Por. Boris Berenzon Gorn
“Son precisamente las preguntas de importancia
más profunda y universal para el alma humana
las que reciben con especial frecuencia
un tratamiento superficial y arbitrario:
las preguntas sobre la moralidad, la religión,
la política o el valor de la vida”.
Georg Simmel, Sobre el Pesimismo
Si algo sostiene al sistema de consumo es su capacidad de ahormar y regular todos nuestros actos. Su pensamiento, que lo impregna todo, se hace presente en cada ámbito de la vida social, privada e incluso la íntima, pero lo hace siempre como un espíritu que no por invisible resulta menos presente. Con armas como la psicología pop, este enorme aparato dicta las pautas de nuestras acciones, como pretende hacerlo con nuestras cosmovisiones. Nuestras ideas del presente, del futuro, de la alegría y de la propia vida se ven influenciadas por este monstruo voraz que se alimenta de nuestra imposibilidad de alcanzar la saciedad. Para ello, echa mano de artilugios como la imposición del optimismo, que pretende decirnos que la felicidad está siempre en el horizonte y que la alcanzaremos siguiendo de buen grado los patrones dictados siempre para un imaginario obediente y acrítico.
Nada hay de malo en el optimismo per se. Así como el pesimismo, cierta dosis de optimismo parece tener una función para la supervivencia que, aunque fatua es plausible. Sin él, no podríamos atravesar por los túneles más sombríos de la existencia y es a falta de él que muchas personas deciden renunciar a su propia vida ante la gravedad de los conflictos del ser. El optimismo nos permite arriesgarnos a emprender nuevas biografías, nos da aliciente en las tinieblas más duras y nos guía por calzadas disparatadas que, pese a todo pronóstico, terminan teniendo un buen desenlace. El optimismo en sí mismo no es necesariamente un arma ideológica.
Un discurso virulento y carente de fondo inunda las redes y los libros de psicología pop, uno que asegura que las personas “mentalmente sanas”, las que ven por sí mismas y se procuran bienestar, tienen que ser optimistas. Éste es el mismo discurso que pide “eliminar” a las “personas tóxicas” de la vida como ruta hacia el nirvana de los relajados, como si los seres humanos no encarnáramos todos una serie de contraposiciones con los que hay que aprender a vivir. Claro, el discurso que justifica la violencia es mucho menos aceptable, pero el de las “personas tóxicas” parece suponer que hay unos cuantos iluminados cuya compañía no merece el resto. Contradictorio, ciertamente, pues para estar tan iluminados pregonan un discurso bastante lejano a la empatía universal que han predicado quienes, según las distintas tradiciones, se han conectado con el todo desde el todo. ¡Vaya apuesta!
El optimismo se convierte así en una imposición. Es optimista quien quiere vivir en paz, quien quiere evitarse la colitis nerviosa o una esofagitis y quien sabe ignorar los factores negativos del entorno para construir a partir de los buenos. Lo cierto es que éste es un discurso bastante favorable para un sistema abusivo y rapaz. Si todos somos ciegamente optimistas, no hay por qué preocuparse de la pobreza, de la injusticia, ni de los graves atropellos a la dignidad humana, pues “hay que enfocarse en ver lo bueno”.
La promoción del consumo desmedido también se ve favorecida por el optimismo. Nuestro sistema está basado en el crecimiento al infinito de la economía como un sinónimo total de bienestar. De acuerdo con esta premisa, los recursos son eternos, como lo serán las condiciones providenciales para disfrutarlos. Con semejante panorama, sería un pecado de la talla de desperdiciar la comida el no orientar todos nuestros actos con base en esa esperanza de perfeccionamiento sin fin. Hay que seguir comprando, gastando y endeudándose pues el futuro siempre será mejor.
Frente a la utilización del optimismo como herramienta ideológica de esta voraz máquina, no queda más que reivindicar el pesimismo. No se trata de ser incapaces de disfrutar la vida, sino de mirar el mundo con la cabeza fría y con la capacidad de considerar todo lo que puede y posiblemente saldrá mal. Que quede claro que no hablo de convertirnos todos en pregoneros del juicio final, sino de adquirir un poco de lo que la RAE define como la “propensión a ver y juzgar las cosas en su aspecto más desfavorable”.
De acuerdo con Nietzsche, “el pesimismo dionisíaco reconoce el sufrimiento, pero al hacerlo abraza la existencia en su totalidad”. Y es que no pretende enamorarse de la esperanza como de espejos que aparentan ser oro, sino mirar la vida con sus desbalances y tropiezos, y aun en esa oscuridad aprender a cultivarla. “Para el pesimismo dionisíaco el sufrimiento no tiene la fuerza necesaria para negar la existencia”, prosigue el filósofo, “de modo que el sufrimiento nunca será razón para negarla”. Será quizás en el pesimismo que el individuo de hoy, atacado por ofertas y comerciales, pueda volver a su centro y desde ahí actuar con reflexión y consecuencia.
Manchamanteles
Es cierto, las crisis y problemas nacientes nos hacen sentir constantemente al borde del abismo, pero ¿es realmente sostenible vivir cada segundo como si el mundo estuviera a punto de acabar?
Narciso el obsceno
Me escribe el maestro Alejandro Quijano, gran artista plástico: “Narciso es relevante ante la mirada y expresión de un artista que ve con el corazón y traduce los sentimientos con pincel y cincel”.