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«RIZADO EL RIZO» Bondades y maldades narrativas: arquetipos en la Historia

Por. Boris Berenzon Gorn

Me maravillo a menudo de que la historia resulte tan pesada, porque

gran parte de ella debe ser pura invención.

Jane Austen

 

Arquetipos y modelos del bien y el mal sobran en la tradición oral, en la literatura y por supuesto en la historia. En la antigüedad, la construcción de arquetipos cumplía una función educadora, impulsaba comportamientos morales y moldeaba ciudadanos. Los mitos griegos guardaban una enseñanza, incluso cuando vista desde el presente, pueda parecer cruel o injusta. Teseo mató al minotauro y se convirtió en héroe, pero uno que le mintió a Ariadna, que no le cumplió a su padre la promesa de volver a casa con las velas blancas y lo condujo sin querer a una muerte sin remedio. 

Como parte de la herencia medieval, las hagiografías de los santos también cumplieron este papel modélico en torno a la construcción de arquetipos. Santa María Egipciaca era en su belleza y pasión la imagen del pecado y se convirtió en Jerusalén en una asceta que renunció a la lujuria para acercarse a Dios. Cuando la secularización alcanzó su clímax en el siglo XIX—el llamado siglo de la historia—el espacio de los modelos se trasladó a las historias nacionales y los nuevos Estados se erigieron sobre la bondad de unos y la maldad de los otros, adelantando el gran juicio final y obligando a Clío a cumplir el papel de Anubis, pesando las almas y decidiendo quien se iría o no al infierno.

El siglo XX reforzó la creación de modelos arquetípicos, aunque paradójicamente. Mientras que surgieron corrientes que señalaron la incorrección de las interpretaciones maniqueas de la historia, como Fernand Braudel con su Mediterráneo, o con la línea marxista que creo la idea del Sistema Mundo gracias a Wallerstein; lo cierto es que fuera de los círculos académicos, las historias oficiales de las naciones del siglo XX se siguieron nutriendo de espejismos. En las páginas de los libros de texto la bondad y la maldad pelearon a muerte. En un mundo colmado de héroes y villanos, Clío cocinó los nacionalismos a ultranza que han demostrado acarrear más inconvenientes que beneficios.

El caso de México no es la excepción, la Historia ha sido empleada—sí esa Historia musculosa, con H mayúscula—como artefacto del poder. El priato fue experto en hacerlo. Pero debemos aclarar que la historia -en minúscula, porque es más frágil de lo que parece—no elige sujetos excepcionales. La historia no viste a unos de blanco y a otros de negro, no pone números ni asigna butacas. Es un alma libre y francamente un poco despreocupada. Los que deciden autonombrarse sujetos de la historia encuentran beneficios en la producción de un discurso que legitime su causa; lo hacen porque descubrieron que la mejor arma para moldear obediencias es la lealtad. Por desgracia, las transformaciones se deciden a posteriori, al igual que las divisiones temporales, son una creación artificial que permite entender el pasado, pero que no lo reproducen.

¿Pero es que acaso no hay héroes y criminales, buenos y malos? Los dilemas éticos lo son simplemente porque no cuentan con una solución única y verdadera, sino que ésta depende del sitio desde donde se encuentra el espectador, es decir, de la subjetividad. El ser que vuela mira las casas como puntitos, mientras que la hormiga es incapaz en toda su vida de hacerse una idea general del edificio. Eso a lo que llamamos “valores” no sólo son invención y hasta decisión personal, sino también histórica. Recordemos a Alan Turing, el famoso matemático y criptógrafo que descifró códigos nazis durante la segunda Guerra Mundial. Su mente brillante es precursora de la computación moderna, pero el hombre fue acusado de sodomía y finalmente se suicidó. ¿Quiénes son los malos de la historia?, ¿los que lo juzgaron?, ¿el suicida?, ¿los que nos indignamos hoy en día? Actualmente estamos prácticamente de acuerdo en que nadie debe ser juzgado por su orientación sexual, no es siquiera—o no debería serlo—un tema a discusión. Nos indigna y nos parece inverosímil que un hombre haya sufrido por ser homosexual, como esperemos que algún día nos indigne que una mujer transexual tenga que convencer a los demás de que es de hecho una mujer, que nos indigne que en pleno 2021 las personas sean asesinadas en nombre de Dios. La verdad es histórica, como lo son el bien y el mal. 

