Por. Boris Berenzon Gorn
El que compra lo que no necesita se roba a sí mismo.
Proverbio sueco
En el siglo XIX se desarrolló verdaderamente la industria de la moda. Si bien, durante toda la historia, la indumentaria ha sido símbolo de posición social, lo cierto es que, con la revolución industrial y el crecimiento exponencial de la industria textil, la moda cobró una importancia inusitada. Además, con el desplazamiento de la nobleza por parte de la nueva clase social que tomaba el poder, la burguesía, la vestimenta reflejaba más que nunca el estatus y el crecimiento económico familiar. Esta industria se enfocó sobre todo en las mujeres, quienes, relegadas del espacio público y oprimidas por su condición, formaban parte del patrimonio. La idea del llamado “sexo bello”, obligó a las féminas a cumplir un nuevo rol, el de efigies sociales del crecimiento económico.
La moda como símbolo de estatus, viene marcada con el sello capitalista. Hoy existe la industria de la alta costura, cuyos talleres están obligados a tener sede en París, a contar con prendas únicas hechas a mano y a participar anualmente en la semana de la moda. Son marcas de lujo a las que únicamente unas cuantas personas pueden acceder en todo el mundo, pero que son reconocidas globalmente. Gracias a su existencia, la industria de la moda produce una serie estratificada de marcas que van, por decirlo así, bajando de nivel enfocándose en diferentes públicos. Es curioso que sean las mismas marcas de lujo las dueñas de marcas de gama más baja, mediante las que reproducen sus diseños con mínimas modificaciones, pues las similitudes les permiten vender sus productos de manera masiva.
El negocio de las marcas de lujo no está en los clientes que pueden acceder a ellas, ya que, como hemos dicho, son demasiado pocos. Paradójicamente, son las personas que no pueden costear un vestido de un millón de pesos, pero sí uno de cincuenta mil con el sello de alguna marca reconocida, las que sostienen el mercado y promueven la estratificación de clase. En el fondo, está la negación de la propia clase social, un aspiracionismo que impulsa a gastar en productos inútiles con tal de compensar el sentido de pertenencia.
La clase media es por definición, aspiracionista. Todo el tiempo está negando su relación con la clase baja y cualquier símbolo que le permita diferenciarse, por pequeño que sea, satisface su necesidad de movilidad, aunque sea ficticia. La clase media también es producto del capitalismo, pues permite la existencia de clases altas cada vez más pequeñas, a las que al mismo tiempo detesta y admira, tratando de acercarse a estándares de vida que en realidad le son negados. La clase media presume el uso de marcas reconocidas a las que la clase baja no puede acceder, basadas en marcas de lujo a las que ella tampoco puede.
El surgimiento de la clase media ha sido la mejor forma de detener los conflictos sociales. Pero no es lo mismo pertenecer que creer que se pertenece. En México, para formar parte de la clase media, una familia de cuatro integrantes debe tener un ingreso de entre 7,740 y 41,610 pesos, que en 2020 apenas el 27.6% de los mexicanos alcanzaba. Sin embargo, la mayoría de los nacionales se autoidentifica como miembro de la clase media.
Como constructo ideológico, la clase media niega la pobreza. No pertenecer al grupo de los desfavorecidos parece una prueba de “superioridad”. Cuando en redes se viralizan memes y burlas acerca de las personas que se benefician de los programas sociales, se manifiesta la fobia ante la carencia. Desgraciadamente, la distribución de la riqueza en todo el mundo es sumamente desigual, el grueso de la clase media es pequeño, mientras que la pobreza crece.
El aspiracionismo llega a veces a niveles exacerbados. Se ha vuelto una moda comprar en pacas y bazares, buscando artículos de marcas reconocidas. Aunque es una alternativa que muchos están tomando para evitar el consumo de prendas de un solo uso; también es un síntoma del aspiracionismo de grupos que consideran que, al conseguir prendas de marca, pueden aparentar tener estatus y formar parte de un estrato social al que no pertenecen. Sigue estando vigente la necesidad de pertenencia como un tipo de alienación de la realidad.
