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RIZANDO EL RIZO Líneas blancas: las fronteras del arte y el acceso igualitario

Por. Boris Berenzon Gorn

@bberenzon

 

El payaso no soy yo, sino esa sociedad tan
monstruosamente cínica e inconscientemente ingenua que
interpreta un papel de seria para disfrazar su locura.
Salvador Dalí

 

El acceso al arte y la cultura siempre ha tenido que enfrentar sesgos y obstáculos de clase. Desafortunadamente, la historia de lo que se considera arte está atravesada por el concepto de “alta cultura” que otorga a ciertas manifestaciones un carácter superior a otras, en función de criterios que rara vez son puramente estéticos. Esto lo hemos hablado en otras ocasiones en este espacio, y por el momento solo lo he señalado con la intención de abordar un problema asociado a los sesgos de clase en lo que se refiere a arte y cultura: el del acceso.

Acceder a la obra de arte en general puede considerarse un desafío para ciertos grupos que enfrentan condiciones de marginación y desigualdad, así como contar con el reconocimiento apropiado sobre sus propias producciones. A esto contribuyen, por un lado, la sacralización del espacio museístico y, por el otro, el mercadeo que rodea las experiencias artísticas y que se asocia a ciertos grupos de población que se espera puedan pagar por experiencias estéticas.

Desde siempre, el espacio conocido como “museo” impone sendas interrogantes que nos llevan a replantear nuestros conceptos del arte. Esto ha sido particularmente frecuente con el auge del llamado “arte contemporáneo”: ¿es una taza con el café derramado una obra de arte únicamente por estar en un museo? ¿Es la misma taza una obra de arte fuera de este espacio? La mayoría coincide en que para que la obra de arte exista, debe haber, por lo menos, una intención de expresividad emocional y estética, lo que ya de suyo deja de lado el absoluto de la existencia de un museo-espacio-contenedor de aquello que se considera artístico.

El debate es amplio, pero nos lleva a pensar las condiciones que hacen posible la existencia y exhibición de aquello que nombramos arte: un espacio designado para tal cuestión, un guion que actúa como el qué decir, una serie de objetos-experiencias encargadas del decir y un espectador que recorre y percibe dicha experiencia, que existe en y para ella a partir de la correlación de estos elementos. Lo mismo se aplica para el discurso prolijo de un museo de historia grecolatina que para el espacio inmersivo de una exposición digital, o para una exhibición escueta en narrativas que pretende dejar al espectador en libertad para forjar su propio camino.

El problema de estos espacios conocidos como museos, en su amplísima variedad, tamaños, sofisticación y propósitos, es que siguen ligados en la posmodernidad a una serie de ideas preconcebidas desde la lógica del capital sobre aquello que puede ser considerado arte, sobre las personas que es lícito o no que creen las narrativas artísticas y, desafortunadamente, sobre quienes se considera que serán los consumidores, lo que a priori establece una serie de requisitos acerca de lo que es deseable y lo que no lo es.

Para ilustrar mejor este punto, basta un ejemplo simple pero revelador. Hace unos días entré por mera casualidad a un museo gratuito que exhibe una colección de nacimientos, muchos de los cuales suelen estar a la venta en diversas galerías y hasta zonas comerciales. Mi objetivo era, simplemente, matar el tiempo, así que ingresé con la mayor calma posible y por un momento me enfoqué en las personas que recorrían el lugar, así como en los guardias de seguridad encargados de resguardar la muestra.

Lo primero que advertí fue cómo el tríptico de presentación les era ofrecido únicamente a algunas personas en la entrada, siguiendo básicamente ningún criterio de selección, o sí, siguiendo los criterios que nos imaginamos sobre el prejuicio de las personas que se esperan habitualmente en un museo auspiciado por un banco. Algunas personas se daban cuenta de la discriminación y volvían a la entrada para solicitar el material que les era dado junto con una mala cara, pero otros más no reparaban en ello y entraban sin más.

Apenas cruzando la puerta, los guardias de seguridad gritaban a las personas sin ningún eufemismo, como los que suelen usarse con otros públicos, que no debían rebasar las líneas blancas ni tomar fotos con flash, y más de una vez alguno de ellos hizo contacto físico con los visitantes para retirarlos de las obras lanzando regaños y miradas de reproche. Pero mi escena favorita fue cuando un hombre de avanzada edad acompañado de dos mujeres también mayores se interesó por una figura de barro que representaba un toro y tenía grabada la escena del nacimiento con Jesús, María y José.

