Por. Marissa Rivera
Nada evitó que miles de mujeres marcháramos.
Ni lo dicho desde Palacio Nacional y el Gobierno Capitalino, ni la provocación que intentó generar miedo.
Advirtieron una y otra vez que sería una marcha muy violenta, con grupos infiltrados, armadas con picos, marros, bombas molotov y petardos.
Pero no, la marcha fue pacífica, si hubo actos de violencia, pero fueron menores.
Destacaron más las consignas de mujeres desesperadas que exigían un alto a la violencia.
Sobresalió la unidad de mujeres que cargan con un dolor que las autoridades no comprenden.
Ahí estaban las madres de mujeres asesinadas, violadas o desaparecidas, exigiendo, gritando, implorando justicia.
Sus armas eran las fotografías de sus hijas que ya no están, incluso las fotos de asesinos, violadores y acosadores.
También asistieron las hijas, sobrinas, tías, primas y hermanas de quienes un día salieron a trabajar y jamás volvieron.
Lo mismo las amigas de miles de mujeres que han sido víctimas de la violencia.
Escenas conmovedoras. Ellas encabezaban la inédita marcha. Con historias abominables y desgarradoras.
¿A qué le temían las autoridades? ¿A la impotencia de una madre que no tiene hija ni justicia?
¿A qué frente al amurallado Palacio Nacional exigieran vivir en paz?
Por eso salieron a las calles. Porque tienen miedo de vivir en un país donde todos los días, por el simple hecho de ser mujeres, 10 son asesinadas.
Más de 75 mil mujeres, feministas o no, se unieron en una sola voz, con un mismo dolor y una simple y sencilla petición: alto a la violencia.
Quieren respeto a sus derechos, que se haga justicia y que se acabe la impunidad.
Voces sin eco en los pasillos de Palacio Nacional ni en el Palacio del Ayuntamiento.
Desde diferentes puntos de la Ciudad partieron los contingentes. En el que yo estaba salió del Ángel de la Independencia.
Íbamos unidas, de todas las edades, de todas las clases sociales, sin colores, ni preferencias políticas, porque todas, somos una y juntas somos todas. Unidas somos más fuertes.
Cantos, consignas, pancartas que erizaban la piel y provocaban un nudo en la garganta. Así ocurría cada paso, cada metro, cada respiro, cada momento que avanzábamos.
Unas gritaban, otras lloraban, mientras algunas, las menos, pintaban paredes y rompían vidrios.
Y de repente, el silencio y el puño en alto, erizó la piel. Una marcha conmovedora, esperanzadora. Ojalá.
Fue la “sororidad” de miles de mujeres que estamos hasta la madre de tanta violencia, de la falta de sensibilidad de las autoridades y de tanta impunidad.
Por eso salimos, por la indolencia, porque los discursos no sirven, porque no vemos acciones que frenen los feminicidios.
Porque nos siguen revictimizando, porque no tenemos autoridades capaces, porque hay miedo, porque siguen los feminicidios, porque hay mucho que hacer.
Ayer marchamos, hoy paramos.
Las que participamos no somos conservadoras, ni queremos debilitar gobiernos.
Somos mujeres que queremos vivir con libertad, sin miedo.
Nuestros rivales no son las autoridades ni los hombres.
Solo queremos empatía con un tema que nos flagela.
La lucha no es de hoy, la lucha la iniciaron nuestras madres, nuestras abuelas, contra la desigualdad.
A nosotras nos toca luchar contra la creciente e imparable violencia de género.
Esto no termina aquí, no podemos parar. Algo tendrá que cambiar.
Y si no, seguiremos siendo una sola voz y cada vez más fuerte.
Gritando o en silencio siempre estaremos visibles.
Con murallas o sin muralla siempre nos escucharán.