Por. Bárbara Lejtik
Se acerca marzo y la euforia por marchar en pro de los derechos de las mujeres se empieza a sentir ya con ímpetu, los colectivos, las feministas y todas las mujeres que queremos alzar el puño y la voz para pedir justicia, visibilidad y equidad nos preparamos con responsabilidad y entusiasmo.
Es momento de conocer un poco de la historia y dar mérito a las mujeres que antes que nosotras lucharon en circunstancias adversas por lograr condiciones de igualdad y conciencia social.
Tal es el caso de Sara Pérez Romero, quien fuera esposa del presidente Francisco I. Madero y primera dama del país hasta el inicio de la decena trágica en que fuera asesinado su marido y que con ese tremendo dolor en el corazón y llevando el luto de por vida dedicara su existencia a luchar por la causa maderista y a enaltecer hasta su muerte los principios de la Revolución mexicana.
Oriunda de San Juan del Río, Querétaro, Sarita -como la llamaban- mostró desde muy pequeña una profunda conciencia social y una genuina indignación hacia la injusticia ejidal. Estudió en la prestigiada y aristocrática Universidad de Notre Dame en San Francisco, California, en donde conoció e inició una entrañable amistad con las hermanas Madero, quienes más adelante le presentaran a sus hermanos Francisco y Gustavo, quedando Sara profundamente enamorada de su “Pancho querido” desde el primer momento.
Lectora voraz, idealista, librepensadora, filántropa, mujer comprometida y ecuánime, empatizó desde el principio con la ideología de Madero, convirtiéndose en una pieza fundamental del movimiento.
Fue tal su compromiso que nunca se separó de su esposo, incluso cuando éste estuvo encarcelado, haciendo caso omiso del escarnio popular que la apodó como “El sarape de Madero”, haciendo referencia a su nombre y apellido ya que Madero era originario de Coahuila.
Al ser traicionado y asesinado el presidente, Sara siguió con la causa, trabajando en la Cruz Blanca a lado de médicos y enfermeros, que a diferencia de la Cruz Roja si atendían a heridos revolucionarios.
Junto con sus compañeros de lucha jamás bajó el puño y después de 40 años de viudez falleció en su casa en la calle de Zacatecas en la colonia Roma, aportando siempre y donando información valiosa para los archivos históricos, así como pertenencias y documentos de Francisco I. Madero, conocido después como el Apóstol de la Democracia.
Recién la Revolución le hace justicia con homenajes, que aunque debieron hacerse en vida nos muestran a las generaciones subsecuentes la historia de esta valiente mujer.
El libro Una mujer en la historia de Francisco L. Urquiza, una estatua en el Paseo de las Heroínas en Reforma y recientemente estrenado el multicitado cortometraje Sara, amor y revolución, dirigido magistralmente por la directora de cine Dora Guzmán, quien con el apoyo del INAH, la Universidad Autónoma de Querétaro, el Museo de Historia del Castillo de Chapultepec y más de 35 entidades públicas y privadas, nos muestra a una Sara en diferentes épocas de su vida, siendo representada por Lia Martínez en su niñez, María Menéndez en su vida junto a Francisco I. Madero y a Ofelia Medina en el ocaso de su vida.
Filmada en locaciones originales como la Hacienda Arroyo Zarco en San Juan del Río, Querétaro y el Alcázar del Castillo de Chapultepec, este corto nos muestra a una Sara humana, activista, libre y comprometida, a través de una ficción histórica sustentada por cronistas e historiadores mexicanos, quienes junto a la sensibilidad y el ojo poético de la cineasta Dora Guzmán, nos presentan una idea fiel de lo que la tradición oral y los archivos narran.
Me quedo con este texto dicho por un guardia presidencial:
-Era admirable, fue ejemplo de abnegación y virtudes. Hondamente se preocupó por la situación económica de los soldados a quienes trató como hijos-
Y rescato los principios básico de toda revolución, empatía, sentido de justicia e igualdad y defensa de los derechos humanos.
Sara P. de Madero -junto con muchas mujeres tan valientes- merece ser recordada y honrada por las nuevas generaciones y por todo aquel que ostente el estandarte de la justicia y la revolución ideológica.