Por. Boris Berenzon Gorn
El poder seductor que sobre las masas ejerció el mítico discurso de la web 2.0 pareció ser para todos irresistible. Lo que conseguirían en favor de la participación ciudadana y de la vida democrática no tenía parangón alguno. Por lo tanto, no existían razones ni para desconfiar ni para hacerle el feo a la flamante tecnología. En apariencia, sólo quienes nos habíamos quedado anclados en el pasado emitíamos objeciones. Pero los tiempos han cambiado y están demostrando que, incluso entre quienes nacieron inmersos en este mundo hipercomunicado, una naciente resistencia toma fuerza en los cuestionamientos en torno a la web 2.0.
La llegada de la web 2.0 representó un enorme cambio en el pensamiento colectivo. En muchos sentidos, a ella quedó reducida la promesa del porvenir. Previamente, la democracia había sido un constructo nunca terminado, la meta a la que se aspiraba, pero que no se alcanzaba del todo. Existían mecanismos de participación ciudadana y rutas de acceso a la información, pero eran perfectibles. Con las redes sociales, todo pareció cambiar. El ideal estaba finalmente en nuestros escritorios y, mejor aún, en nuestros bolsillo.
Todo pareció cambiar o al menos eso fue lo que dijo el discurso. Porque, como todas las cosas buenas que surgen en este sistema, la web 2.0 fue rápidamente coartada por los intereses de unos cuantos. La mina de oro que ésta representaba no iba a ser sacrificada por un marchito ideal democrático. Por el contrario, este mismo ideal sería aderezado y usado como bandera para sostener un negocio que resultó ser billonario.
No es que la web 2.0 estuviera condenada de nacimiento. Al revés, había en ella realmente un enorme potencial en favor de los derechos humanos. Un potencial que, a decir verdad, no ha sido aniquilado del todo y del cual se rescatan aún migajas, incluso bajo el control de los gigantes de Silicon Valley. Sin embargo, sus lados más brillantes se corrompieron pronto, convirtiéndose en un monumento más a la oligarquía.
Para cuando esto sucedió, el mundo parecía ya estar unánimemente convencido de los beneficios implícitos de las redes sociales. Cuestionarlos era mostrarse como un antiguo empolvado. El cambio había sido sellado: lo que empezamos a vivir entonces, dice el discurso, es el futuro, la cumbre de la organización de la especie.
Fuera de esta cumbre estábamos los nostálgicos. Los que encontrábamos el defecto en el paraíso por el simple gusto de mantenernos descontentos. Los que añorábamos el pasado por nuestra incapacidad de cambio. Los que nos hubiéramos opuesto a ésta como a cualquier otra tecnología. En resumen, los que no teníamos mayores argumentos que nuestras visiones anticuadas.
Sin embargo, lo que se señalaba era más grande que la nostalgia. Hablamos de violaciones al derecho a la privacidad, de uso indebido de los datos personales para enriquecer a unos pocos. Hablamos de una sociedad manipulada al antojo de las élites para nutrir a un sistema de consumo y mantener en las cumbres a los grupos de poder, incuestionables por los canales adecuados, bajo la ilusión de que en las nuevas rutas recae el poder de la multitud. Hablamos de cambios en los cerebros de las nuevas generaciones hacia un futuro sin concentración, sin análisis y sin la capacidad de leer de corrido un texto breve.
Pero todo ello parecía vacío, porque era dicho por los “rancios” o por los “resentidos”. Es decir, o por los más mayores o por intelectuales que se separaban, desilusionados, de las grandes empresas de la web 2.0 que apoyaron en un inicio pero de las que salieron asqueados por el fango que habían visto. Sin embargo, hoy la historia parece estar cambiando, porque son las nuevas generaciones las que empiezan a reflexionar sobre el asunto.
No todos, por supuesto, ni tantos como quisiéramos. Pero es claro que el ojo crítico no es exclusivo de quienes nacimos en el mundo previo y podemos observar éste desde la diferencia. Hace un par de días, la BBC publicó un reportaje sobre la nueva tendencia entre las juventudes de comprar lo que es dado por llamar “teléfonos tontos”. El término se propone en oposición a los Smartphones, cuyos usos son tan bastos como es el ciclo adictivo en el que nos sumergen para alimentar a las gigantes empresas de Silicon Valley.
Estos jóvenes acuden hoy a los teléfonos “de ladrillo” para evitar la ofrenda de datos y tiempo en línea que todos entregamos a las empresas de redes sin pensar. Acuden buscando la libertad de no depender del algoritmo, de usar su tiempo para el trabajo, el estudio o el ocio sin tener que regalárselo a Meta. Una libertad que ellos quizás no tuvieron antes, pero que saben que es posible.
No todo está perdido en este avance hacia la utopía, pues incluso quienes nacen sin ella pueden reclamar la libertad.
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