Por. Gerardo Galarza
Luego de la “institucionalización” de la llamada Revolución Mexicana, desde el sexenio 1940-1946 cada gobierno de la república ha hecho reformas a la legislación electoral y en algunos casos la transformación de las leyes fue absoluta.
Sin embargo, la autonomía de organismo encargado de los procesos electorales data apenas de 1996, hace 26 años. La primera legislación electoral posrevolucionaria fue aprobada el 6 de febrero de 1917, un día después de la promulgación de la Constitución de ese año.
Desde entonces, las modificaciones, así sean mínimas, a la legislación electoral han sido presentadas como avances democráticos promovidos por el gobierno en turno, aunque en realidad hayan sido producto de luchas opositoras y de situaciones insostenibles que afectaban la imagen del país en el exterior.
A vuela pluma y de memoria se pueden recordar como “grandes logros” democráticos promovidos por los gobiernos en turno: el voto a las mujeres, los diputados de partido para que la oposición accediera al Poder Legislativo; el voto a los jóvenes de 18 años y las reducciones en los límites de edad para acceder a cargos de elección popular, luego de las represiones del 2 de octubre de 1968 y el 10 de junio de 1971; la reforma electoral del gobierno de José López Portillo, -quien fue candidato único a la presidencia de la República por el retiro del PAN y el apoyo que le dieron los supuestos opositores PPS y PARM y que “compitió” con un candidato no registrado del PCM, Valentín Campa-, y que en 1976 ganó la elección con el 98-99% de la votación, porcentaje que nadie creyó ni en México y mucho menos en el extranjero. Y, por supuesto, las reformas de los gobiernos de Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo, a raíz de lo que consideró el gran fraude electoral contra Cuauhtémoc Cárdenas en 1988 y la insurgencia popular electoral en varios estados, destacadamente en San Luis Potosí y Guanajuato.
Es justo reconocer que, en su momento, cada modificación a las normas electorales pudo significar algún avance democrático, arrancado al poder, que las provechó en su beneficio e imagen.
Lo que nunca ocurrió, hasta 1996, fue que el gobierno cediera el control de los procesos electorales. Sí el voto femenino y a los jóvenes, diputados de partido y plurinominales, nuevas credenciales de elector, nuevos padrones electorales, nuevos partidos, más diputados y senadores, lo que fuera, pero nunca perder el control de la organización de las elecciones y su calificación de legales y legítimas por el Colegio Electoral de la Cámara de Diputados, donde -como ahora- la mayoría imponía su voluntad sin cambiar ninguna coma.
El secreto, la clave, para el inicio de la nueva democracia mexicana fue crear un organismo autónomo para la organización y calificación de las elecciones, el levantamiento y control de un nuevo padrón electoral, las nuevas credenciales y la lista nominal de electores, sustentado en la participación real de los ciudadanos (los funcionarios de casilla son sorteados cada elección y son los vecinos de la zona en que están las casillas) y también en los representantes de cada partido político participante, que al término del conteo obtienen copias oficiales de los resultados.
Hoy, el gobierno federal intenta una reforma sustancial a la legislación electoral. Ya fracasó en su propuesta constitucional y ahora lo busca en la legislación reglamentaria. En su conjunto, no se trata de ningún avance; la real pretensión es regresarle al gobierno el control de las elecciones, incluido el padrón electoral.
Y, por cierto, sólo por cierto, ¿Qué opinan? ¿Dónde están, qué hacen ante esta embestida gubernamental los consejeros del Instituto Electoral Nacional (INE)? ¿Sólo Lorenzo Córdova y Ciro Murayama son los defensores de la institución creada por la exigencia ciudadana?