó. Estuvo todo el tiempo dentro de mí. Se puso de pié, como lo hacía siempre, para cantar el himno y luego vió la corrida con mis ojos desde el segundo tendido de sombra. Yo lo devolví a la alegría de la fiesta y él me acompañó en mi feliz reencuentro con ella.
Suena un grito bien organizado: “Uno, dos tres: ¡Arriba la porra de Sol!”. Los de Sombra en automático responden con una mentada de madre a chiflidos. Un despistado anima: “¡Venga Sebastián!”, pero el matador que abre la corrida es el que confirma su alternativa, Isaac Fonseca. Carolina le enmienda la plana. El tipo le da un beso a su novia y se traga el sapo. Un aficionado que se equivocó de estadio lanza: “Arriba el Cruz Azul”, con las consiguientes mentadas. Un borrachín destemplado grita: “Estoy feliz porque vine con mi vieja”. Aplausos. De pronto un estruendoso “¡Arriba Xóchitl Gálvez!” seguido de una ovación. Más tarde uno más discreto “¡Arriba López Obrador!”, sin abucheos pero sin aplausos. Pasó de largo.
En las gradas se vende de todo: cervezas, pizzas, carne seca, palomitas, papas fritas, nueces, pistaches, pepitas, charales con limón, churros rellenos, manzanas con chamoy, algodones de azúcar. Carolina y Lourdes traen unas mochilas como para acampar todo el fin de semana en la México. Y es increíble lo que pueden sacar de ahí: tequila en minibotellitas de agua Bonafont, ron en pachitas, mini Coca Colas, hielo en bolsas de plástico, vasos tipo termo, chamarras, cobijas, cojines, bufandas, y toda clase de “borundanga”, como dice la Caro. Y gente va y gente viene por los estrechísimos pasillos del tendido. Los vendedores, los que van al baño entre toro y toro. Hay que detenerse unos a otros, literalmente. Los que estamos sentados a los caminan e intenan llegar al pasillo. Y se hace con solidaridad y coquetería. Buenas tardes, gracias, perdón, ¿puedo? Carolina le toma la mano a un guapo de lentes oscuros para ayudarlo a pasar. Muy bonito. Lourdes se pone su abrigo y una chica desconocida de la fila de atrás la ayuda cuando se le atora una manga. Muy bonito. Un viejito le gana en caballerosidad a Carolina, cuando ella le cede el paso a la salida y él dice “Las damas primero”. Carajo… Muy bonito.
Los días de toros me han devuelto algo. Algo que estaba empolvado, oxidado, olvidado. Una alegría corporal, de tripa, de instinto. De esas que te muerden por dentro. La belleza de la fiesta es brutal. Cuando el toro y el torero se entienden hay magia. Punto. Magia pura.
Soy animalera. Me gustan los animales. Tengo una gatita, Candela, y antes tuve otros tres, Fortuna, Tango y Delirio. Algún día tendré un perro. Amo con locura a los caballos. Pero no hay manera de que convalide los argumentos de los antitaurinos. Vacas, cerdos, conejos, pollos se matan para el consumo humano. Y probablemente con más crueldad en los rastros o en las carnicerías. Y muy probablemente esa furibunda señora con su pancarta o ese agresivo chavo con su bocina a todo volumen, se los comerán llegando a su casa, después de la protesta. ¡Venga! Es muy sencillo: al que no le gusten los toros que no vaya a los toros. Que se alimenten de lechuga, zanahorias y germinado de soya. O de tacos de bistec, suadero, dorados de pollo, carnitas, o al pastor “con todo”. O de un buen Rib Eye, o una espléndida arrachera, o un grasoso lechón, o un pato laqueado, o unas sofisticadas codornices. Y que nos dejen en paz a los que vemos algo más que muerte en la fiesta brava.