El hombre, con la naturalidad con la que lo haría en una galería, mercado o plaza, levantó delicadamente la figura para ver bien la escena, que claramente no alcanzaba a percibir con su vista cansada. Las miradas de los presentes rompieron en sorpresa e indignación, un guardia corrió a arrebatarle la figura y a lanzarla en su repisa con mucha menos delicadeza y aprecio que con la que la había levantado el hombre, y luego se reunieron varios para decirles que guardaran su distancia o que de lo contrario se verían forzados a retirarse de la muestra. El resto de los visitantes al observar la escena se volvió más rígido, más alejado de las obras, y no fueron pocos los que decidieron retirarse definitivamente.

A mí el acto me arrancó una carcajada que fue mal tomada por los guardias y me ganó varias miradas de desaprobación. ¿Es que la manipulación de ese hombre había puesto en entredicho la existencia de la figura? ¿Una acción tan natural había representado un verdadero peligro para el objeto? Parece claro que lo que se puso en entredicho no fue el objeto mismo, sino el concepto de arte, el valor sacralizado de una obra que se convierte en tal cuando se coloca en una repisa pomposa y se le limita con una línea blanca.

Aclaro desde ya que este no es el caso de otras obras que pueden desgastarse con la manipulación o correr peligro en ciertos contextos o ante ciertos manejos. Lo interesante es que este pequeño acto nos muestra la construcción de una serie de narrativas acerca de la obra de arte. Hay que señalar que los nacimientos, igual que otras obras de alfarería y modelado, suelen ser considerados malamente, aclaro, como “artesanías”. Este es un criterio de clase, y lo demuestra el hecho de que, al ser colocados en un espacio museístico, nadie cuestionó que se trataran de plenas obras de arte.

Pero también hay que señalar que, si el hombre curioso y cegatón hubiera asistido a una galería con la intención de comprar el nacimiento, habría sido considerado natural y necesario que levantara la pieza y la examinara. Habría, eso sí, sido asistido para hacerlo, y tendría que haber enfrentado la persuasión del vendedor para efectuar la compra. El acto es el mismo, la representación simbólica no. El mismo artefacto, la misma acción, es en un contexto, una ruptura de la normativa, de la sacralidad de un espacio inaccesible que da razón de ser a la obra de arte; en el otro, una acción destinada al consumo, una compra vulgar de algo que adornará la sala el mes de diciembre y mostrará a los visitantes el “buen gusto” de su anfitrión.

Las narrativas son diferentes, la acción es la misma. Pero cada una trasmite un mensaje. El arte, como concepto, sigue reservado para las minorías, que “lo aprecian”, es decir, que lo pueden pagar. El interés de las mayorías en torno al arte es enorme, pero por desgracia hay factores que apuestan en contra para garantizar su acceso en condiciones de igualdad. A veces es el precio, a veces la información, a veces la actitud de guardias a quienes no se ha capacitado para cuestionar las prácticas que definen el espacio. Ellos claramente solo hacen su trabajo, se les han enseñado supuestos sobre lo que es el arte, lo deseable y lo correcto en el espacio sacralizado del museo.

El arte, cuando es reconocido por el capitalismo, tiene una función pragmática: o vende en sí misma o dota de prestigio y nutre de poderes imaginarios a quienes lo crean, lo exhiben, lo venden y lo compran. Es un pacto colectivo donde todos aceptamos el halo misterioso cuasi mágico de aquello que se considera arte y, donde también, aceptamos formas de comportarnos con respecto a él. Ese pacto implica exclusión, creación de tótems y hasta de cuerpos de choque —permítaseme la exageración—para proteger su integridad de “curiosos y maleducados”.

Quizá es momento de cuestionar lo que sabemos y retomar los espacios. Aclaro desde ya que no estoy convocando reunirnos en oleadas masivas para toquetear los frescos renacentistas o probarnos la indumentaria del museo de historia. Se trata de retomar los espacios, hacernos partícipes y alzar la voz en los lugares públicos sobre las experiencias individuales y colectivas en torno al arte para reivindicar, por un lado, todo aquello que es arte y a lo que se le ha negado el nombre; y por el otro, el derecho colectivo de crear y acceder a lo artístico.

Ilustración. Diana Olvera

Manchamanteles

De nuestra serie: “Enero para recordar poetas femeninas”, llega Alejandra Pizarnik con “Fiesta”. (Acuérdese querida lectora, querido lector, de no llamarlas “poetisas”).

He desplegado mi orfandad

sobre la mesa, como un mapa.

Dibujé el itinerario

hacia mi lugar al viento.

Los que llegan no me encuentran.

Los que espero no existen.

 

Y he bebido licores furiosos

para transmutar los rostros

en un ángel, en vasos vacíos.

 

Narciso el obsceno

Le enseñé el dibujo que hice de ella, pero insistía en que le pagara mi parte de la cuenta.

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