Pero entonces, ¿quién decide quienes son los buenos y quienes los malos? Durante los siglos XIX y XX, la construcción de la Historia fue ante todo una decisión política. Las naciones estaban surgiendo, sobre todo en Latinoamérica, se estaban convirtiendo en lo que son ahora, existían definiendo sus formas de gobierno y creando el simbolismo sobre el que reposarían sus espíritus, esos entes hegelianos que se desenvolverían progresivamente rumbo a la perfección. Flores que se abren en el inmenso jardín de un devenir divino. El gran panteón de la historia se convirtió en la arcilla que formaba las paredes de las nuevas naciones. México tomó la forma de una pirámide mexica, en cuya cúspide se erigió un Moctezuma orgulloso, pero cuyos cimientos aplastaron al indio vivo, cuyo sufrimiento y marginación eran el combustible que hacía girar aquel monolito.

La maldad y la bondad se vistieron con los trajes palaciegos que rodeaban la silla del águila: ¿queremos República?, pintemos un Juárez bondadoso, alto de la cabeza al cielo—y sonaron los disparos que asesinaron a Maximiliano; ¿permitiremos reelección?, ¡no!, moldeemos un Madero mártir y pongamos a Díaz en las páginas del libro negro; ¿queremos democracia o caudillismo? La historia se convirtió en una caricatura protagonizada por personajes cabezones, de dientes largos, de orejas exageradamente grandes, como de un animal, de vestidos coloridos y gestos ridículos. El pasado no se vio retratado, se adaptó y modificó al pedido del mecenas.

La construcción del Estado no fue una elección; está teñida de sangre, resuenan en sus adentros los estruendos del conflicto, caminan en sus campos las desigualdades, se aferran a sus paredes la inestabilidad y la pompa de las constituciones está manchada de lodo. La historia hecha a modo se producía por maquila y se aprendía como el catecismo: de memoria y sin derecho de réplica. La historia maniquea cumplía una función social, pues al mismo tiempo era la piedra angular del poder. En pleno siglo XXI, es normal el hastío sobre este abuso. 

La historia se niega a tal degradación. Ha conspirado en centros académicos, pero también en la oralidad, en las alteridades y en las resistencias. Susurra al oído secretos ocultos. El arma para superar ese maniqueísmo es la crítica. Una crítica profunda, pero sobre todo libre. Libre de los intereses de la política, de las necesidades empresariales, de las obligaciones de los grupos y de los días festivos, de los documentos oficiales y de los murales. Una crítica que sienta emociones, que sea capaz de experimentar a los seres humanos desde la empatía, donde la alteridad sea símbolo de diversidad y no de inhumanidad. Para que la historia se libere de su yugo, todos sus actores tienen que acompañarla: deben ir a su lado el campesino, la madre y el niño, tienen que reclamar su parentesco con la historia las pequeñas vidas frente a las del gran héroe y el villano memorable.

Para liberar a Clío hay que sentir el pasado en carne propia, vivir la vida de otros en la nuestra, trasmutar de los muertos a la vida, quebrar constituciones y romper estatuas para que la historia se convierta en legado de la humanidad, de la humanidad verdadera, no de seres imposibles creados en masa a imagen y semejanza del poder. Necesitamos recuperar la historia de la complejidad al estilo de Edgar Morin. Somos fragmentos del bien y del mal, átomos de materia sin alma que se pintan de moral sólo con anteojos. Clío busca aliados, canta himnos que jamás se han escuchado. Clío está atravesada por el deseo, una erótica de la historia. Quiere romper sus cadenas, liberarse del yugo, reconstruir su imagen. En el fondo, el suyo no es más que un rostro como el mío, que un rostro como el tuyo.

Ilustración. Diana Olvera

Manchamanteles 

No todo lo que pasa en la vida tiene una trama, en el mundo real las situaciones no suceden de forma estructurada y requieren representación narrativa, por lo que es preciso considerar la totalidad y los giros narrativos sin perderse en ellos. El escritor crea algo nuevo, incluso cuando trata de apegarse a sucesos que le han ocurrido. En el caso de los personajes ocurre lo mismo, un personaje debe ser trabajado como un ser real y contradictorio y es muy fácil caer en estereotipos y clichés, ser original es un trabajo creativo, pero también producto de la disciplina. Construir una trama precisa es tan complejo como elegir personajes: ambas decisiones requieren originalidad y compromiso. Para Italo Calvino “El arte de escribir historias está en saber sacar de lo poco que se ha comprendido de la vida todo lo demás; pero acabada la página se reanuda la vida y nos damos cuenta de que aquello que se sabía en verdad no era nada.”

Narciso el obsceno

El desamor es el golpe más duro contra el narcisismo, derriba mitos. La famosa canción de Emmanuel lo admite amargamente: “Tú eras mi perro fiel, yo era tu guía, ¡hasta que desperté de mi locura, y pude comprender, que me mentías!”.

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