Por. Adriana Segovia
Entre las varias cosas cursis que disfruto están algunas películas de Navidad. Digo algunas porque en la amplia oferta que hoy existe en las diversas plataformas, me resulta patético ver que más de la mitad de los temas de estas cintas se trata del “gran problema” de inventarse o encontrarse una novia o novio para llevar a la cena de Navidad. La verdad, son más bonitas, y a veces fuertes, las historias reales de mis consultantes y amistades. Para muchas personas la Navidad es difícil porque a tanta presión de que tiene que ser la mejor noche del año, en la que la gente “tiene que ser feliz en familia”, resulta que los deseos no bastan para que las relaciones familiares que no se han arreglado en todo el año o en muchos años, se resuelvan por algún imposible “milagro de la Navidad”. Aun así, muchas familias también alcanzan a poner el empeño en una cena disfrutable por la comida, la buena voluntad y/o algunos otros detalles que la hagan especial.
Entre los temas de las películas de Navidad que sí me gustan, están los que incluyen algún tipo de “milagros” que sobre todo tienen que ver con el empeño humano para hacer una diferencia, hacer el bien o algún acto de empatía. Quiero compartirles una historia personal de este tipo que me pasó hace algunos años y que ahora comparto porque, con los años, cada vez la valoro y agradezco más.
Al abrir la caja era difícil decir “ah claro, aquí mi mamá guardó… (¿cosas planas y chicas?). Yo diría que la mayor parte eran credenciales que habían pertenecido a nosotros cinco: papá, mamá, hermano, hermana, yo. Pero había algunas otras cosas, recortes de periódico… No supe bien. Cerré la caja y cuando me fui a la cama más tarde, me puse a ver con calma documento por documento. De pronto encontré un objeto típico de mi mamá que podría ser cualquier cosa, o lo que en realidad fue, un tesoro. En un cartón como de un cuarto de hoja tamaño carta, había pegado de un lado, dos recortes del periódico Excélsior, de la famosa y gustada sección de preguntas de todo tipo, y sus respuestas, llamada “Sin maquillaje”, dirigidas a Alfredo La Mont (él solito era el precursor de Google). Del otro lado, una lista de tres nombres, con sus teléfonos, con una nota adicional. Ah, claro, el cartón además estaba enmicado, para conservarlo hasta esta posteridad que me permite contárselos a ustedes.
La información ahí pegada permite reconstruir una historia que yo no conocía. Una señora, trabajadora doméstica de algún departamento vecino, le cuenta a mi mamá que su hijo Héctor, de 14 años, nacido sin tímpanos y con debilidad visual, necesitaba unos audífonos de curbeta y estaba desesperada pues no tenía el dinero para comprarlos. Claramente mi mamá, conmovida y creativa como era, se le ocurrió hacer lo que ella podía dar (que no era dinero). Le mandó una carta a La Mont exponiendo el caso y solicitando la donación de estos aparatos. Mi mamá puso sus propios datos de contacto para recibir la posible donación. El autor de la sección le contesta: “Cómo lo siento. Tenga confianza, se lo ruego”.
Un mes después, mi mamá envía una nueva carta a Alfredo La Mont, él la consigna así: “Respuesta sin pregunta: Profundo agradecimiento a quienes generosamente hicieron posible que un niño de 14 años conservara la vista y, por primera vez en su vida, oyera”.