Por. Ivonne Melgar
El liderazgo presidencial consiguió en el Estado de México un triunfo histórico: romper la hegemonía casi centenaria del PRI.
Si bien la candidata de Morena, Delfina Gómez Álvarez, y su dirigente Mario Delgado Carrillo tienen los méritos que en la ecuación de las campañas corresponde al personaje abanderado y a la cúpula partidista que lo acompaña, la conducción de la estrategia mexiquense debe atribuírsele al Presidente.
El protagonismo electoral del mandatario federal en la disputa por la voluntad popular en 2023 quedó sellado con el festejo que él convocó el lunes 5 de junio, en compañía de gobernadores y de los aspirantes a la candidatura presidencial morenista, excluyendo a Gerardo Fernández Noroña (PT) y a Manuel Velasco Coello (PVEM).
Esa celebración en un restaurante ubicado a unos pasos de Palacio Nacional fue contundente en la confirmación de que asistimos al regreso de la figura del partido de Estado.
La presencia de los precandidatos presidenciales en esa cena, formalmente para celebrar a la gobernadora mexiquense electa, y el mensaje presidencial partidista de que “la unidad” es la gran lección de 2023 para ganar 2024 también fue el anuncio de que la exitosa fórmula de este año será replicada en el próximo cuando venga el relevo presidencial y la promoción del denominado plan C, consistente en conseguir en las urnas la mayoría del Congreso: que las dos terceras partes de los diputados y senadores sean de Morena o de los partidos aliados.
Esa exitosa fórmula está compuesta de elementos contrarios a la democracia constitucional: intervención indebida de la comunicación presidencial en las contiendas; involucramiento de alcaldes y gobernadores en la movilización de apoyos electorales; utilización de los programas sociales en el proselitismo electoral y, por lo tanto, desdén e incumplimiento de los llamados y de las sentencias del INE y del TEPJF.
Pero todavía más: esa exitosa fórmula es contraria a la democracia partidista definida en los instrumentos jurídicos que se han construido en los últimos 30 años.
Porque, como todos lo saben y lo dicen en voz baja, el gran elector del proceso interno de Morena es el Presidente de la República, quien dicta reglas, tiempos, variables y hasta la interpretación de las encuestas que habrán de aplicarse a los aspirantes.
Y, aunque hasta ahora Marcelo Ebrard, Ricardo Monreal y Gerardo Fernández Noroña ventilaron sus dudas sobre el contenido de las mediciones que se hacen en el partido y sobre quienes las realizan, es previsible que terminada la reunión de mañana ningún aspirante compartirá abiertamente sus inconformidades.
Porque la instrucción de Palacio Nacional es que este domingo todos digan que definieron de manera democrática los términos del proceso interno.
¿Alguien se atreverá a desafiar al Presidente? ¿Harán denuncias los seguidores del canciller en contra del mayoriteo en un Consejo Nacional de Morena que es afín a Claudia Sheinbaum?
Si la respuesta fuera afirmativa asistíamos a señales de resistencia democrática en el partido en el poder.
Pero, por ahora, todo indica que la supeditación será generalizada y que la disciplina que el presidente López Obrador les reclama a todos los contendientes, en aras de la unidad y de una campaña en 2024 sin fisuras, será cumplida bajo la expectativa de que todos terminarán con un pedazo de futuro.
Esto significa que ninguno de los aspirantes presentará recursos de queja ante el Tribunal Electoral y que habrán de tragar sapos cuando las encuestas sean interpretadas como mejor convenga al dedazo disfrazado de consulta al pueblo.
El nerviosismo con el que, por ejemplo, se mueven legisladores y funcionarios que apoyan a Ebrard es un ánimo revelador de que desde Palacio únicamente es bien visto el activismo en favor de la jefa de Gobierno y del secretario de Gobernación, Adán Augusto López Hernández.
Son señales que sin ser pronunciadas calan en la conversación política-emocional de una opinión pública que, de 2018 a la fecha, aprendió a seguir las instrucciones indelebles que envía el presidente López Obrador en su conferencia matutina.
Y así como entre los morenistas no hay fijón si se promueven espectaculares de “Es Claudia” o “Que siga López, estamos Augusto”, la línea subliminal también surte efecto entre empresarios, políticos en la banca, medios de comunicación y organizaciones gremiales.
Porque, además, a cuatro años de gobierno muchos se han acostumbrado al uso de las conferencias presidenciales para atacar a la oposición, periodistas, activistas, ONG y plataformas de la sociedad civil. Sabemos que esa conducta altera las condiciones de imparcialidad y equidad que un jefe del Estado mexicano debe guardar. Y, sin embargo, la fórmula electoral de Palacio Nacional avanza con la narrativa incluida de que la oposición nada tiene qué hacer en 2024.
Y en el peor de los mundos para la alianza tripartidista, mientras el asombro cobija el regreso del dedazo, comentaristas y ciudadanos que se asumen críticos al gobierno le exigen un proceso democrático, impoluto, abierto, y transparente al PAN, al PRI y al PRD.
Atrapada en el discurso oficialista que decretó que la oposición estaba moralmente derrotada, ahora que la coalición Va por México busca el arropamiento de organizaciones de la sociedad civil para seleccionar a su presidenciable, los activistas tiemblan de miedo. Y, para colmo, Movimiento Ciudadano se suma al coro que clama por su entierro.
Porque dedazo sí, oposición no.