Por. Boris Berenzon Gorn
Jean Paul Sartre quien desde su eclecticismo nos enseñó que había una ruptura entre la conciencia y el ser nos decía que desconfiaba: “de la incomunicabilidad; es la fuente de toda violencia.” Idea que el mundo virtual rescata quiero pensar sin saberlo. De tal suerte que cunado se supone que más comunicados estamos más sordos nos volvemos. Un circulo vicioso entre el mensaje y el mensajero que como telón de fondo esconde la presencia de la violencia de muchas maneras haciendo eco a la máxima sartriana.
La mejor época para los más nobles valores de la humanidad inició con la web 2.0, o al menos eso pretenden hacernos creer sus promotores y mitificadores. Si escuchamos sólo a los constructores de las carreteras de la información, corremos el riesgo de creer que realmente estamos viviendo en una sociedad quimérica, donde todos los problemas pueden ser resueltos a punta de tweets y de posts. Encandilados en esta fantasía, vemos germinar nuevos fenómenos que ni siquiera nos dignamos a atender por lo conformes que estamos con un sistema que devora quizás más de nosotros de lo que es capaz de darnos. Distintas formas de violencia invaden a una sociedad que las mira simplemente como un mal colateral que acompaña a un bien mayor.
Con la llegada de las redes sociales, se abrió la puerta a una serie de comportamientos dañinos tanto para la sociedad como para el individuo. Muchos de ellos ya existían antes, es cierto, pero simplemente se han profundizado o encontrado nuevas formas de operar. No sólo hablo de crímenes como la extorsión, sino de otros como el acoso, o de acciones violentas como el bullying o incluso los llamados linchamientos digitales. ¿Son estos fenómenos inherentes a la tecnología en tema? Probablemente no, probablemente sí, no lo sé, pero el hecho es que las empresas que hay detrás se benefician de estas acciones nocivas.
Por supuesto que las redes sociales no pueden ser culpadas enteramente por la violencia. En un juicio, no se condena a la pistola, sino a quien decidió usarla para un fin dañino. La agresión proviene, por supuesto, de la persona, pero quien fabrica la tecnología tiene la responsabilidad de evitar su mal uso, así como el Estado tiene la obligación de regular todo lo que a ésta corresponda. Dicho de otro modo, no podemos culpar a las redes sociales per se por el bullying que a través de ellas se cometa, pero sí podemos exigir que los empresarios detrás de ellas eviten el uso para acciones dañinas, así como podemos demandar del Estado que sancione a quien incurra en estas faltas.
Pero más allá de las culpas atribuibles a fabricantes y reguladores, es imposible no mirar hacia la raíz de esta violencia y preguntarse cuáles están siendo sus causas. Es importante, por supuesto, hacerlo desde una perspectiva lo suficientemente alejada de la apología y de la revictimización. El interés no debe ser exculpar a quienes violentan a los otros, sino preguntarse cómo evitar efectivamente que acciones así sigan sucediendo. Poco puede aportar en ese sentido una sola mente, en un espacio acotado como éste, pero sin duda podemos indagar en estas raíces, con miras a contribuir a un debate colectivo al que le falta mucho por extenderse.
Dos factores saltan a la vista en el crecimiento de la violencia en redes: el anonimato y una distorsión en la idea de la justicia. El primero ha deformado a miles de personas, permitiéndoles actuar de maneras bestiales al verse despojadas de un rostro reconocible. ¿Cómo lidiamos con este hecho sin caer en las soluciones autoritarias y violatorias del derecho a la privacidad? Éste es un balance sin duda complejo, pero de urgente solución. No podemos generar un Estado policial en la web 2.0, como tampoco deberíamos aceptar que la impunidad sea una característica de ésta tanto como del mundo offline.
Lo segundo es la distorsión de la justicia, un problema que no se crea con la web 2.0 y que no termina en ella, sino que se acrecienta. Al menos en lo tocante a la sociedad mexicana, este problema tiene una larga historia, mezclada con nuestra cultura y con el imaginario popular. En México, el que “obra mal” merece ser castigado con todo el peso de una telenovela, sin posibilidad de redención, sin matices y sin derecho a ser escuchado. Ello resulta ya bastante problemático en el sistema penal y se complica mucho más con la intervención de los medios. Ahora, con la posibilidad de participar en vivo en estos juicios improvisados, la bestia se desboca por completo.
La violencia en el mundo virtual es un fenómeno que requiere una pronta solución. Sin duda, necesita la intervención de las empresas que facilitan sus servicios y del Estado, pero la violencia no es sólo un problema de estas entidades. Dado que se produce por y en la sociedad, es esta misma la que debe generar soluciones para erradicarla. Tal vez no suena a un camino fácil, pero podríamos empezar por preguntarnos, como individuos, ¿cómo estamos contribuyendo a esta violencia?
Manchamanteles
Democracia y participación ciudadana son los valores que los gigantes de las redes nos venden para hacernos parte de su esquema de negocios, pero lo que obtenemos es apenas una fracción bastante distorsionada de la imagen prometida. ¿Qué no nos venden nada y todo este trato es de buenos samaritanos? Quizás no gastemos un peso, pero pagamos algo incluso más preciado: nuestra información personal. Siendo así, somos en toda regla clientes y no sólo usuarios. ¿No deberíamos entonces poder reclamar si lo que obtenemos no corresponde con la oferta?
Narciso el Obsceno
Lotería de Narciso. “El valiente”: y grita “¡yo!”. “El cobarde”: y grita “¡yo!”. “El borracho”: y grita “¡yo!”, y así con cada carta cantada. Sin embargo, Narciso el pobre, jamás puede ganar la lotería, porque la gran ausente es la carta de la identidad propia.
“El dolor personal, privado, solitario es más terrorífico que el que cualquiera pueda infligir.” (Jim Morrison)