Por. Boris Berenzon Gorn
El que no tiene dos terceras partes de la jornada para
sí mismo, es un esclavo, sea lo que sea, político,
comerciante, funcionario o erudito.
Friedrich Nietzsche
Vivimos en la era, siguiendo a Zygmunt Bauman, de la modernidad líquida, donde las grandes estructuras e instituciones que se construyeron como monolitos de la existencia se han vuelto inestables, igual que cualquier fluido que no puede ser contenido y que adquiere formas diversas e incontrolables. Sus efectos pesan a nivel social y cultural, pues los cambios a esas estructuras las han venido haciendo cada vez más efímeras. En ese horizonte, la modernidad es el tiempo de la inseguridad, de la incertidumbre, el mundo donde las personas no han logrado adaptarse por completo a nada y se mantienen en una expectativa constante para sobrevivir y desarrollarse frente a cambios que ocurren con tanta rapidez que escapan a la comprensión.
Parece que ese panorama es también el de la soledad, de un individualismo y aislamiento creciente que resulta hasta paradójico, pues a pesar del aumento en las comunicaciones en la era digital, este no se ha traducido necesariamente en solidaridad, cohesión y trabajo en equipo. No es que las identidades hayan desaparecido, sino más bien que se transforman y que sus criterios se modifican. Lo que es cierto es que todo parece durar menos, que lo eterno y los “para siempre” han perdido su valor discursivo cediendo ante las necesidades del aquí y el ahora, de la urgencia y los inmediatos.
En este escenario, donde todo transcurre escapándose entre nuestros dedos, donde nada es asequible ni perdurable y la inestabilidad corresponde a la contingencia, parece que la humanidad está condenada a vivir cada vez más de prisa privilegiando la acción y pisoteando el pensamiento. Nuestras vidas se han convertido en una carrera incesante por apagar fuegos, por pagar boletos de viajes cortos que concluyen unos tras otros sin previo aviso y que nos obligan a bajar corriendo con tal de alcanzar el siguiente sin estar convencidos de querer ir al destino que se nos ofrece.
Sin embargo, esta versatilidad, que tiene la ventaja de mantenernos adaptables y flexibles ante el cambio y ser resilientes frente a los sucesos inesperados, también ha venido produciendo una pérdida de la conciencia a largo plazo, el abandono de las teleologías, los progresos y los destinos. No es que esto sea bueno o malo, simplemente es una característica de lo que podríamos llamar “posmoderno”. No contamos con rumbos fijos ni nos preocupamos por teorizar al respecto, los imaginarios son cada vez más generales y se privilegian los objetivos inmediatos y materiales por sobre los ideales, de tal suerte que hemos renunciado a contar con un plan, vivimos, digámoslo así, improvisando.
Revalorar la idea del descanso bien podría ser una salida para replantear la marcha rápida que nos distingue a nivel individual y colectivo y que se empareja con el desarrollo exponencial de las tecnologías de la información, el derrumbe de las fronteras—al menos a nivel simbólico—el cuestionamiento de las antiguas estructuras de cohesión, como la nación o la clase social, así como la idea cada vez más popular de que involucrarse en los asuntos de los demás es una pérdida de tiempo y que no conduce a ninguna parte. Las luchas sociales se han convertido en modas de Instagram y desgraciadamente con pocas las que tienen objetivos de transformación que trasciendan los discursos de lo políticamente correcto.
El descanso como concepto, ha sido cargado de una buena cantidad de acepciones negativas históricamente, sobre todo en la era del gran boom de la industria que trajo el predominio del capital entre los siglos XVIII y XIX. El descanso ha sido equiparado con el hedonismo, y se nos ha convencido de que cualquier actividad que gaste nuestro tiempo y que no produzca un beneficio es innecesaria y al mismo tiempo inútil, por lo que debe erradicarse.
Hemos aprendido culturalmente a rechazar la idea del descanso, la vemos como un desvío y justificamos la falta de oportunidades y las desigualdades de todo tipo, en especial económicas, argumentando que las personas no producen lo suficiente como para vivir bien. La frase irracional y lamentable “el pobre es pobre porque quiere” se justifica despreciando el descanso, como si el trabajo tuviera por sí solo la capacidad de producir riqueza, como si las condicionantes estructurales y simbólicas valieran un carajo.