La conciencia de clase no debería de ser un problema. Precisamente porque es lo que manifiesta que, la diferencia en el ingreso de la mayoría de la población con respecto a la minoría no es culpa de esa misma población, sino de todo un sistema. Negar la condición de clase es tan absurdo como asegurar que “el pobre es pobre porque quiere”. Son las estructuras económicas y las relaciones sociales las que determinan el ingreso y hay condiciones que no permiten la movilidad social, independientemente del esfuerzo que se lleve a cabo para conseguirla. Si en los siglos anteriores estudiar una carrera era sinónimo de movilidad social, hoy en día se ha convertido en una pequeña mejora que resulta más intelectual que económica.
Estamos inmersos dentro de un sistema que legitima la distribución desigual de la riqueza, y que en vez de cuestionar críticamente lo que tenemos que hacer para nivelar la balanza, conduce a los desfavorecidos a negarse a sí mismos y a aparentar que pertenecen a la minoría. Este es el éxito del sistema: ha creado nuevas necesidades. El consumo se basa en satisfacer insuficiencias inventadas. Es necesario que empecemos a consumir de manera inteligente y a preguntarnos, ¿esto tiene una utilidad práctica o me permite ser reconocido socialmente? Se trata de identificar la diferencia entre lo pragmático y lo meramente ornamental.
Para nadie debería ser motivo de vergüenza usar productos sin marca o de marcas de gama baja. Lo que una persona usa o no, no refleja lo que es. Es curioso que sean las personas con mayor ingreso, como Steve Jobs o Elon Musk, quienes se hayan dado cuenta de esto. Su sencillez indumentaria es parte de una estrategia similar: aparentar que pertenecen a un grupo inferior con tal de generar simpatías. Si en el origen, la moda permitió el establecimiento de la burguesía, hoy cumple una función de mantenimiento del statu quo. La moda rebasa los atavíos, abarca la tecnología, la industria de transportes, la industria mobiliaria, todo.
Tener conciencia de su función permite que seamos más responsables con nuestras finanzas en un horizonte incierto donde la inflación está creciendo. Las grandes marcas lo saben y organizan ventas como el hot sale o el buen fin, enfocadas en generar ingresos seguros a mediano plazo. Pero a menudo, la afectada es la economía familiar. Desperdiciar dinero en cosas que no son necesarias habla de los traumas históricos que se les han impuesto a las clases desfavorecidas y que se transmiten de generación en generación.
Manchamanteles
En 2016, el Premio Nobel de Literatura fue entregado a Bob Dylan, levantando revuelo en el mundo de la ortodoxia, pero manifestando ese vínculo mágico que tienen la música y la palabra. Además, la poesía puede encontrarse en todas partes, y es fascinante que los poetas subalternos traten de llevarla a los espacios urbanos y colectivos, como la iniciativa “Poesía en Emergencia” o las acciones del colectivo “Acción poética”, que interviene la imagen de los recorridos urbanos por la ciudad de México, al igual que lo han hecho también otros a raíz del sismo del 2017 e incluso de la pandemia. Y es que la poesía manifiesta, conecta, comunica y trasgrede. Impacta a la sociedad, desde las notas de una canción hasta los trazos rayados en el transporte público; desde un anuncio suspendido en el tráfico, hasta el cine, el teatro y las redes sociales.
Narciso el obsceno
Octavio Paz en su libro El arco y la lira, asegura que el “hombre es lo inacabado…él mismo es un poema”. Hace ver el narcisismo descubriendo nuestro ser, nuestro lenguaje y pensamiento, para demostrar que solo somos signos, garabatos. La única salvación, diría Paz, es el dialogo fructífero entre iguales, siendo unas veces signos, y otras, garabatos.