Se nos ha inculcado la idea de que quien descansa no logra sus metas, que esta destinado al fracaso. Esa vorágine de trabajo imparable que a duras penas considera algunos momentos lícitos para el descanso, viene con una carga negativa que transmitimos a nuestros hijos a menudo de manera inconsciente. Es habitual que los días de descanso sean ocupados para realizar tareas en casa, para ponerse al corriente con el trabajo atrasado o para buscar nuevas actividades que llenen el calendario de nuestros días. Las personas se presumen incansables, sea cierto o no. Es así porque a quien descansa se le rechaza y se le aísla, se le juzga y se le etiqueta. Lo cierto es quien no tiene descanso después del trabajo puede quedar atrapado en la “enajenación” o en el cliché muy de nuestros días de la “persona ocupada” y por ello talentosa. Pero ambos alcances mas bien muestran otros vacíos.
Pero no nos confundamos, no es que el trabajo no dignifique o que no sea importante producir para sobrevivir—sobre todo en un horizonte capitalista donde francamente no es opcional—lo que decimos es que es preocupante que la producción no cuente con objetivos claros, que no se base en algún plan o propósito más allá de sobrevivir, que no sea capaz de permitirnos desarrollarnos, mejorar, transformarnos o poder abandonar algo cuando sus beneficios no pagan la infelicidad. El descanso no debería verse como una pérdida de tiempo: es necesario para la reflexión, para ejercer el pensamiento crítico y para considerar opciones.
Y descansar no sólo significa dormir o reposar inactivamente en el sillón viendo una serie o película—lo que es lícito y nadie debería de avergonzarse de hacer alguna vez si tiene el deseo—sino también la desconexión de la productividad en función de actividades placenteras y que nos conecten con el entorno y con los seres queridos. Desarrollar la pasión por el arte o el deporte, la contemplación y el movimiento con fines lúdicos. Descansar es salir de uno mismo para fijarse en otros, pero también promover la introspección.
Los beneficios del descanso para la salud mental y física también son muchos: ayuda a evitar las enfermedades cardiovasculares, el estrés, la ansiedad y la depresión. Mejora la memoria y la concentración, fortalece el sistema inmunológico, favorece el equilibrio hormonal, regula el sueño, permite mantener un peso saludable, regenera tejidos y evita enfermedades crónicas. Además el descanso fomenta un mejor estado de ánimo y autoestima, lo que incide directamente en las relaciones personales mejorándolas y fortaleciéndolas. Pero además, descansar es imprescindible para cargarse de energía, pues mejora la creatividad y los procesos cognitivos. El descanso, paradójicamente, mejora la productividad.
Descansar debe dejar de ser un tabú, es momento de abandonar la idea de que nuestro único objetivo en la vida es producir, caminar sin parar y subir de un tren a otro, sobre todo cuando no conocemos el rumbo. Pensar acerca del ser y el devenir es inherente a los seres humanos y contar con espacios y condiciones para hacerlo, independientemente de las herramientas conceptuales con que se cuente, siempre es positivo y tiene efectos en nuestra vida diaria. El descanso debe ser visto como el freno necesario para consultar el mapa, para probar nuevas rutas o asegurarnos de que vamos por la que mejor nos apetece. La vida, finalmente, no es más que una sucesión de momentos que a menudo nos parecen insignificantes, pero que son finitos, y por ello invaluables.
Manchamanteles
Y es que a veces la existencia misma implora descanso, o en palabras de Jaime Sabines:
SOY MI CUERPO
Dispongo a dormir una semana, un mes; no me hablen.
Que cuando abra los ojos hayan crecido los niños y todas las cosas sonrían.
Quiero dejar de pisar con los pies desnudos el frío. Échenme encima todo lo que tenga calor, las sábanas, las mantas, algunos papeles y recuerdos, y cierren todas las puertas para que no se vaya mi soledad.
Quiero dormir un mes, un año, dormirme. Y si hablo dormido no me hagan caso, si digo algún nombre, si me quejo. Quiero que hagan de cuenta que estoy enterrado, y que ustedes no pueden hacer nada hasta el día de la resurrección.
Ahora quiero dormir un año, nada más dormir.
Narciso el obsceno
No quería ver a nadie pues tenía ocupada la agenda. El tiempo no le alcanzaba para sentirse miserable.